Por Hilda Cabrera
Con humor, la Banda Teatral
Los Macocos se mete con problemas como la falta de empleo y la banalización
del trabajo por quienes facturan millones jodiendo, las mentiras
de políticos, funcionarios y medios, el despiste de los argentinos
frente al arrebato de los poderosos y la violencia de afuera y adentro.
Estos artistas, con 16 años de historia grupal, le ponen letra
y cuerpo a eso en Los Albornoz. Delicias de una familia argentina, que
estrenan hoy (tras varias funciones para invitados) en el Teatro de la
Ribera (Pedro de Mendoza 1821, en la Boca, a las 20, con entradas a $2,50
los jueves), ámbito que aún hoy conserva la impronta del
pintor y militante del trabajo Quinquela Martín.
No queremos pensar en un complot, pero en la Argentina nadie te
facilita las cosas, y menos el Gobierno y los medios, dice Javier
Rama, director del grupo conformado por Daniel Casablanca, Martín
Salazar, Gabriel Wolf y Marcelo Xicarts. Al contrario, se anestesia
a la gente. O se relativiza tanto que no se sabe qué
está bien o mal. No queremos ser maniqueístas, pero hay
que decir las cosas como son, dice Xicarts a Página/12. En
nuestro teatro no hay vueltas, porque el humor es concreto: hacemos un
chiste y la gente se ríe o no. Nos arriesgamos a una. No relativizamos,
sostiene Casablanca, quien cree que ese meterse en el humor como si se
aprestaran a una corrida de toros conquistó al catalán Borja
Sitja, programador del Festival Grec de Barcelona, que los invitó
a presentar La fabulosa historia de los inolvidables Marrapodi, de 1998.
Además de Marrapodi y Los Albornoz (que nació de Macocrisis,
de 1996), Los Macocos cuentan con una versión de Turandot ya estrenada
en La Plata, y Continente viril, a la que le faltan algunos toques. En
esta, el humor apunta a unos militares que viven en la Antártida,
cuatro militares de hoy, de cómo están después
de la dictadura y la Guerra de Malvinas.
Los Albornoz quiere ser el retrato de un sector de clase media.
¿Qué entienden por clase media?
D. C.: Partimos de una fantasía sobre las comedias estadounidenses
al estilo de El show de Lucy y argentinas de los 60
y 70, como La familia Falcón. En esa época parecía
que todo el mercado apuntaba a una clase, que aspiraba y podía
tener casa, coche y televisor.
M. S.: Es esa clase que basa su fuerza en la unidad de la familia y el
impulso a consumir en lugar de dedicarse a la producción o la dirigencia.
G. W.: La familia es la célula básica de esa clase que ambicionaba
la casa y el coche, bienes culturales y el acceso a la universidad.
M. X.: Pero ese aspecto cultural fue perdiendo importancia, porque el
mensaje que empezamos a recibir fue el de la piolada, el de que trabajando
no se llegaba. Y el súmmum se dio durante el gobierno de Menem.
Ahora vemos tipos sin ninguna formación, y conductores de TV, por
ejemplo, que se lo pasan jodiendo y facturan millones. En lugar de la
cultura del trabajo se instalaron los chantas y chorros. Perdimos, porque
esto no fue siempre así. En el Museo y el Teatro de la Ribera se
puede ver el legado de un cultor del trabajo. Allí, Quinquela Martín
destaca en una carta la importancia de que se realicen exposiciones de
pinturas bien realistas para que los chicos asocien tempranamente el trabajo
con el arte. Esa relación entre la vida, el arte, el trabajo y
la productividad se perdió.
Esa era, en parte, la idea del artista-inmigrante, y del inmigrante
respecto del trabajo. Existía la esperanza de progresar con trabajo.
D. C.: Pero ese modelo se perdió también a nivel moral.
Y es lo que mostramos en Los Albornoz, donde la imposibilidad de acceder
a lo que ofrece el mercado fuerza a esta familia a hacer cualquier cosa.
Podría ser otro estrato: hay gente a la que siempre le va
bien.
M. X.: Algunos lo pasan bien con cualquier gobierno. Fuera de ésos,
hay una clase media amplia y muy desubicada, perdida en una sociedad con
nuevos inmigrantes: bolivianos, peruanos, paraguayos, coreanos, gente
muy trabajadora, y croatas, rumanos y rusos. Esa clase media amplia es
la que siente que no hace pie.
D. C.: El espectáculo quiere ir más allá de lo que
le pasa a los Albornoz. Frente a los problemas, el discurso de los gobiernos
es siempre que esto es coyuntural. Esperando que pase no nos
atrevemos a decir basta.
¿Quieren decir que es preferible hacerse los ciegos?
D. C.: No, porque no somos ciegos, pero no reaccionamos. ¿Acaso
no es sospechoso que la TV destaque los alertas meteorológicos
el día de las movilizaciones? Nos están diciendo va
a llover, no salga.
M. S.: A mí me cuesta hablar de cómo puede reaccionar una
clase o sociedad. Sé qué me pasa a mí y a otra gente,
y puedo hablar de eso. Hicimos Marrapodi en la costa y no nos pagaron.
¿Para qué nos contrataron? Hicimos Turandot para la Comedia
de la Provincia, con la firma de Ruckauf detrás nuestro, y tampoco
nos pagaron. Somos exitosos, pero no nos pagan ni los viáticos.
¿Intentan hallar alguna solución en el espectáculo?
M. S.: No. Lo nuestro es un grito por la vida. Estoy dirigiendo un espectáculo
para Teatro X la identidad (Viva la mentira, de Alejandro Urdapilleta,
sobre idea de María Sol Canesa y Salazar) y me encuentro siempre
con un viejito al que le gusta vernos. Me dice que lo importante es estar
vivo y aguantar, y no dejar que los hijos de puta se queden con lo que
no les pertenece.
J. R.: Los Albornoz es una descripción cruda, donde los que se
salvan son los que más esperanzada (entre comillas), loca o milagrosamente
se aferran a la vida. En cambio, los que carecen de actitud crítica
o autocrítica y transan, intentanuna solución temporaria,
se condenan.
D. C.: Mostramos brutalmente, pero con humor y poesía, algo que
le toca directamente al público, que participa de un programa de
TV que armamos en la obra. La reacción de la gente lo hace contestatario.
J. R.: Es un planteo ético mostrado estéticamente. Como
se dice en un cómic español: en este mundo podrido y sin
ética, a los hombres sensibles nos queda la estética.
G. W.: Que es nuestro campo: no sabemos hacer barricadas ni agarrar un
fusil.
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