Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira


AIR, DAFT PUNK Y MANU CHAO, LA MUSICA
FRANCESA QUE DOMINA MERCADOS GLOBALES
El sonido del futuro ahora viene de París

Durante casi medio siglo, Estados Unidos e Inglaterra fueron los países hegemónicos de la industria del rock. De sus ciudades salieron decenas de tendencias y movimientos. Hoy es cada vez más fuerte la influencia francesa sobre el resto del mundo.

Air, el dúo del arquitecto
Godin y el matemático Duncket.
Su disco “10.000 Hz Legend” cultiva
un sonido a la Pink Floyd.

Por Esteban Pintos

La música de Francia está de moda en los circuitos internacionales, en una realidad de mercado sin antecedentes en los últimos cincuenta años. El fenómeno comenzó en los ‘90, pero basta hoy sintonizar los canales de televisión especializados en música o escuchar radios FM, en cualquier lugar del mundo, para que quede claro el empuje de una larga serie de artistas del rock, el pop y la música electrónica francesa. Pasados el fervor retro–rocker del grunge (Nirvana, Pearl Jam, Alice in Chains, etc.), alumbrado en Estados Unidos, y también la euforia sixtie del britpop (Oasis, Blur, Pulp y más), surgida en la Gran Bretaña, el centro de gravedad del planeta musical –aquel lugar de donde viene lo que se tiene que escuchar en determinados tiempos y lugares, en un virtual consenso– parece hoy claramente orientado hacia Francia. Un país clave en la historia del arte, pero relegado y también automarginado (incluso despreciado) por su producción desde que el rock dio vuelta el mundo en los años ‘50. Hasta ahora, parecía que en el reparto de papeles a Francia le tocaba haber sido la cuna de Edith Piaf, de Charles Trenet, de Charles Aznavour, etc., figuras del vasto espectro de la música melódica universal. Francia servía para cantarle al amor y al desamor. Eso ha cambiado, radicalmente.
“Como una regla, lo mejor en cocina tiene lo peor en música pop. Francia es el hogar de la más fina comida en la Tierra.” Este texto, incluido en la reseña del primer disco de Daft Punk, publicada en el semanario inglés New Musical Express en 1997, graficaba el estado de las cosas para el mundo, que parecía no haberse dado cuenta hasta entonces de que algo había cambiado en Francia. Con profusión de elogios para el dúo parisino (“la cosa más caliente que salió de Francia desde el tren Eurostar”, graficaba) y una afirmación tajante en este sentido: “Este disco redefine radicalmente las credenciales del pop francés”, la crítica de la revista parecía una invitación a escuchar lo que Francia tenía para dar de ahí en más. La prestigiosa revista tenía razón.
Cuatro años después, Francia ya tiene una credencial VIP en el mercado musical global, y la sostiene desde su inmensa cantera electrónica actual, dotada de solistas, colectivos y disc jockeys, y también desde un gusto por el mestizaje cultural –propio de su realidad social, está claro– que rebota especialmente en América latina. En este contexto, las recientes y casi sincronizadas ediciones en la Argentina de los discos Discovery de Daft Punk, 10.000 Hz. Legend de Air y Próxima estación: Esperanza de Manu Chao, brindan la posibilidad de sumergirse en un fenómeno que impresiona. Daft Punk, Air y Manu Chao tal vez tengan poco que ver entre sí, por sonido, estética y postura artística. Sin embargo, forman parte de una misma oleada y se han impuesto fuera de su país, y en otros idiomas. En términos musicales, bien podría entenderse a Francia como la Brasil de Europa. Esto es: un país poderoso, con una producción musical poderosa, pero que siempre se mantuvo ajeno –hacia adentro y hacia afuera– del resto de su continente. Ahora, en inglés o en español, estos artistas han puesto su música dentro de la banda de sonido de la aldea global de comienzos del siglo XXI. En los tres casos, además, hay una sensación de búsqueda insatisfactoria de un pasado mejor. El sonido deliberadamente retro en la variante house de Daft Punk, easy listening de Air y reggae de Manu Chao, reconvertido en moderno por mérito propio de los artistas, habla también de la particular dinámica que campea en la producción francesa 2001.
Daft Punk es un dúo electrónico que inicialmente fue grupo de rock, siempre conformado por Guy–Manuel de Homem Christo y Thomas Bangalter. La revelación que les acercó a la música concebida por máquinas y producida en estudios, puede tomarse como el punto de inicio de esta nueva ola francesa. Para simplificar: Daft Punk se hizo grande por Homework, su primer álbum editado en 1997 y en cuyo interior anidaba una fórmula compuesta de música disco de los ‘80 (el nunca bien ponderado “europop”),con su inevitable carga kitsch y tratada según los cánones de la house music. Era el producido de dos ex niños fans del europop “a la Giorgio Moroder”, pero también de Kiss y Kraftwerk, manipulando beats en su laboratorio sonoro.
Curiosamente, en su país de origen poco sonaba de Homework. Esa tal vez sea la razón del suceso: amplificado desde la poderosa Inglaterra, todo resulta mucho más fácil. El disco vendió más de 2 millones de copias en todo el mundo, elevó a los punk tontos al rango de estrellas y puso a Francia en el mapa dance. Ahí nomás aparecieron, cada uno en lo suyo, nombres como Cassius, Les Rhymes Digitales, Kid Loco, Dimitri from Paris, Laurent Garnier, al frente de una más numerosa camada de nuevos creadores de música para bailar. En marzo de este año, tras largas temporadas de concepción –todo un rasgo de la house music, la música que se puede hacer en casa– apareció Discovery, el esperado sucesor de Homework. Discovery sigue sonando a house–disco y mantiene sus citas sonoras kitsch, sólo que ahora fueron por Supertramp, Wings o algún otro nombre casi vergonzante; lo trataron con sus instrumentos virtuales de última generación y le agregaron una brutal sobrecarga de vocoder que recuerda a la última versión musical de Cher. Así y todo, en su ámbito apropiado, suena irresistible. Hay cierto atractivo desprejuicio en esta ensalada sonora que ofrece DP, aun cuando roce la línea que separa al buen del mal gusto para citar, parodiar o lo que sea.
Air también es un dúo (el arquitecto Nicolas Godin y el matemático Jean-Benoit Duncket) y también huele a retro. Sólo que desde otro espacio físico: si la música de Daft Punk es ideal para explotar en una disco, la de Air se presenta inmejorable para ambientar una reunión en algún living confortable. En algún sentido, la música de Air ofrece citas más “cultas” y por qué no menos vergonzantes que las de sus famosos compatriotas. Levantan vuelo desde un gusto particular, raro, pero exquisito, para combinar instrumentaciones easy listening y aires de jazz espacial; y desde allí elaborar canciones flotantes. Pop lánguido, ciertamente tímido y refinado que resuena como la banda de sonido de un futuro nostálgico. Su debut discográfico de 1998, bautizado Moon Safari –un paseo por la luna, toda una pista sobre intenciones estéticas y sonoras–, presentó a Air en el mundo y también impactó fuerte en la Gran Bretaña, subidos ya a la cresta de la ola liderada por Daft Punk.
En el flamante 10.000 Hz. Legend –otro título autorreferencial sobre intenciones sónicas–, Air vuelve a la máquina del tiempo, sólo que ésta ha reajustado relojes hacia el rock psicodélico de los ‘70 (con Pink Floyd a la cabeza, nada menos) y desde ahí intenta evolucionar en paralelo al ya establecido post–rock de grupos como Tortoise e incluso, lejana pero fuertemente, con los nuevos caprichos vanguardistas de Radiohead. Con este panorama, la aparición del niño maravilla Beck Hansen aportando voz y armónica en la canción “The Vagabond” no debería sorprender, aunque se trate de una balada folk triste, solitaria y tal vez final. Beck canta como si estuviera poseído por el viejo trovador country que de vez en cuando asume las riendas de sus composiciones. Detrás, los franceses -otro dos jóvenes viejos– elaboran y plasman la ingeniería sonora que reviste una voz, una armónica y una guitarra acústica. Revelador y simbólico: música de jóvenes (todavía) que ya quieren ser viejos.
El caso de Manu Chao es bastante más conocido en la Argentina, tanto como es palpable la inocultable huella que desde la irrupción del huracán Mano Negra posee el rock latino de los noventa. Embarcado en un viaje que no parece tener fin hacia las profundidades de América (hacia sus venas abiertas), este francés hijo de españoles que despertó al rock desde una mirada The Clash –basta escuchar esa curiosidad recientemente editada, el disco de su primer grupo profesional Hot Pants– y que después ancló en Bob Marley para terminar en este actual estado todovale de revoltijo de referencias, citas, ritmos y grabaciones radiales que plasmó en el notable Clandestino (3 millones de copias vendidas en todo el mundo), y que ahoracontinúa con Próxima estación: Esperanza. Bien puede pensarse éste como una continuación de aquel, otra larga canción reggae con saltos de ritmo y cambios de humor y mensaje que transcurre en un indefinido territorio latinoamericano.
El territorio por el que vaga este moderno trovador –un hombre de ningún lugar, con ángel y carisma de líder– es un continente abierto a sus ojos de extranjero como el lugar donde todo es posible, y en cada kilómetro puede encontrarse la música y esa frescura que parecen perdidos en Europa. Manu Chao mantiene tozudamente su carácter callejero y una actitud prescindente del ampuloso movimiento de la industria discográfica, aun cuando mantiene una muy conveniente relación contractual con la multinacional Virgin y es considerado una estrella de prioridad para su compañía. Próxima estación... tiene intenciones artísticas más bien modestas y en esa modestia (despojo, aún desde la sobrecargada producción alrededor de las pequeñas canciones) se asienta su indudable atractivo. Si con la aparición de este disco puede llegar a proclamarse el nacimiento de un subgénero que bien puede ser bautizado como “canción manuchao” y las grabaciones con este patrón se repiten, habrá que concederle al artista un carácter histórico. Que no persigue, pero bien merecería.

 

OPINION
Por Carlos Polimeni

Y que bufen los eunucos

En Francia, como en España, durante muchos más años que en la Argentina el rock fue mimético, una más o menos simple imitación del modelo anglosajón de los ‘50 y tempranos ‘60. Figuras como Johnny Holliday en Francia o Mike Ríos (luego Miguel Ríos) en España, que comenzaron en los ‘60 y hasta los ‘80 tuvieron en sus respectivas escenas respetabilidad rockera, siendo clones de Elvis Presley, grafican de qué modo ambos países atrasaron en la evolución, si se tiene en cuenta, como referencia, el proceso del rock nacional argentino. Aquí, la presunción de que el rock era una música para ser cantada en inglés fue demolida desde mediados de los ‘60 por una camada de pioneros que limpiaron el camino para los creadores que llevarían al género rumbo a la cultura de masas. En Francia y en España, como en Japón y en Alemania, por ejemplo, los idiomas locales siguieron siendo considerados no aptos para la métrica del rock hasta ayer nomás. Los historiadores del rock español tienen claro que fue con la llegada de un argentino, Moris, en 1976, que en Madrid empezó a circular la impresión de que no era tan hortera componer e interpretar rock en castellano. En Francia, aún hoy ese karma es evidente, aunque resulta definitoria la realidad de que el inglés es una lengua colonizadora de las aldeas rockeras. Es decir, hay artistas franceses convencidos de que la única posibilidad de que los mercados mundiales escuchen música francesa es... que sea cantada en inglés.
El esfuerzo generacional en la Argentina de los ‘60 para lograr que el rock, el blues y el pop tuvieran una identidad diferente de la del consumo de productos anglosajones no incluyó, paradójicamente, la búsqueda de otros horizontes, de otras experiencias de regionalización de un patrón ajeno. En la Argentina se consumió rock nacional y rock anglosajón, y no se prestó demasiada atención al resto, desde el comienzo de los tiempos hasta ahora. Aun hoy hay quienes hacen de la ignorancia del resto del rock y el pop latinoamericanos un mérito, lo que significa que desconocen la inmensa escena mexicana o la variadísima gama de artistas de la cultura brasileña. Eso sí: cuando esos nombres o temas llegan recomendados desde Estados Unidos, al ser detectados por un diario, una revista o un premio, inmediatamente obtienen aval local. Hay, en todos los terrenos culturales, un consumo predigerido por oídos u ojos del Primer Mundo.
En 1992, cuando la embajada Cargo 92 ancló en el Puerto de Buenos Aires posibilitando la única actuación de Mano Negra en la Argentina, comenzó un proceso de acercamiento de una porción del público argentino al rock francés que terminó originando que Clandestino, el primer disco solista de Manu Chao, se convirtiera más de un lustro después en un éxito de ventas que ni su propia compañía esperaba, ni supo ver. Los festivales de Francolies, que trajeron a Zebda, Noir Deir, Sinclair, Aston Villa, FFF, y Francis Cabrel, entre otros, comenzaron a tender un puente que luego fue cerrado, no se sabe bien por qué. Eso privó al público de ver joyas como Les Negresses Vertes, que en su momento eran en Francia más importantes artísticamente que los Mano Negra, que arrasaron en influencia en Latinoamérica (escuchen, sino, los discos previos y posteriores de Todos Tus Muertos y Fabulosos Cadillacs).
Próxima estación: Esperanza, el nuevo disco de Manu Chao, viene a continuar el nuevo puente construido por Clandestino, y tiene su mismo nivel. Los que han afirmado que son obras parecidas entre sí no se equivocan, aunque lo mismo podrían decir de las películas de Fellini, de los cuadros de Goya durante el período negro o de los cuentos de Borges. Los que adoraron Clandestino encontrarán su disco del 2001 en Próxima estación: Esperanza. Y que bufen los eunucos (*) en el idioma que prefieran. (*) Frase de Roberto Arlt, hablando de la crítica literaria argentina, utilizada por Jaime Roos, para hablar de la crítica musical uruguaya.

 

PRINCIPAL