Por
Roque Casciero
No
fue en vano que Charly García llamara Sinfonías para adolescentes
al disco de la reunión de
Sui Generis. Hoy, la mayoría de los seguidores del cantante, músico
y compositor todavía no dejó la escuela secundaria y lo
sigue con un aguante parecido al que exhibe el público de bandas
de otro palo, como La Renga o Los Piojos. Para esos pibes, Charly es Dios
y se lo dicen a los gritos. También vociferan canciones maravillosas,
buenas y de las otras (como el reciclaje de la melodía de Chipi
chipi que es El día que apagaron la luz), cortesía
de la divinidad de los teclados y la Rickenbacker negra y blanca. El sábado,
esos adolescentes hicieron de El Teatro un verdadero baño sauna,
donde los cuerpos transpiraban tanto como las paredes. El magma se alimentaba
de la masa de sonido que venía desde el escenario, en el primer
show importante del año para García y su banda, después
de la breve y redituable reunión de Sui Generis: desprolijos y
con una crudeza cercana al punk, hicieron saltar a todos durante casi
dos horas, con tres largos intervalos, necesarios para reponerse.
El público le aplaude a Charly que deje de tocar o cantar porque
se tira sobre una cama (tenía una de dos plazas sobre el escenario),
porque pateó el micrófono y entonces no encuentra otro,
porque apagó la guitarra o porque, simplemente, se le cruzó
otra cosa por la cabeza. Entonces, ¿por qué él debería
hacer algo, si con su presencia basta? En algunos momentos, pretender
escuchar a la banda era como según cuenta la leyenda
intentar hacerlo con los Beatles en el Shea Stadium neoyorquino. García
no canta: y bue, cantemos todos, si total ya las sabemos.
García cambia el arreglo en el instante y los músicos, por
su parte, siguen como estaba pautado: qué grande, cómo
improvisa, aguante Charly, aunque lo que suena arriba del escenario
sea un despelote. Eso es ser un ídolo incondicional, con todo lo
bueno y lo malo que la expresión sugiere.
Pero, claro, es un show de Charly García. Y este señor que
ahora juega a la estrella de rock desenfrenada (hasta que se desenfrena
de verdad) ha compuesto varias de las mejores canciones de la historia
del rock argentino. Cuando por alguna milagrosa razón el tipo se
concentra en la música, ofrece momentos sublimes. Por ejemplo,
con No te animás a despegar, en la que le hacía
segundas voces graves a María Gabriela Epumer. O con la versión
acelerada de Rasguña las piedras. Y también
con un final arrollador que mezcló Cerca de la revolución
con No voy en tren, con Gillespi como invitado en trompeta.
Esos ratos alcanzan para que todo el mundo se quede con la boca abierta,
casi en estado de éxtasis, o se decida a lanzarse al pogo sin más.
Los conciertos de García siempre fueron impredecibles. En otras
épocas, porque sacaba impensados ases de la manga, como puestas
en escena imponentes o estrenos que dejaban con la boca abierta. Claro
que en la última década este carácter impredecible
estuvo sustentado en que los conciertos podían ser brillantes,
escandalosos... y hasta podían no ser, si es que se le ocurría
pegar el faltazo. El reencuentro con el público porteño,
esta vez, fue una montaña rusa de instantes en los que los oídos
se relamían de gozo y otros en los que pedían clemencia.
Caliente y desmesurado, como el propio Charly.
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