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EL CUMPLEAÑOS DE PEQUEÑA ORQUESTA REINCIDENTES EN LA TRASTIENDA
La melancolía puede ser una terapia

 

Por Eduardo Fabregat

En diez años se vistieron de colores, se vistieron de negro, se vistieron de calle, jugaron con senderos pop y dejaron traslucir sin vergüenza su confesa admiración por gente oscura como Nick Cave. Fueron reincidentes en su filosofía de trabajo, pero ante todo reincidentes en la vocación de riesgo. Y mutar no es sólo cambiar de nombre, pero el quinteto que acaba de cumplir una década de vida también comprendió que en ello se reafirman las intenciones. Y entonces nació la Pequeña Orquesta Reincidentes, y aquello que hasta podía ser un simple chiste de entrecasa cerró con todo su peso. Reincidentes es una orquesta, y como tal trabaja, y como tal trasciende los postulados del show de rock y genera una atmósfera que atrapa y suspende el tiempo.
Para su show de cumpleaños en La Trastienda, P.O.R. decidió abrir el escenario al pasado, en varios sentidos: del primer baterista a Fernando Marcer, el bajista cuya partida significó un cambio significativo en la banda, el quinteto promovió un desfile en el que fueron surgiendo viejas perlas como “Joselito”, “El hombre de manos gastadas”, “El plato del día”, “El gallo” y el vals torturado de “Más allá del mar”. Antiguas páginas que, y he ahí el encanto extra de Reincidentes, adoptan sin esfuerzo la carnadura instrumental de su más reciente disco: eliminada toda posibilidad de quiebre estético y sonoro en un show de dos horas, dominando con soltura el idioma musical que lo identifica, el grupo cultiva entonces los climas.
Y en su “fiesta” (difícil aplicar el término “fiesta” a P.O.R.) hubo climas formidables. En canciones como “Crack” o “El egoísta”, la Orquesta consigue que todo el público contenga la respiración. No vuela una mosca, el más mínimo ruido del arco sobre banjo de Pedroncini (un ejecutante de cuerdas que es pura sutileza) o las chapas apenas rozadas de Vintrob concentran la atención del público hasta un susurro final que desata la ovación. Son contados los casos en que la melancolía es mucho más un goce que un lugar musical común.
Reincidentes, por otra parte, es a la vez un ejercicio de composición musical en grupo y un monstruo de varias cabezas literarias. Fernández y Pesoa (apellido que hace pensar de inmediato en El libro del desasosiego) llevan el mayor pulso, pero las incursiones de Vintrob y Guerra agregan material con una cohesión sorprendente. Una mirada fácil indicaría que entre los autores parecería haber una competencia a ver quién escribe la letra más desgarrada, pero los matices de cada visión agregan riqueza. La postura tanguera de Fernández (el faso y la bebida, la corbata bien floja) no es la melancólica introspección de Pesoa tras las teclas o doblado sobre su acordeón, ni la trágica figura de Guerra diciendo, detrás de la corpulencia del contrabajo, “Crack, tu vida hace crack”.
Y sin embargo, el resultado no abruma. La gente que salía de La Trastienda no parecía sentirse contagiada por un raro virus depresivo. Lejos de eso, ese final de trece voces, ebrios de bar portuario pero cool, coreando “Y ellos qué saben, ellos qué saben de mí”, fue un broche perfecto para una velada de liberación de emociones. Emociones que, además, pudieron ser contrapuestas: cerca del fin, el público eligió cantar un fervoroso “Feliz cumpleaños”, justo antes de que Pesoa cantara y contara sobre el camino que “seguirá bonito” tras la muerte de su amada.Eso es lo que la Pequeña Orquesta entiende por un cumpleaños: la melancolía como terapia. Como terapia reincidente.

 

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