Por Julián
Gorodischer
El Bar consagró,
el viernes, a un participante modelo que nunca jugó
fuera de las reglas, prefirió el trato amable a la confrontación
y exaltó desde el principio los valores de su barrio del Conurbano
y su familia bien constituida. Federico Blanco, que venció
a Eduardo Nocera, su rival más polémico, se quedó
con los cien mil en el último tramo, gracias al resultado a favor
de los llamados telefónicos. El que lo coronó, y le otorgó
el premio y el podio, es el primer reality game show del palo,
uno que se sintió culposo del género desde el vamos y se
propuso, ante todo, un objetivo de máxima: no ser como Gran
Hermano. Fede o el pequeño galán
o Cachorro abonó a la tendencia que se viene dando
entre los reality game shows de factura local: el triunfo del bien
sobre las alianzas del mal, o los villanos.
En El Bar, como en Expedición Robinson
y Gran Hermano, subió la popularidad de los voceros
de una moral media que no se cuestiona. El público adhirió
a Fede y lo vivó in situ en el bar de San Isidro; él
les retribuyó el apoyo con su frase de cabecera: Vamos los
pibes. Fue, sin duda, el representante nac & pop,
uno que agradeció todo el tiempo por haber aprendido a ser mejor
persona y aseguró que cada amigo de los No Alineados
tendría su parte del premio. Ayudó a su rival, Eduardo,
cuando tuvieron que enyesarlo, y nunca se propasó (ni un poquito)
con la chica, Yael, que se le retaceaba. Esto es regrosso,
dijo, otras veces, como parte de su eterno deslumbramiento,
una buena disposición que nada tuvo que ver con el spleen
disimulado en bromas compulsivas de su contrincante.
Eduardo, quien ganó en la competencia por la facturación
pero no alcanzó al Cachorro en la de los llamados, inauguró,
en los reality..., la autoconciencia del ser filmado. Dijo que estaba
para llevar felicidad a las casas e intentó abrir puertas
(profesionalizadas...pensó en su futuro) en la TV graciosa. Hizo
un elogio del artificio, improvisando sketchs como La cocina del
amor o el consultorio terapéutico, en el que
se hacía analizar por un mono de peluche. Estuvo convencido de
que sería el triunfador, tal vez como recompensa al sacrificio
de hacer reír a la gente a toda hora, y disimular el
dolor de su pie, esguinzado, sólo porque el público quería
verlo sonriente.
Reafirmó su identidad televisiva como negación del modelo
de participante-ingenuo del tipo de los No Alineados, competidores
olvidados de las cámaras. El poeta o el loco
o Edu, en cambio, se definió como un intruso o un visitante, un
hijo de San Telmo que nunca se dejaría deslumbrar por el entertainment.
Borrachos los corazones, fue su frase, una que resumió
sus obsesiones discursivas: el amor y la bebida.
El Bar nunca pudo igualar el dramatismo del Gran Hermano,
ni extendió socialmente frases como el Estás nominado...
(que declama histriónicamente Soledad Silveyra), ni generó
estrellas repentinas de la talla sensacionalista de Gastón, la
India o la Colo, tal vez por su excesiva distancia respecto de la historia
y su desconfianza a creérsela del todo.
Pero, en cambio, abrió las puertas a un nuevo modelo negocio, uno
que funcionó, in situ, en el bar de San Isidro, se rió del
contexto recesivo instalando un comercio exitoso y convocó colas
de dos cuadras, repletas de adolescentes en busca de un autógrafo
o de un plano para que los vieran desde casa. Fue un negocio que promovió
la venta compulsiva de daikiris y otros tragos, y llenó de música
y fiesta una calle de tierra, al borde del río. Tendió un
puente entre la pantalla y la experiencia, que permitió acercarse
hasta la casa-bar para ver y tocar a los rehenes. Se construyó
a sí mismo como un lugar de crítica al género, con
confesionarios sin franqueza ni confidencia, y un casting distinto
que incluyó a un gordo, una travesti y una religiosa. El viernes,
sobre el final, sus participantes, a excepción del ganador, no
lloraron. Las caricias, el dramatismo posterior a cada expulsión
y el estar emocionado todo el tiempo tienen, según
parece, sus derechos registrados en otro canal, en otro horario. Los de
El Bar prefirieron las risas y el baile en la pista, el saludo
cordial, a lo sumo la promesa de un asado fuera de las cámaras.
Eso fue todo, sin estridencias, y hubo que conformarse.
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