Por Diego Fischerman
Todo es conjetura. La partitura,
cuando existe, registra apenas una melodía. A veces, ni siquiera
está escrito el ritmo. Durante mucho tiempo, las historias de la
música aseguraron que así era la música en la antigüedad.
Siempre había una única melodía y, en el caso de
que hubiera muchos cantantes o instrumentistas (las pinturas y frisos
probaban que así había sido) todos debían cantar
y tocar lo mismo. La primera revolución la encabezaron un laudista
llamado Thomas Binkley y David Munrow, un flautista y musicólogo
autodidacta que terminó suicidándose a los 35 años
después de haber introducido en sus versiones de música
medieval y renacentista instrumentos y prácticas improvisatorias
provenientes de la música popular.
Las hipótesis que empezaron a primar a partir de los años
70 tenían que ver con rastrear el sonido de esos lejanos
orígenes de la música escrita en sus posibles supervivencias
en los folklores europeos y del norte africano. No era en las partituras
más elaboradas ni en la historia posterior de la música
escrita donde podían encontrarse los vestigios más reveladores
sino en los coros femeninos del sur de Italia, en las nubas arábigas,
en las procesiones y fiestas populares y, por supuesto, en las ilustraciones
medievales y en las descripciones incluidas en textos de esa época.
Un CD reciente, publicado por el sello francés Opus 111, en que
el grupo especializado en música medieval Micrologus y el Quartetto
Vocale Giovanna Marini grabaron juntos una selección de canciones
sacras y populares de la Italia del siglo XIII, llamado Cantico della
Terra, es una bellísima manera de llevar esa hipótesis hasta
sus últimas consecuencias. Allí, la tradición de
la musicología académica y la de las prácticas populares
se juntan para producir uno de los discos más interesantes de los
últimos tiempos entre los que se hayan dedicado a esta clase de
repertorio.
El punto de partida fue trabajar con las zonas más fronterizas
de cada tradición. De la música escrita se eligió
aquella en que las partituras eran menos precisas y cuyos usos estaban
más ligados a las liturgias populares. Algo así como lo
menos canónico del canon del repertorio medieval. De la cultura
popular, al contrario, se eligieron aquellas canciones más canonizadas,
las que por sus usos relacionados con fiestas litúrgicas tuvieran
más chances de haber sufrido pocas transformaciones: cantos devocionales,
de procesiones y relativos a la Semana Santa. Las lauda (melodías
sencillas y fáciles de entonar, por lo menos en sus estribillos)
que componen este disco son así el punto de encuentro entre dos
maneras de acercarse al pasado. Micrologus y el coro Giovanna Marini representan
dos caminos posibles de reconstruir los sonidos de hace 800 años.
El primero de estos grupos, fundado en 1984, es uno de los más
importantes de la actualidad entre los especializados en la interpretación
de música medieval. Conformado por cantantes que además
tocan instrumentos como la lira, el órgano portativo, la ciaramella,
la cornamusa, la bombarda, arpa y laúdes, sus discos dedicados
a Francesco Landini y el quattrocento florentino o a baladas y madrigales
venecianos, ganaron innumerables premios. El otro conjunto fue creado
en 1976 por su directora, Giovanna Marini, que hasta ese momento había
tenido una carrera como guitarrista y que, a partir de sus contactos con
el etnomusicólogo Diego Carpitello y con el grupo Nuovo Canzoniere
Italiano, decidió cambiar de orientación y dedicarse a la
investigación e interpretación del repertorio italiano de
tradición oral. Y entre esos dos caminos, Cantico della Terra se
sitúa en el exacto punto de convergencia.
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