Atrapados
en el presente, damos por descontado que de repetirse el pasado
reaccionaríamos frente a lo que sucediera conforme a nuestros
criterios actuales: nunca se nos ocurriría tomar la esclavitud
por natural, repudiaríamos con firmeza republicana a los
golpistas de turno y, demás está decirlo, no pensaríamos
en votar por un corrupto. ¿En verdad? Depende. A menos que
la gente haya experimentado una gran transmutación
ética, lo cual es poco probable, la satisfacción por
el arresto de Carlos Menem que sienten tantos que le dieron sus
votos se debe más que nada al estado del país. En
el fondo, se admite que en los buenos tiempos es legítimo
robar o, si cabe, pisotear los derechos ajenos, pero que en los
malos no lo es en absoluto. Es decir: siempre hay que respetar el
pacto tácito según el cual los corruptos se ven obligados
a devolver lo robado haciendo bien las cosas. Si el país
estuviera disfrutando de un boom económico vistoso, los únicos
que se preocuparían por la corrupción menemista serían
ya sus enemigos políticos, ya los comprometidos con ideologías
o códigos de valores que la mayoría consideraría
exóticos.
Cuando Menem triunfaba en una elección tras otra, quienes
lo respaldaban entendían muy bien que era un transgresor
desaprensivo y estaban seguros de que entre sus acompañantes
había muchos que aprovecharían al máximo cualquier
oportunidad para convertirse en multimillonarios. Es más:
los perdedores que conformaban una proporción muy importante
de su electorado, esperaban que lo hicieran. Son muchos los que
no suelen vincular el éxito material con la virtud, la capacidad
o el trabajo duro sino con la astucia o la suerte y por lo tanto
festejan los logros de aquellos vivos que escandalizan a los burgueses
o de los hombres fuertes de retórica paternalista
que se las ingenian para derrotar al destino, razón por la
cual personajes como Menem seguirán imponiéndose en
buena parte del país. No es que sean menos inteligentes,
menos informados o más inmorales que los presuntamente comprometidos
con ideales más elevados, es que la vida los ha acostumbrado
a desquitarse celebrando los triunfos de los que figuran como sus
representantes de turno, trátese de ganadores de un premio
en una lotería, estafadores rocambolescos, o caudillos
populares. Si, como parece ser el caso, realmente han abandonado
al riojano, no será por las transgresiones que
durante años indignaban a los bien pensantes sino porque
cuando la fortuna le sonreía se permitió alejarse
de ellos y porque, para colmo, lo que hizo habrá dejado de
impresionarlos.
|