Jardinera
Por Antonio Dal Masetto
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Esta mañana temprano,
lejos de mi barrio, frente a la estación de Villa Urquiza, la veo
a mi vecina Cecilia cruzar la calle con paso rápido, entrar en
la confitería donde estoy tomando un café y luego meterse
en el baño de damas. La que entró es la Cecilia que conozco,
una mujer canosa, pelo corto, con el tapado azul que lleva siempre. La
que sale del baño unos minutos después luce un atuendo juvenil,
larga cabellera con bucles, ropa deportiva, zapatillas. Cuando pasa cerca
de mi mesa, le hablo.
¿Es usted, señora Cecilia? Disculpe la indiscreción,
¿usted no era docente?
Maestra jardinera me contesta mientras se arregla la peluca.
Y lo sigo siendo. Las maestras jardineras siempre tienen 23 años.
Esto es lo que quieren los niños, los padres y las autoridades
del Ministerio de Educación. Todas de 23 años. Hago lo posible
para mantenerme dentro de la exigencia.
La invito con un café. Mira el reloj. Se sienta.
En realidad, vecino, estoy viviendo tiempos de gran zozobra y confusión.
No me puedo jubilar porque no sumo los años de servicio requeridos
ni tampoco llegué a la edad necesaria para retirarme. Con la falta
de trabajo que hay no me animo a pedir traslado, porque tengo poco puntaje
y puede suceder que me quede pedaleando en el vacío. Necesito el
sueldo, así que no me queda más remedio que defenderme como
puedo y seguir disfrazándome de jovencita. Imagínese, yo,
que tengo nietos grandes.
Está perfecta le digo para alentarla.
Mi finado esposo era el único de la familia que conocía
mi secreto y me alentaba. Arriba, mi muchachita, vamos que usted
puede, me decía. Pero ahora estoy sola frente al mundo. Y
cada día es un problema nuevo. Mantenerse en los 23 es un presupuesto,
lo poco que gano se me va en afeites. Antes me teñía y usaba
mi cabello natural. Pero una vez que me quise hacer los claritos algo
falló, me arruiné el pelo y me tuve que comprar una peluca.
No quiero cargosearlo con mis dramas, pero las zapatillas me matan, tengo
pies planos y várices. Con los chicos de cuatro y cinco años
es un calvario, son ingobernables, tengo que andar corriendo todo el tiempo.
Los juegos en el patio, las rondas, saltar la cuerda, reconozco que hay
que tener realmente el estado físico de una de 23 para seguirles
la corriente. La osamenta no me da más. Por suerte la semana pasada
me pasaron a la sala de los ambulatorios, provisoriamente, espero que
me dejen ahí. Con los chiquitos que gatean me manejo mejor. Tampoco
es fácil, tengo que andar agachada todo el tiempo. La espalda se
queja; las rodillas se quejan; no hay nada que no se queje.
Le puedo recomendar una buena kinesióloga, un alma caritativa,
conoce de cerca estos problemas de disfrazarse las edades para poder sobrevivir,
capaz que ni le cobra.
¿Dónde está ese ángel? Sería
mi salvación. Calcule que voy a tener que seguir llevando esta
doble vida de mujer grande y de jovencita hasta que consiga jubilarme.
Le juro que a veces me siento muy rara. Vengo en el tren, con mi personalidad
normal, y por ahí aparece alguien que me cede el asiento. Cuando
estoy vestida de la otra, no sólo no hay gestos caballerosos al
viejo estilo, sino que es bastante común que me ligue algún
piropo. De pronto me doy cuenta de que tengo que hacer un esfuerzo para
saber quién soy, como si de verdad fuera dos personas al mismo
tiempo. Y para colmo, últimamente estoy obsesionada por una idea
fija: ¿y si me rayo y me quedo atrapada para siempre en el papel
de la otra y me convierto en un mamarracho? Y otra preocupación
más que no me deja dormir: ¿qué pasa si un día
me cruzo con mis nietos y estoy como ahora, vestida de la otra?, ¿qué
hago?, ¿disimulo, miro para otro lado, niego la sangre de mi sangre?
Dios no lo permita.
Vecino, estoy llegando tarde, tengo que ir a cambiar a los bebés.
Confío en su discreción.
Mis ojos no vieron; mis oídos no oyeron. Vaya tranquila,
señora o señorita Cecilia.
REP
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