Por Horacio Bernades
Es curioso el modo en que la
obra del realizador griego Theo Angelopoulos (Atenas, 1936) se va conociendo
en Argentina. Dueño de una filmografía que se remonta a
comienzos de los 70, considerado desde hace décadas un maestro
del cine contemporáneo, Angelopoulos era una perfecto desconocido
aquí hasta hace el estreno de La mirada de Ulises. Luego llegó
a los cines La eternidad y un día, Palma de Oro en Cannes 98. Pero
también el video hizo lo suyo para difundir su obra y no sólo
a través de la edición de ambas películas, lanzadas
en su momento por AVH. Hace más de un lustro, el sello Kinema había
editado ya la monumental Megalexandros, de 1980, y más recientemente,
Gramado Ediciones hizo lo propio con la anterior El viaje de los comediantes
(1975), considerada una de las cimas de esa obra.
Continuando con el tardío develamiento local, poco respetuoso de
las cronologías pero bienvenido igual, la semana entrante AVH estará
distribuyendo El apicultor (O Melissokomos), que Angelopoulos completó
a mediados de los 80 y que cuenta con el inmenso Marcello Mastroianni
en el protagónico. Dada la desordenada sucesión con que
la filmografía del cineasta griego se va dando a conocer aquí,
conviene poner en contexto el film que ahora se lanza. De tono marcadamente
elegíaco, El apicultor es parte de un bloque de películas
que ha dado en llamarse trilogía del silencio, que
se completa con la anterior Viaje a Citera (1983) y la siguiente Paisaje
en la niebla (1988). Concentradas en el tiempo, no necesariamente vinculadas
con grandes acontecimientos y haciendo pie sobre protagonistas individuales,
estas películas ocupan un lugar intermedio entre los films de los
70, largas panorámicas históricas con protagonismo colectivo,
y los más recientes, en los que la historia griega del siglo XX
parecería fusionarse en un único tiempo mítico.
Mientras que Viaje a Citera narra el reencuentro de un cineasta con su
padre anciano, vuelto de un largo exilio en la Unión Soviética,
en Paisaje en la niebla quienes parten a la busca de su padre, presuntamente
emigrado en Alemania, son un niño y su hermana. Ya no la idea de
un posible reencuentro entre padres e hijos, sino la constatación
de un estado de atomización familiar y personal es el tema de El
apicultor, piñón central de esta trilogía. Desde
la escena introductoria, una boda sobre la que planea un raro aire de
duelo, El apicultor aparece como un film agónico, la crónica
de una muerte anunciada. Grave y apesadumbrado como nunca, dando la sensación
de cargar sobre sus espaldas con el peso entero de la historia, Mastroianni
doblado aquí al griego es Spyros, quien, tras abandonar
el puesto de maestro primario, abrazó la cría de abejas,
heredada de sus mayores.
Viajo al sur, donde la primavera llega antes, dice Spyros,
en medio de una llovizna gris y pertinaz, antes de salir a la ruta con
sus colmenas. Vestido de oscuro, hundido en el silencio y como resignado
a su suerte, Spyros viene de asistir al casamiento de la hija menor, donde
tuvo un penoso reencuentro con su ex mujer y el primogénito. De
quienes, aunque nunca se ponga en palabras, se halla obviamente separado.
Como en casi toda la filmografía de Angelopoulos, el viaje vuelve
a ser el eje, físico y metafórico, que ordena el relato.
A diferencia de La mirada de Ulises y La eternidad y un día, donde
los héroes atraviesan las fronteras y entran en contacto con la
entera región balcánica, Spyros se moverá a través
de Grecia, como quien encara un último relevamiento, antes de una
despedida que puede presumirse inminente.
En lo que sí coincide el viaje de Spyros con los de los films posteriores,
es en que parecería dirigirse más hacia atrás que
hacia adelante. El apicultor vuelve sobre sus pasos para visitar a la
hija mayor, intenta un último e imposible encuentro con la esposa,
no sabecorresponder a una muchacha con la que se cruza en la ruta único
lazo con el tiempo presente y va a la busca de los viejos amigos,
con los que comparte ilusiones perdidas. Finalmente, llegará a
la casa de la infancia. Punto de partida y, no es difícil intuir,
de llegada. Una melancolía densa y uniforme, una fuerte sensación
de destino irremediable y la impotencia del protagonista para torcerlo
son las marcas de ese viaje. Como siempre en Angelopoulos, el clima de
abatimiento se ve reforzado por la deliberada lentitud con la que el realizador
deja correr el tiempo a través de cada plano, haciendo que la expresión
tiempo muerto adquiera, aquí, el más literal
de los sentidos.
|