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Extrañezas
Por Juan Gelman

Jules Supervielle (1894-1960) tenía “un corazón astrólogo”. Este montevideano que escribió en francés –como sus conciudadanos Lautréamont y Jules Laforgue– buscó su espejo íntimo en el cosmos. Rainer María Rilke lo consideraba un San Cristóbal capaz de instalar puentes entre la cotidianidad y la vida del espacio, como un extraterrestre que mirara con asombro lo que sucede aquí abajo, tornándolo irreal. Dice el uruguayo en el poema “47 Boulevard Lannes”: “Boulevard Lannes qué haces en medio del cielo/con tus edificios de piedra que olisquean los años”. O en “Gravitaciones”: “Basta una vela/para iluminar el mundo/a su alrededor/la vida hace su ronda secreta,/corazón lento que te acostumbras/y no sabes a qué”. Ese corazón es el motor de la sensibilidad de Supervielle y encuentra su identidad en la pérdida de identidad: “No sabe mi nombre/este corazón del que soy huésped,/no sabe nada de mí/cuántas regiones salvajes”.
Rilke señaló aprobadoramente semejante voluntad de anonimato y “la suave y preciosa libertad” de poemas de Supervielle escritos “como si nadie los hubiera escrito”. El no ser uno tiene en el autor de “La fábula del mundo” una connotación diferente a la del “yo soy otro” de Rimbaud o a la del “yo soy el otro” de Nerval: es nada religiosa y surge de la conciencia del “lejano interior” del cuerpo. Percibe que “la temperatura profunda del hombre” y la de “nuestros órganos/abandonados en sus caballerizas sangrientas” son fuente de diurna oscuridad. La otredad del cuerpo, su distancia y aun su disidencia originan para él una suerte de autoexilio que experimenta con las vísceras: “Cuando el flujo de la noche se desliza por mis labios.../como un viajero que llega de lejos/descubro mi paisaje humano como un intruso”. Esa sensación de extrañamiento de sí mismo se expande hasta borrar la identidad.
Supervielle, de muy niño, perdió a sus padres en un accidente y ese vacío marcó toda su obra. Sin embargo, en un poema dedicado a la madre que no pudo conocer, descubre en el cuerpo el misterio de la continuidad. En “Oloron Sainte-Marie”, escrito con motivo de la muerte de Rilke, recuerda una peregrinación a las tumbas de sus progenitores en compañía de Henri Michaux –ese otro gran explorador del paisaje corporal– y sugiere que la muerte del ser querido endurece la existencia de las vértebras, los músculos y los nervios, ésos “que hacen pensar a la carne/y razonar bajo la piel”. Esa vivencia conduce a apreciar la densidad de las cosas pequeñas, lo más cercano a la divinidad que Supervielle podía admitir: “Oh Dios muy atenuado/de las hojas/Dios pequeño y separado/se pisotea o se lo toma/con las hierbas de los prados”.
La desaparición de los padres fue tal vez acuñadora de una obsesión lacerante en Supervielle: la relación memoria/olvido. En “Brumas del pasado” –curioso título para el huérfano de 16 años que lo escribió– habla del “horrible olvido que me sumió en el vacío”. Cincuenta años después, en “Olvidadiza memoria” piensa el tema con más complejidad. Acepta la tentación –dice– de conservar el recuerdo y acostarlo en “el blanco lecho de la memoria/con las cortinas cerradas”, pero advierte que “ese recuerdo que se tensa contra el olvido” puede alejarnos de nosotros mismos. O cuestiona la permanencia del recuerdo –“nuestro amor será compartido por las sombras”– y su fiabilidad: “Recuerdo –cuando hablo así/ah se sabrá alguna vez quién es el que recuerda/en esta encrucijada caliente que murmura”. Pero aconseja en “Homenaje a la vida” tener valor para confiar el mundo a la memoria personal “como un claro jinete en su cabalgadura negra”.
“Con tanto olvido cómo hacer una rosa”, se pregunta Supervielle en “Olvidadiza memoria”, aunque más que la pérdida causada por esa “hermosa goma de matar” que es el olvido, destaca su posibilidad de transformaciónen su vaivén con la memoria, vaivén que alimenta el hacer y el deshacer del yo y del mundo: “Y que en la sombra finalmente nuestra memoria juegue/devolviéndonos el mundo de colores activos/la encina se convierte en árbol y las sombras, llanura/y aparece este lago ante nuestros ojos agrandados”. Maurice Blanchot supo señalar que esta poesía no tantea los vínculos con lo que alguna vez supimos, sino con lo que oscuramente somos. “Oh Señora de la profundidad/¿qué hace usted en la superficie?/oh Señora de mis aguas profundas/¿estaré tan cerca de las sombras/o viene usted para ayudarme a vivir/con todo su frágil equilibrio?”. Como Beckett, Supervielle revisó a fondo la extrañeza de ser quienes somos, y su dónde, cuándo, cómo, qué.



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