Una tarde
rojiza de invierno mientras caminábamos por los patios del
hospicio, el poeta Jacobo Fijman me advirtió: Nada de buena
eternidad crecerá sobre tierra podrida. Me apena no recordar
con exactitud qué dolor o pasión movió sus
palabras; sin embargo la verdad que presiento allí no deja
de impresionar mi espíritu así pasan los años.
Noches pasadas, yo venía de plantar árboles en una
tierra esquiva, mi amiga Hebe de Bonafini me dio por teléfono
detalles sobre las torturas que acababa de sufrir su hija Alejandra.
Conozco de antes, también por boca de Hebe, los vejámenes
en el límite de lo humano que acompañaron la desaparición
de sus hijos Jorge y Raúl, y María Elena, la esposa
de Jorge. Ahora, en medio de una noche con espinas, su voz naturalmente
enérgica, de roca erguida en el peor de los mares, por primera
vez me trasmitía el sonido de un cristal que se rompe. Duró
un instante, se repuso y nos despedimos casi sin más palabras.
No pude entonces vencer el pudor y confesarle que también
mi cuerpo se sentía humillado.
Abrigado en la oscuridad quise después escuchar música
para violoncello de Bach, como si necesitara acariciar mi alma,
o mejor, como si pudiera redimir mi esperanza sobre la vacilante
luz de la esencia humana.
Al fin me mal dormí. Tuve un sueño: el viejo poeta
Fijman, con una venda cubriéndole la frente, se escapaba
de una gran jaula y desde el espacio inmaculado dejaba caer sus
lágrimas sobre una tierra alzada en llamas.
II Videla,
Alfonsín, Menem, De la Rúa, Cavallo... Han dado sus
nombres y se obstinan, a veces patéticos, en seguir mostrándose
como el rostro visible del poder en la Argentina, tras el tajo histórico
que provocó un terrorismo de Estado cuyos efectos morbígenos
sobre el tejido social aún perduran.
El primero, paradigma de soldado para las viejas y nuevas camadas
de militares vernáculos, es uno de los mayores criminales
contemporáneos y como tal fue condenado por la Justicia en
una de sus pocas actuaciones de dignidad memorable. Los otros, que
lo acompañan en la lista, políticos y economistas
tradicionales con diferentes mañas y vicios, pero con
igual pertenencia ideológica, encarnan los roles de
cómplices, amanuenses y apañadores, instituyentes
al fin de la impunidad que aún gozan los que huelen a muerte
por los cuatro costados.
Nombres y símbolos de un proceso de desastre que abate al
país. Pero no son los únicos. Es preciso superar la
tentación de convertirlos en chivos expiatorios. El mal no
son los rostros y los nombres que ocupan la escena, turnándose,
ni los que hacen largas colas tras ellos; es el sistema un
capitalismo conjugado en las prácticas perversas de un imperio
que los engendra con la misma pasión con que se reproducen
las hienas, únicos animales que comen a sus víctimas
vivas, imagen siniestra pero nítida de nuestra realidad social.
Es cierto, los monstruos de hoy son las simientes del ayer. Practican
las mismas crueldades y violencias para semejantes despojos y usuras.
Sin embargo la conciencia del peligro que se acentúa con
la represión y el autoritarismo muestra su contracara en
quienes resisten de mil formas, en todos los ámbitos. Cada
época trasmite su espíritu, su lenguaje, sus gestos
y sus prácticas. En lo que no difiere la historia de los
que buscan tocar el cielo con las manos, es en la ética que
los impulsa, el naide es más que naide que los cobija y la
felicidad común que se pretende en el final del camino.
Está en nosotros que la muerte y la tortura no tengan la
última palabra. ¿Todavía se puede creer en
la luz hermosa? ¿Habrá una tierra de buena eternidad?
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