Por Luciano Monteagudo
¿Existe el buen
gusto? ¿Cómo es, cuál es el gusto de los otros?
O mejor aún, ¿quiénes son los otros?
Sobre esas preguntas básicas está construida esta ingeniosa
opera prima de la autora francesa Agnès Jaoaoui, que se propone
con humor, con cierta acritud, pero también con comprensión
y afecto hacia sus personajes ir demoliendo las barreras culturales
y sociales, los prejuicios, el sectarismo cada vez más acendrado
entre las diferentes tribus de la pequeña burguesía urbana.
Actriz, dramaturga, guionista, Jaoaoui y su marido JeanPierre Bacri
(también actor y libretista) se formaron en las trincheras del
teatro clásico, pero comenzaron a llamar la atención del
gran público francés a partir de su vinculación con
el cine, primero en Un aire de familia, comedia de costumbres de Cédric
Kahn, y luego en la magnífica Conozco la canción, el musical
que en manos de Alain Resnais redescubrió todas las posibilidades
del género. En ambos films, fue evidente que los Bacri
-como se los conocía hasta entonces sabían dejar su
huella delante y detrás de la cámara. Ahora, con El gusto
de los otros, la pareja viene a demostrar que, en manos de Jaoaoui, pueden
manejar muy bien sus propios materiales, sin tener la necesidad de someterse
al universo de otro director.
Planteada como una comedia coral, con múltiples ejes simultáneos
en una media docena de personajes, El gusto... se inicia cuando el empresario
Castella (Bacri), a punto de firmar un importante contrato, debe contratar
los servicios de un guardaespaldas (Gérard Lanvin) y de una profesora
de inglés (Anne Alvaro). Alrededor de Monsieur Castella, molesto
con la situación, no para de zumbar su esposa (Brigitte Catullon),
siempre con un perrito faldero a cuestas y custodiada por el discreto
chofer de la compañía (Alain Chabat). Pero la vida suele
ser más compleja que sus apariencias. Castella descubrirá
que su profesora de inglés es, en verdad, una excelente actriz
de teatro, capaz de conmoverlo una noche con una obra de la que desconoce
todo, desde su tema hasta su autor (a pesar de que se trata de un clásico
de la escena francesa, Bérenice, de Racine). Con sus diálogos
y confidencias, el chofer y el guardaespaldas también van revelando
facetas desconocidas la fragilidad ante el amor, la sensibilidad
hacia la música y hasta el mismo Castella, obtuso y mediocre
en la superficie, se irá viendo distinto a los ojos de la actriz,
que al comienzo lo ignora y desprecia.
En lo estrictamente cinematográfico, se diría que el programa
de El gusto de los otros consiste en ir socavando los estereotipos, con
una técnica muy precisa, que consiste primero en instalarlos para
luego ir haciéndolos tambalear, siempre lo justo, como una forma
de encontrar la gama de matices que puede llegar tener un personaje a
partir de un color básico dominante. En esencia, éste es
un trabajo de cuidada construcción dramática, de diálogos,
de situaciones, de actores un elenco estupendo, entre los que se
luce la propia Jaoaoui, como una camarera que le deja a la cámara
un rol meramente funcional. Al dúo JaoaouiBacri hay que agradecerle
su ligereza de tono (que nunca es frivolidad), su destreza para evitar
la caricatura y su firme resistencia a caer en el paternalismo y la condescendencia,
que afectaban por cierto a la ya lejana Un aire de familia. En cambio,
se le puede reprochar, quizás, una tendencia algo forzada a la
reconciliación de opuestos, a formar consenso, al happy end. Pero
al fin y al cabo se trata de una comedia. Y todo, por qué no, es
cuestión de gustos.
PUNTOS
EL
JARDIN DE LA ALEGRIA, DEL BRITANICO NIGEL COLE
La cosecha que se va con el humo
Por
Horacio Bernades
A ciertos pueblitos no llegan la ambición, el egoísmo
y otras perlas de la civilización. Nadie es demasiado rico ni demasiado
pobre. En la iglesia, la tienda de ramos generales y el pub se practica,
sin mayor malicia, el viejo deporte del chusmeo. Están bien vistas
las pequeñas excentricidades, cierta simpática desidia,
el whisky y la cerveza negra, y los vecinos se muestran propensos a la
solidaridad. De pronto, algo o alguien llegado de la civilización
viene a conmocionar la holganza, y el pueblo ya no seráx el mismo.
Toda una línea de comedias, inglesas hasta la médula, hicieron
de estos pueblos un atractivo turísticocinematográfico
nacional desde los años 50. A esa tradición, sencilla
pero auténtica, se suma ahora Saving Grace, que aquí se
conoce como El jardín de la alegría. Por un estúpido
accidente, Grace (Brenda Blethyn, de Secretos y mentiras) acaba de enviudar.
Y ya sabe de antes que el finado siempre tuvo amante. Ahora descubrirá
que lo único que le dejó son deudas astronómicas,
y acreedores ansiosos. De allí en más, la de Grace es la
clásica fábula del despertar tardío. Pero con una
diferencia.
A Grace se le da muy bien la jardinería. A la hora de hacer crecer
una planta, no hay como ella. Un día, un amigo fumón le
pide ayuda con una planta rebelde, y Grace se la da. Cuando saque cuentas,
comprenderá que con ninguna otra cosa puede hacer tan buena diferencia,
y tan rápido, como cultivando ese arbustillo tropical. Nombre botánico:
cannabis sativa. Vulgarmente, marihuana, yerba, porro. Llena de entusiasmo
al descubrir las propiedades del arbusto (las económicas; las otras
las estrenará más tarde, en un ataque de risa), Grace quita
hortensias y petunias para hacer lugar al nuevo cultivo. Obtendrá
una producción que haría babear de gusto a más de
uno.
Encantadora, contagiosa, irresistible en su primera parte, El jardín...
le saca jugo a las virtudes del subgénero. Empezando por los personajes:
hay un cura que se asusta viendo Drácula, un tabernero entendido
en Kafka, un pescador apocalíptico, un policía preocupado
por los cuatreros de salmón y un médico que cuando no toma,
fuma. Y Grace, capaz de hacerse pasar por china para burlar acreedores.
Siguiendo por los hallazgos cómicos, a veces tan breves como esa
escena en la que todo el pueblo se reúne para presenciar, como
si se tratara de un eclipse, la última horneada de Grace. Para
que esta clase de films funcione, hay que ponerse a la par de los personajes,
contar la historia desde ellos, no pretender ser más ingenioso.
El debutante Nigel Cole lo comprende, pero durante media película.
Cuando Grace llega a Londres para colocar su mercancía, él
y sus guionistas no saben cómo seguir. Optan por lo peor: mafiosos
de subproducto de acción, algún momento meloso, chistes
fáciles, humor vulgar, remates demagógicos. El jardín...
deja de ser un encantador film para convertirse en comedia de fórmula,
y todo su encanto se hace humo. Como la mala yerba.
PUNTOS
Otra
lección de política a la manera de Hollywood
Por
Luciano Monteagudo
Pocos minutos antes
de las 8 de la somnolienta mañana del domingo 7 de diciembre de
1941, la aviación japonesa lanzó un ataque sorpresa, sin
declaración previa de guerra, sobre la flota del Pacífico
de los Estados Unidos con base en Pearl Harbor, Hawai. En una hora y media,
la ofensiva japonesa causó 2400 bajas, un número equivalente
de heridos, ocho acorazados hundidos y dos centenares de aviones de combate
destruidos, la mayoría en tierra. A esta superproducción
de 140 millones de dólares le lleva exactamente el doble 179
minutos tomar aquel episodio histórico (que determinó
el ingreso de Estados Unidos a la Segunda Guerra Mundial) y hacer de ese
revés militar no sólo una victoria patriótica sino
también la excusa para un culebrón romántico indigno
de la peor telenovela de la tarde.
En Pearl Harbor, el productor Jerry Bruckheimer y el director Michael
Bay que venían de hacer el tanque espacial Armageddon
se embarcaron en la construcción de nueva maquinaria pesada para
Hollywood, un enorme aparato concebido en función de su impacto
publicitario y del uso de fórmulas ya probadas. Si del Titanic
de James Cameron Pearl Harbor toma no sólo su gigantismo sino la
posibilidad de aprovechar un hecho histórico como marco de una
ficción romántica, de Rescatando al soldado Ryan el producto
de Bruckheimer parece explotar la veta patrióticomilitar
que supo descubrir en el público estadounidense el film de Steven
Spielberg.
Como para que nadie lo acuse de buscar el éxito a partir de ideas
ajenas, Bruckheimer también recurre a sus propias fuentes y hace
de buena parte de Pearl Harbor una suerte de solapada remake de Top Gun,
que él mismo produjo hace ya tres lustros. Aquí, como allí,
también hay dos jóvenes y apuestos pilotos de elite, que
compiten por la gloria en el aire y en la tierra. Rafe (Ben Affleck) es
el típico galán heroico, tan emprendedor con los aviones
como con las mujeres; Danny (Joseh Hartnett), en cambio, parece más
tímido y reservado, pero es igualmente decidido y valiente. Quiere
el destino que aquí lleva el nombre del guionista Randall
Wallace que ambos se enamoren apasionadamente de la misma mujer
(Kate Beckinsale), quizás como una forma de sublimar la homosexualidad
latente entre los dos pilotos, como ya sucedía en Top Gun, según
la célebre interpretación de Quentin Tarantino que convirtió
a aquella película en un clásico del cine gay.
Si los diálogos amorosos entre los distintos integrantes del trío
son capaces de provocar un humor involuntario, si los muchos personajes
secundarios con sus camisas hawaianas y sus actitudes estereotipadas
parecen escapados de alguna comedia a la manera de ¿Y dónde
está el piloto?, los momentos bélicos de Pearl Harbor, a
su vez, apelan a las nociones más elementales de patriotismo. Es
verdad que el bombardeo de la base tiene su cuota de espectacularidad,
pero es una espectacularidad muy relativa, hecha básicamente de
efectos especiales generados por computadora, como un videogame.
Una lectura política de Pearl Harbor no puede dejar de llamar la
atención sobre el hecho de que Hollywood haga de aquella que fue
unacatástrofe militar el origen de la futura potencia. Me
temo que sólo hemos despertado a un gigante dormido, sentencia
el almirante japonés, arrepentido de haber lanzado el ataque. La
represalia estadounidense no se hace esperar: Rafe y Danny integrarán
el escuadrón suicida del coronel Doolittle (que existió
realmente) y bombardearán los blancos industriales de Tokio, esta
vez mostrados sólo desde el aire, como las distantes tomas de la
CNN de la guerra del Golfo. Nada se dice, por supuesto, de Hiroshima y
Nagasaki. Pero sabiendo de la influencia de la cultura popular norteamericana
sobre el campo de la política, no resulta difícil pensar
en Pearl Harbor que remite a la única oportunidad en que
el territorio estadounidense fue vulnerado desde el aire como la
mejor herramienta con que cuenta la administración Bush Jr. a favor
de su resistido escudo espacial antimisiles. En este sentido, Pearl Harbor
es a la campaña armamentista lo que Traffic fue al tema de la droga:
proselitismo made in Hollywood.
PUNTOS
A
FLOR DE PIEL, OPERA PRIMA DE CARINE ADLER
Un detallado descenso al infierno
Por
Martín Pérez
Una madre y dos
hijas. La mayor en crisis por la llegada de su primer hijo, la menor a
punto de salir a la vida. Es entonces cuando el cáncer se lleva
a su progenitora, y la vida de las hermanas cambiará de signo:
la mayor llorará la pérdida y se comportará como
lo que es. Y la menor no derramará ni una lágrima, pero
romperá todos los lazos con su vida anterior su trabajo,
su novio, su hermana hasta realmente tocar fondo, y quedar como
su título en castellano lo indica a flor de piel. Esa es
la historia que cuenta la descarnada opera prima de Carine Adler premio
de la crítica en el Festival de Toronto y premio al mejor film
inglés en Edimburgo que por el azar de la distribución
independiente llega a la cartelera local con cuatro años de atraso.
Sumergiéndose en las grietas del silencioso derrumbe psicológico
de su protagonista, A flor de piel se apoya principalmente en el sobresaliente
trabajo de la también debutante en cine Samantha Morton por
entonces con apenas 20 años, que recién volvería
a la pantalla grande para protagonizar junto a Sean Penn el film Dulce
y melancólico, de Woody Allen.
Con una atemorizante Liverpool como escenografía para el drama
de su protagonista, el film de Adler cuenta con la colaboración
de la fotografía de Barry Ackroyd, un habitual colaborador de Ken
Loach. Tanto ese detalle como el hecho de que en su reparto figuren como
hermana y madre de la protagonista, respectivamente tanto Claire
Rushbrook (una de las protagonistas de Secretos y mentiras, de Mike Leigh)
como Rita Tushingham (legendaria actriz del cine británico de Tony
Richardson, entre otros), inscriben al film dentro de toda una tradición
de cine urbano, urgente y contestatario.
Arriesgándose a caer tanto en la autoindulgencia como en la narración
moral, A flor de piel recorre minuciosamente los abismos autoflagelantes
de la promiscuidad sexual de Iris, en una caída que sólo
terminará cuando pueda hacer las paces con la realidad. Un recorrido
que sólo cobra entidad cinematográfica gracias a la enorme
presencia de Morton, en cada minuto de metraje del valiente y sufrido
film de la debutante Adler.
PUNTOS
Apuntes
de una revolución
que se canta y se baila a lo cubano
�Empezó la fiesta� desnuda con
rigor documental a los Van Van, la orquesta más famosa de Cuba.
Shows, entrevistas, incidentes en Miami forman un cóctel tentador
para los amantes de la sabrosura.
Juan
Formell con Silvio Rodríguez, estilos opuestos que se complementan.
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|
Por Fernando DAddario
¿Qué
tal?, Comment allez vous?, Buona sera, How do you do? saludan los
Van Van desde un escenario típicamente habanero, en un ejercicio
de dispersión lingüística que los define subliminalmente:
aun siendo casi una proyección musical del cubanismo puro, la orquesta
más famosa de ese país es producto y consecuencia de absorciones
culturales diversas, desde la rítmica afro a riqueza melódica
española, pasando por el desparpajo pop de Los Beatles y la renovación
estética del rap. Acaso esa misma diversidad sea garante del resultado
final: un bloque sólido de songo y timba, dirigido como un cross
a la mandíbula.
Así, como un cóctel molotov de música cubana, se
manifiesta ¡Van Van empezó la fiesta!. El film dirigido por
Liliana Mazzure y Aarón Vega y producido por Jorge Devoto indaga
en los secretos de esa sabrosura infatigable, que define a la orquesta
liderada por Juan Formell y, por añadidura, funciona como una disección
del alma cubana, sin arrogarse tamaña pretensión. A diferencia
de Buena Vista Social Club (el premiado y controvertido film de Win Wenders),
aquí no hay viejitos piolas, ni se intuye un clima de revival prerrevolucionario
(o pos revolucionario) ni hay salvadores de la cultura cubana importados
del primer mundo. Se ve lo que hay, allá y ahora: una Cuba contradictoria,
en transición, y por lo tanto, ambigua y seductora. Los Van Van,
en su tradicionalismo no reaccionario, son algo así como un puente
entre las viejas costumbres y un futuro que acelera su penetración.
Son, también, un reaseguro de que ese futuro deberá construirse
sobre bases culturales indestructibles.
Mazzure maneja la cámara con cierto pudor, como si quisiera eludir
el golpe bajo de la postal turística. Recorre veladamente la belleza
del Malecón, los misterios de la Habana Vieja, la geografía
de los ritos ancestrales, capturándolos en función de los
personajes que cobija. El canillita que vende en la calle ejemplares del
periódico oficial El rebelde dice: Los Van Van me hacen feliz.
Chicas de colegio primario repiten con picardía las ingenuas alusiones
sexuales del tema El negro está cocinando, y al lado,
la maestra, una mulata gorda y celosa de su deber, protesta: Estas
no son las canciones que nosotros les enseñamos.
La tensión política, que se manifiesta durante casi todo
el film de manera solapada, elíptica, se materializa cuando la
realidad lo impone. Una adolescente confiesa que los Van Van nos
representan a nosotros... son nosotros. Inmediatamente, la cámara
se traslada al aeropuerto de Miami, donde las pancartas levantadas por
exiliados cubanos anticastristas politizan lo aparentemente aséptico.
Dicen: Van Van go home, o Cuba sí, Castro no.
Pretenden boicotear su primera incursión en territorio estadounidense.
En medio de la crisis, los Van Van (que nunca fueron la banda
oficial de la revolución, y hasta llegaron a sufrir censuras) ironizan
sobre el voltaje de conflictividad canturreando canciones de Celia Cruz,
y finalmente tocan en el Miami Arena, y aunque afuera hay protestas, adentro
es una fiesta. Mayito, el más simpático de los Van Van,
actitud de rapper neoyorquino, dice, sin embargo: Fue desagradable
ver que había gente amenazada, que no se los quería dejar
bailar. Nos cuestionan la libertad y ellos son menos libres que nosotros...
¡Empezó la fiesta! también puede acreditarse el milagro
de mostrar a un Silvio Rodríguez jocoso y hasta bailarín,
en una presentación conjunta con la orquesta. Así de contagiosos
son los Van Van. Si la gente no baila,estamos perdidos, pontifica
Formell, un sonero genuino con aspecto de profesor de filosofía.
Y la película, más allá de la filmación de
shows y reportajes a protagonistas y testigos, sabe reflejar lo esencial:
la alegría musical de un pueblo, que se transmite de generación
en generación más allá de los avatares políticos.
PUNTOS
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