Por
Enric González *
Desde Terre Haute, Indiana
Timothy
James McVeigh murió a las siete y catorce de la mañana (hora
local), sereno, con los ojos abiertos y en silencio, cuatro minutos después
de que empezaran a inyectarle una mezcla de drogas para detenerle el corazón.
Al ser trasladado a la cámara de la ejecución pidió
que se distribuyera a la prensa el poema Invicto, del poeta
británico William Ernest Henley, conocido por el verso Soy
el dueño de mi destino, soy el capitán de mi alma.
La hoja, manuscrita, llevaba su firma y la fecha del lunes, 11 de junio
de 2001. Algunos testigos que asistieron a la agonía opinaron que
McVeigh se mostró desafiante.
El rito de la muerte legal comenzó pasadas las seis, cuando se
abrió la puerta de la celda donde McVeigh pasó su última
noche y el alcaide Harvey Lappin le explicó de forma coloquial,
durante media hora, cuál sería el proceso a partir de ese
momento. En ese momento, fuera, se desencadenaba una fugaz tormenta. McVeigh
había logrado dormir algún rato, según el alcaide.
Pasó el resto del tiempo viendo la televisión y, a las cinco
de la madrugada, despidiéndose de sus abogados a través
de un cristal. No logramos que dijera una palabra de arrepentimiento,
pero eso reduce el horror de la ejecución, dijo Rob Nigh,
jefe del equipo jurídico.
McVeigh entró caminando por sus propios medios en la sala y se
tumbó en la camilla. Vestía camiseta blanca, pantalón
y zapatillas.
Cooperó en todos los detalles, explicó el alcaide.
Sonó el teléfono rojo que comunicaba con el Departamento
de Justicia y Lappin recibió autorización para proceder
con la sentencia. La aguja de un catéter negro conectado con una
habitación contigua, desde la que se inyectó el cóctel
letal, le fue insertada en una vena de la pierna izquierda. Eran las siete
y dos minutos. En ese momento se le comunicó a McVeigh que había
problemas con la retransmisión televisada a Oklahoma City y que
habría que esperar un poco. El reo no hizo comentarios. En la sala
sólo se escuchaba la voz de un técnico: Uno, dos,
probando; uno, dos, probando. A las siete y seis minutos se estableció
por fin la conexión con la sala de Oklahoma donde se congregaban
232 supervivientes y familiares de víctimas del atentado de 1995.
Podemos seguir, dijo el alcaide.
Un funcionario descorrió las cortinas de las habitaciones de los
testigos y éstos pudieron verlo al fin, muy delgado y muy pálido,
con la cabeza casi rapada, los labios apretados y los ojos muy abiertos.
McVeigh, tumbado, alzó la cabeza para reconocer a los presentes.
Miró primero a su izquierda, donde estaban sus testigos: dos abogados,
uno de los coautores del libro Terrorista americano y una mujer de Oklahoma
que formó un grupo de investigación del atentado. Hizo un
levísimo gesto que fue interpretado como de conformidad
o como queriendo decir que estaba bien. Luego miró,
uno a uno y a los ojos, a los 10 periodistas locales que tenía
enfrente, a medio metro de sus pies, tras un cristal. Movió
un poco la cabeza, como asintiendo, explicó uno de ellos.
Por último desvió un instante la cabeza hacia su izquierda,
donde, tras un cristal oscuro, invisibles para él, le observaban
10 víctimas del atentado, y apoyó de nuevo la nuca sobre
la camilla para fijar la mirada en el techo, donde estaba la cámara.
McVeigh ya no apartó los ojos de la cámara. El alcaide le
preguntó si quería decir unas palabras. No hubo respuesta
de ningún tipo.
A las siete y diez minutos recibió la primera inyección,
un calmante. Su cuerpo se relajó y sus pies se separaron. Un minuto
después, la segunda droga, que le cortó la respiración.
Sus carrillos se hincharon unos segundos, como conteniendo aire,
y exhaló un suspiro. Su pecho y su estómago se agitaron,
explicó uno de los periodistas presentes. El alcaide permanecía
junto a la camilla, con los brazos cruzados. En esos instantes sólo
pensaba en las 168 víctimas mortales y en todas las demás
personas cuya vida fue destrozada por el atentado, indicó
Lappin. A las siete y trece penetró en sus venas la tercera droga,
que le detuvo elcorazón. Fue imposible percibir el momento
de la muerte; sus ojos seguían abiertos y quizá hubo algún
parpadeo, pero fue casi imperceptible. El proceso del fallecimiento,
relató un testigo, sólo se reflejó en la respiración,
en las pupilas, que fueron volviéndose acuosas,
sin brillo, y en la piel y los labios, que pasaron de la palidez a un
tono amarillento.
A las siete y catorce minutos, el alcaide lo declaró muerto. Fue
la primera vez que se pronunció la frase reglamentaria: Ha
sido cumplida la sentencia. Las cortinas se corrieron de nuevo y
el pabellón fue desalojado. El cadáver quedó bajo
vigilancia, a la espera de que se hicieran cargo de él sus abogados.
McVeigh será incinerado. El destino de sus cenizas permanece en
secreto.
Me pareció que moría con orgullo, como si la ejecución
fuera el acto final de su plan, opinó un testigo. Esperaba
encontrarme con un soldado, pero sólo vi a un hombre que iba a
morir, sereno, tal vez con un poco de miedo, señaló
otro. Más comentarios, más o menos extravagantes, de los
testigos de la prensa: El ambiente era muy neutro, parecido al de
la sala donde uno ve por primera vez, a través de un cristal, a
un hijo recién nacido; no diría que fue un momento
de paz, pero sí vacío, carente de emoción;
todo fue muy rápido y sin dolor; no hay diferencia
entre la inyección letal y la silla eléctrica, el reo no
sufre con ninguno de los dos sistemas.
Rob Nigh, el jefe de los abogados de McVeigh, se reunió poco después
con los periodistas congregados a las puertas de la penitenciaría
federal de Terre Haute. Existe en este país un movimiento
creciente para acabar otra vez, como en 1972, con la pena de muerte. Por
desgracia, ese momento, que espero que veamos pronto, no ha llegado a
tiempo para salvar la vida de Tim McVeigh, comenzó diciendo.
El abogado recordó que el FBI había fallado gravemente al
ocultar documentos al tribunal y al jurado, lo que demuestra que
somos falibles, somos humanos, y no podemos permitirnos acabar con la
vida de un semejante.
Nigh reveló que, en sus horas finales, incluso un libertario de
ultraderecha y con instintos racistas como McVeigh tomó consciencia
de que la pena de muerte se aplica con prejuicios raciales. De
las 20 personas que acompañaban a Tim en el corredor de la muerte,
18 pertenecen a minorías étnicas. Matamos, concluyó
el abogado, a gente que consideramos distinta e inferior.
Timothy McVeigh murió a los 33 años. Rechazó la compañía
de sacerdotes y toda asistencia espiritual. No perdió la convicción
de que en el futuro no se le consideraría un asesino, sino
un patriota que luchó contra la creciente tiranía del gobierno.
Para explicar su estado de ánimo dejó el poema de Henley:
Desde la negra noche que me cubre, doy gracias a los dioses, sean
cuales sean, por mi alma inconquistable. En la garra de las circunstancias
no he parpadeado ni he gritado (...) Mi cabeza está ensangrentada,
pero firme. Más allá de este lugar de ira y lágrimas
no se vislumbra más que el horror de la sombra (...) Soy el dueño
de mi destino, soy el capitán de mi alma.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.
La
tortura inyectable
La
inyección letal como sistema de ejecución está
lejos de ser el método limpio e incruento que puede parecer.
En cuatro de cada diez ocasiones se ha administrado de forma inadecuada,
según Edward Brunner, profesor de anestesiología de
la Universidad de Northwestern. Ha habido casos en los que la
persona ha tardado 45 minutos en morir, dice, de un modo
horriblemente doloroso, aunque pareciera tranquila en la camilla.
En estas inyecciones se emplean tres productos: primero, el thiopental
sódico, droga ultrarrápida que deja al cerebro inconsciente
en menos de un minuto, pero a partir del cual empieza a reducir su
efecto; la succinilcolina, que deja los músculos y sin capacidad
de movimiento; y el cloruro potásico, que se emplea para detener
el latido cardíaco. Si las drogas no se emplean adecuadamente,
la del sueño puede dejar de actuar, con lo que el paciente
recupera la consciencia, aunque sea incapaz de moverse o incluso de
respirar, señala Brunner. Estas drogas han sido
probadas para usos terapéuticos, no para matar gente. Lo que
se hace es experimentar con humanos como hacían los médicos
nazis en los campos de concentración. |
Dos
miradas sobre la pena
|
EN
CONTRA, UN LIDER SOCIALISTA
Es asesinar al asesino
PRSEPLX810.PRSebería
poder quitarle la vida a un hombre o mujer acusado de asesinato.
Si nos oponemos a la pena capital, entonces no nos podemos quedar
en silencio simplemente porque el caso de McVeigh es demasiado difícil
para defenderlo. Muchos de nosotros nos mantuvimos callados cuando
el FBI atacó a los davidianos en Waco, o cuando realizó
una matanza en Ruby Ridge. Las víctimas no eran de color,
no eran progresistas. No eran nuestra gente. Deberíamos
haber hablado entonces. Debemos hablar ahora.
Sé que nunca existió posibilidad alguna de que George
W. Bush otorgara clemencia, conmutando la sentencia de muerte por
una de cadena perpetua. Pero lo que Bush haga o deshaga es algo
muy distinto a lo que nosotros debemos hacer. Y decir.
Si la pena capital está mal, está mal en todos los
casos. Si el asesinato estaba mal cuando McVeigh lo cometió,
no se convierte en algo bueno cuando el que lo comete es el Estado.
Somos una de los sociedades más bárbaras del planeta
en nuestra política hacia el crimen y en nuestras medidas
de castigo. Somos una nación que construye prisiones más
rápido de lo que edifica viviendas baratas para nuestros
ciudadanos de bajos ingresos. Somos una de las pocas naciones desarrolladas
del planeta que mantiene la pena capital.
Es precisamente cuando sabemos que el crimen fue cometido
y el castigo merecido que se torna vital hablar contra esta
ejecución. Tanto más cuando confrontamos el espectáculo
público que lo rodeó.
* David McReynolds fue candidato presidencial del Partido Socialista
en 2000.
A
FAVOR, UN editor de derecha
Humano, como Hitler
PRSEPLX810.PRSda
a muerte. Si perdiéramos de vista el hecho de que son seres
humanos, la pena de muerte no tendría sentido. Cualquiera
sea nuestro criterio para apoyarla venganza, justicia, disuasión,
o alivio para las víctimas, si olvidamos que la persona
que se está matando es un ser humano, entonces el mismo acto
se convierte en un acto sin ningún peso moral.
Por ejemplo, cuando se habla de Hitler como una fuerza cósmica,
un desastre natural, una herramienta de Satán, se lo absuelve
de responsabilidad personal. Si perdemos de vista que todos los
villanos eran seres humanos, no podremos ver al mal. Ser humano
no contradice la necesidad de aplicar la justicia; la exige.
Ninguna persona decente libraría una guerra si pudiera ver
las caras de las víctimas inocentes y de sus familias. Y
pocas personas rehusarían fondos para investigación
médica si sintieran la agonía de los enfermos. En
suma, todos nos sentimos muy presionados ante la agonía emocional
de las decisiones duras, pero necesarias. Pero la emoción
no es un argumento. Timothy McVeigh era un ser humano. La mayoría
de la gente que lo conoció estaba asombrada de que pudiera
ser tan encantador y amable. Su familia, naturalmente, siente hoy
una profunda tristeza. Todo eso es bueno de saber. Pero no cambia
nada: era un ser humano que decidió cosas horrendas por su
propia voluntad. Ejecutamos a los seres humanos que asesinan a gente
precisamente porque tuvieron libre albedrío para decidirlo.
Quienes citaron la elocuencia de McVeigh o el dolor de su familia
para revocar su condena son, a mi juicio, los mismos que no entienden
realmente lo que significa pertenecer a la raza humana.
* Columnista
del la revista conservadora The National Review.
|
|