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Terapias corporales
La fuerza del yoga

Comenzó en Occidente, allá por los 60, a ser un recurso de elites que buscaban respuestas orientales a sus angustias. Poco a poco el yoga fue convirtiéndose en una terapia física y mental a la que hoy recurre gente estresada y de todas las edades.

Por Sandra Russo

Desde la tapa de la edición de abril de Time, la modelo Christy Turlington mira serena a la cámara desde su posición de Rooster, un asana sólo para iniciados. Ella lo es: ha estado practicando yoga durante los últimos quince años, casi la mitad de su vida. En el interior de la revista, Sharon Gannon, una maestra de esa disciplina hindú fundadora del Centro Yoga Jivamukti de Nueva York, se ha dejado fotografiar sola y con Turlington en posturas que demuestran una increíble fuerza y al mismo tiempo una notable calma. Acaso en esa promesa, fuerza y calma juntas, indisociadas, se base el furor del yoga en Occidente. Millones de personas que viven la vida loca buscan afanosamente una herramienta que les permita mantenerse competitivas y eficientes, y que al mismo tiempo las alivie del malestar globalizado.
Lo que en los 60 fue una moda de elites culturales orientalizadas hoy ha alcanzado grados de divulgación enormes. Los médicos recomiendan yoga. Los psicólogos y los psiquiatras, también. Eso dio motivo a la tapa de Time. Millones de personas están descubriendo ahora las virtudes de estos ejercicios antiquísimos que parecen mejorar la calidad de vida sin contraindicaciones. No hay que exponerse a otra cosa que a respirar, relajarse, concentrarse, elongar músculos y buscar la calma. No hay que creer en nada en especial, más allá de principios humanitarios básicos comunes a todas las religiones.
En una de las seis sedes porteñas de la Fundación Indra Devi, su discípulo David Lifar intenta hacerle un lugar –literalmente, le busca una colchoneta– a una profesora de educación física cuya columna vertebral está en problemas. La clase está totalmente completa. La chica no se resigna a irse. Le pide a Lifar que interceda. Mientras tanto, en la recepción, una señora de 74 años averigua horarios. Dice que ya ha tomado clases en el pasado, hace dos décadas. Y que ahora quiere volver. “Me hace bien a los huesos”, explica.
Lifar se formó como instructor con Indra Devi. Hoy aplica ese yoga de ocho pasos que consta de una serie de principios filosóficos muy básicos; de las posturas o asanas, que en sí mismos son curativas y energizantes; de una respiración consciente y completa; de ejercicios de concentración, que literalmente enseñan a llevar la atención hacia un centro; de ejercicios de relajación, en los cuales se recorre el cuerpo con la mente y se intenta descubrir en él los nudos de tensión; y finalmente de meditación, a la que se llega cuando se ha logrado controlar los sentidos y se es capaz de dirigirlos. Se busca así el espacio de silencio entre un pensamiento y otro. Quienes lo encuentran aseguran que es a eso a lo que los orientales llaman paz interior.
“Ultimamente estamos recibiendo muchos profesionales, sobre todo gente que proviene del mundo de la informática”, dice Lifar. “Gente que tiene trabajos en los que el cuerpo sufre. Los docentes, por ejemplo, llegan con disfonías. Vienen chicos jóvenes que trabajan en empresas multinacionales, recepcionistas que atienden cien llamadas por día, lo que equivale a cien problemas. Hay aspectos sutiles de las relaciones interpersonales que la gente no sabe cómo manejar. Todos se van cargando con la energía ajena, sin saber cómo descargarse. Y el yoga tiene respuestas”. En el ‘88, cuando Lifar comenzaba a trabajar con Indra Devi, le propuso hacer clases especiales y gratuitas de respiración. Ella estuvo de acuerdo y lo puso a cargo. Desde entonces han pasado por ellas miles de personas. Y siguen pasando. “Hoy, por ejemplo, estuve en la sede de Caballito dando una de esas clases. Había sesenta personas. A veces miro a la gente en esas clases y digo qué raro, nos enseñan a hablar, a caminar, a jugar, pero nadie nos enseña a respirar”.
Lifar destaca dos aspectos del yoga que acaso expliquen por qué Occidente ha recibido al yoga con los brazos abiertos. Por un lado, la concentración “es eficientista, porque en la medida que uno puede concentrarse eficientiza su tiempo, no debe repetir varias veces las mismas cosas. El yoga rescata este concepto porque lo que busca es que, gracias a la concentración, se aproveche el único bien humano no renovable, que es el tiempo de vida”. Por otro lado, esta disciplina con más de dos mil años de historia es un ariete contra la mala sangre. “Cuando estoy tranquilo, el 60 por ciento del oxígeno que entra a mi cuerpo va a parar a mi cerebro. O sea que el 5 por ciento de mi cuerpo requiere poco más de la mitad del oxígeno del que dispongo. Cuando me pongo nervioso, el cerebro se lleva más de 95 por ciento del oxígeno, o sea que cuando vulgarmente se dice que uno se hace mala sangre, es porque el cuerpo está fabricando sangre de mala calidad. Por eso es importante recuperar la calma”.

El secreter

Quejas, no
La queja siempre trae descrédito. Más sirve de ejemplar atrevimiento a la pasión que de consuelo a la compasión. Abre el paso a quien la oye para lo mismo, y es la noticia del agravio del primero disculpa del segundo. Dan pie algunos con sus quejas de las ofensas pasadas a las venideras, y pretendiendo remedio o consuelo, solicitan la complacencia y aun el desprecio. Mejor política es celebrar obligaciones de unos para que sean empeñados por otros, y el repetir favores de los ausentes es solicitar los de los presentes, es vender crédito de unos a otros. Y el varón atento nunca publique ni desaires ni defectos, sí estimaciones, que sirven para tener amigos y contener enemigos.

(Baltasar Gracian, de “Oráculo manual y arte de la prudencia”). Editorial Debate.

 

Sobre gustos...

Por Andrés Osojnik

Las historias de Mariana

Uno suele poner cara de comprensiva circunstancia cuando el padre que tiene enfrente empieza su cotidiano relato de lo que ya puede hacer su pequeño/a hijo/a, de lo que ya aprendió, de lo inteligente que es. Es el padre, piensa uno, mientras le hace las preguntas de ocasión.
Un día la paternidad le toca a uno y la bebé de la que se habla es la propia. Entonces uno va por el mundo contando que la nena (todos saben hasta el hartazgo que se llama Mariana) ya tiene dos años, que sabe su edad y la muestra con los dedos, que sabe contar hasta cinco y que ya reconoce el amarillo, el verde y el rojo. Que para ella un pajarito es un petén y la tortuga Manuelita es Madudita y que se pasa el día pidiendo el disco de María Elena Walsh. Que además lo reconoce a la perfección entre toda la discoteca, como al resto de los que le pertenecen.
Se sabe, esa teorizada tendencia de la nueva masculinidad nos dio permiso a los varones (¿o fue al revés?) no sólo para hacernos cargo de la paternidad sino también –y sobre todo– para disfrutar de ella. Ocuparse del hijo/a, de las vacunas que hay que darle, de llevarlo al jardín, de jugar con él/ella, y además deleitarse con todo: pocas cosas pueden ser tan difícilmente comprensibles para los no iniciados como que un papá hasta pueda encontrar placentero cambiarle el pañal a una hija.
Si el ejercicio de la paternidad es en sí misma una fuente de placer (única manera de sobrellevar una noche en vela porque la nena estaba con cólicos, con fiebre o simplemente porque a la tarde durmió mucha siesta), contar en el trabajo o en el bar esas experiencias de la nimiedad cotidiana (“Mariana está aprendiendo a decir su apellido, pero en lugar de decir Osojnik dice Osokim”) extiende la paternidad más allá del tiempo compartido con la hija, siempre demasiado escaso a juzgar por las ganas propias. (Y las de Mariana, evidenciadas en el pedido de la despedida: “Se va papito no”.) El monólogo sobre las hazañas del nene/a puede devenir diálogo si el interlocutor es otro padre con ojeras. Y en ese caso uno puede terminar discutiendo sobre marcas de pañales con la misma seriedad que a la hora de analizar cómo es que Menem pudo caer preso.
Ya no se trata de la obligación, de la responsabilidad de ejercer la paternidad. El placer de disfrutarla abarca aquellos conceptos y los supera. Por eso las historias de Mariana valen la pena de ser contadas. Como también lo serán las de su hermana Natalia, que está por nacer.

 

 

 

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