Por Cristian Alarcón
Aquellos que se ven entre las
tumbas grises vestidas de flores, al fondo del cementerio de San Fernando,
ese grupo de chicos que se recorta contra el paredón que da a la
Villa Santa Rosa parece una patota, a los ojos de una reciente
viuda. Y así lo denuncia la mujer al sepulturero, que la mira y
sonríe para tranquilizarla. Está acostumbrado a la visita
de pibes de camisetas y pantalones anchos, con ese estilo del Conurbano
que incluye las Nike o las Fila, imprescindibles como los tatuajes. Los
muchachos rodean la lápida de Víctor Manuel Frente
Vital, un ladrón de 17 años. Según los testigos cayó
fusilado por un policía, cuando estaba escondido y sin armas bajo
una mesa en un rancho de la villa San Francisco, mientras gritaba ¡no
disparen, nos entregamos!. Cuando perdió, hace
más de dos años, ya era famoso en la zona norte, una de
las más violenta del Gran Buenos Aires: gozaba de la celebridad
de un Robin Hood villero, capaz de regalar lo que llevaba puesto, de enviar
bagallos para los compañeros presos, asistir a sus
familias o hacer un camión de La Serenísima
para repartir yogures y quesos en carritos tirados por caballos. Después
de tanto su popularidad persiste en los jóvenes ladrones: lo consideran
milagroso. A él le atribuyen el éxito de curaciones de balazos
fatales, fugas de institutos de menores, asaltos cuantiosos y sin heridos.
Sus contemporáneos se encomiendan a él antes de salir a
un hecho. Por eso cada visita a su tumba, los chicos rocían
cerveza sobre las flores, y en la trompa de un elefante de porcelana colocan
las últimas briznas de un porro, fumado en círculo, como
una ofrenda al ángel caído que, según dicen, puede
doblar el rumbo mortal de las balas bonaerenses.
Fue poco antes de las once de la mañana del sábado seis
de febrero de 1999. Tenían fichada una carpintería de San
Fernando, a unas ocho cuadras de la esquina de French y Guillermo Pinto,
donde vivía el Frente. Sus compañeros eran de la villa Santa
Rita, dos de los miembros de lo que se conoció como la banda de
los Bananita. Antes de salir le dejó el oro -pulseras, anillos,
cadenas, cruces, medallas a un amigo de la otra cuadra que no pudo
convencerlo de que el lugar era peligroso porque tenía un mulo:
en la jerga un custodio privado. Pero lo hicieron. No puedo más,
no puedo más, decía Coqui, que venía al final,
mientras corrían atravesando un barrio de monoblocks que limita
con la villa. Frente iba adelante, riéndose con picardía
del otro. Alcanzaron a meterse en un pasillo. En el camino descartaron
las armas y se guarecieron en el rancho de doña Inés Vera,
un lugar de dos por dos, en el que apenas entraban un aparador, una cocina
y una mesa. Su generosidad con los botines que hacía no le había
zanjeado uno, sino cientos de escondites.
Luisito alcanzó a escuchar que el Frente murmuraba callate,
que zafamos, cuando vio que pateaban la puerta y una mujer policía
y dos hombres entraban al rancho. Entonces se escucharon los gritos, querían
entregarse. Pero enseguida sonaron cuatro disparos. Era, según
las pericias, la pistola del cabo Héctor Eusebio Sosa, alias el
Paraguayo. A Luisito, cuenta, le disparó otro policía, pero
él alcanzó a volar hacia la puerta y la bala le rozó
el cuero cabelludo. Quedó tirado con medio cuerpo fuera del rancho,
haciéndose el muerto. De todos los pasillos salió la gente.
Y en menos de diez minutos habían rodeado el rancho. La noticia
de que Frente Vital había muerto se esparció como el viento.
El Chaías, un chico que fue de los mejores amigos de Víctor,
sentado en la casa del Frente, recién bañado, de camisa
de jean abrochada al cuello, y peinado con esmero, cuenta cómo
llegó corriendo cuando se llevaban a Luisito. Iba llorando
en la camilla, me agarró la mano y me dijo `El Víctor, fijate
el Frente`. Nadie sabía nada. Hasta que llegó la madre y
sentimos el llanto. Ahí se pudrió todo con los vigilantes,
empezaron los tiros y los piedrazos. Entonces, nació la leyenda.
Estalló como un combate.
Plata sucia, corazones limpios
Fue una batalla como no hubo otras en el Norte. Mujeres, viejos, niños,
chorros, traficantes, agarraron a las patadas a los patrulleros, a los
cascotazos y a las patadas voladoras a los del grupo GEO. La policía
reprimió con itakazos. Pero tuvo dos bajas, uno con una clavícula
rota. El cielo se puso negro y al mediodía se desató una
tormenta que no paró hasta el día siguiente. Por el campito
caminaba el Chaías, quebrándose por las ráfagas,
bajo una sombrilla de colores. En esa época él todavía
no bardeaba, como dice que lo hizo luego, y esta misma semana bajo la
protección del Frente. Antes de salir a laburar le doy un
beso a la foto que tengo en un marco con los colores de Tigre. Lo
que sí hacían era disfrutar juntos la plata de los robos.
A poco de comenzar el largo relato sobre su hijo, su madre, Sabina Sotello,
lo explica no sin cierto pudor: Yo trabajaba bien como cocinera
y ganaba 900 pesos, todo para él, pero era inútil. Ni su
hermano ni yo le aceptábamos nada. `Sacá tu plata sucia,
metétela en el culo`, le decía. Quise vender mi casa para
irme para otro lado. Me dijo `yo me vuelvo`. Después hice un curso
de seguridad, para vigilarlo. Trabajaba y trabajo de seguridad en un supermercado.
El se reía: `mi vieja botona y el hijo chorro. Amaba la villa
y el placer de robar para darles a los demás. De nene me cortó
la cama de arriba de una cucheta y la regaló. Después, ya
con su plata, cuando un chico no tenía zapatillas, cuando un chico
quería un yogur, ahí estaba él.
Víctor Manuel era el hijo menor de Sabina. Los dos mayores ya eran
grandes cuando él comenzó con el negocio de
las bicicletas de aluminio que robaba a los trece años, en Belgrano,
para vender después a 200 pesos. Pato, encargado de un supermercado
y atleta de triatlón donde corre con una remera en la que se lee
Frente, dice que aun cuando él tenía dinero en el bolsillo
no podía dejar de bardear, como si Víctor hubiera
padecido cierta cleptomanía que lavaba regalando sus frutos. Ahora
tengo repositores a cargo y no pueden creer que sienta orgullo. Por ahí
no puedo estar orgulloso de lo que robaba, pero sí de lo que hacía
con la plata. ¿Qué hacía con la plata? Acá
todo el mundo tiene la foto en la casa, bien enmarcadita, y con él
tomando la comunión. Pero además todo el mundo tiene algo
que le dio el Frente, o se comió, o se tomó, o se drogó
con algo que le dio el Frente, dice un chico de gorra dada vuelta
y tatuajes que le asoman por el cuello de la remera. El, acá
en el barrio, pum, venía con plata: ¿qué queré
tomar? ¿Queré fumar? Pum. Tomá. Capaz que le hacía
falta plata a alguien, pum, tomá. Acá en el barrio, él
andaba sin plata, ¿no me prestás 20 pesos? Pum, sí,
Víctor, tomá, ¿entendés? Ahora el barrio,
esta villa, desde que se fue él cambió un montón.
Suena rara, pero es frecuente, la palabra solidaridad o solidario en la
boca de estos jóvenes ladrones. Las anécdotas se coleccionan.
Aquella vez que habían robado con los chicos de Santa Rita, y se
largaban a lo que más le gustaba, que era ir a comprarse ropa.
Partieron al Carrefour de Boulogne. Chaja, el que habla siempre susurrando,
ligó una chomba UFO. De hecho hubo una vez en que se hicieron de
dos bolsas con ropa Lacoste, y la villa se puso cheta. Todos
andaban con sus chombitas, ríen, llenos de sarcasmo. Pero
nunca la alegría fue tanta como cuando hicieron ese camión
repartidor de La Serenísima. Estaba estacionado en la casa del
dueño, en San Fernando. Lo vaciaron y cargaron todo en un carrito
de los que usan para levantar cartones los cirujas del barrio, de allí
a los pasillos. Nunca se comió tanto yogur, tanta leche cultivada,
tanto queso, fue un fin de semana hermoso y además para cada uno
que estaba adentro él mismo se encargó de que les mandaran
un bagayo. Esas hormas se comieron en Olmos, en la Nueva, y hasta en Sierra
Chica, cuenta Mary, madre de sus compañeros de ruta, y madre
alternativa a la legalista Sabina Sotello, la que le escupía la
plata sucia.
Milagros tumberos
¿Cómo comenzó la leyenda del Frente? Como
si sus beneficiados sintieran una devoción inmediata, apenas oyeron
ese alarido de Sabina Sotello en la puerta del rancho donde le dieron
muerte, se sumaron al combate con la yuta. Fueron dos días
de vigilia hasta que le devolvieron el cuerpo, y hasta que eso no ocurrió,
la lluvia no se detuvo. Entonces cientos, venidos de Los Troncos, Santa
Rita, Santa Rosa, Bajo Alvear, Del Carmen, La Cava, la 25, y hasta de
más allá del Tigre, se reunieron en la esquina de French
y Pintos. Pasaba un auto policial allá lejos, y cualquiera de los
pistoleros disparaba en la noche. Sabina intentaba sofrenarlos. Les rogó
que no lo hicieran. Los hijos de Mary, presos ese 6 de febrero, no pudieron
venir porque las madres temían que los policías fueran linchados.
Uno de ellos, Carlos, le escribe incesantes poemas desde la cárcel.
Uno de ellos, larguísimo, está escrito con prolijidad sobre
una plancha de bronce pegada a un mármol, en la tumba: Ya
hace un año que te marchaste y que te mataron gente uniformada
de gatillo fácil que llamamos criminales (...) Porque cierro mis
ojos y te veo, te sueño cada vez que te nombro y me conformo con
soñarte (...) Yo sé que él no nos abandonará,
porque él nos ayudará y luchará con nosotros desde
el más allá (...).
Esa lápida, esa cruz de mármol con su base de cemento y
sus flores de tela multicolor, y sus placas hechas en granito, con corazones
de Boca diseñados por las chicas que morían por el Frente,
es lugar de peregrinación. Mary, la mujer que en los últimos
tiempos lo esperaba en su casa y lo acompañaba hasta la puerta
después de cada robo, porque él le había confesado
que se la tenían jurada y que lo iban a poner si me
agarran, Mary, que me hagan una corona con los colores de Boca,
se persigna y piensa en silencio. Uno de sus hijos se refugió en
esa tumba cuando en una guerra desatada con los Toritos, de la villa Santa
Rosa, su hermano se desangraba después de cinco balazos en el abdomen.
Ahora han montado un paredón de hormigón armado que separa
el silencio de los sepulcros del bullicio de la miseria del otro lado.
Pero en ese entonces toda la división era un alambrado por el cual
pasaban las balas, que a él, tras la cruz del Frente, no lo tocaron.
En el carácter sagrado de Frente Vital se juegan las condiciones
materiales del Conurbano de los últimos tiempos. Antes de hablar
de favores concedidos, los ladrones que lo han sobrevivido hablan de respeto.
No hay más el respeto que había antes. Antes te tenía
que dar la sangre para robarles a los que tenían plata. Así,
si el Frente se enteraba que un ladrón se había hecho de
un secarropas de una vecina, allá iba, cacheteaba al gil
y ése no aparecía más por el barrio. O si a
sus oídos llegaba que le pidieron un fierro a un señor para
un robo y se lo habían dormido, él decía:
¡Vos sos un atrevido, así no!. ¡No,
Frente, pum, pará!. Qué no, tomátela
guacho! No te quiero ver más acá!. No se vio
más el pibe. Después de que murió el Frente entró
a parar otra vez en el barrio.
Así como había un orden que el Frente ayudaba a mantener
con códigos que por ese entonces ya estaban perimidos en la mayoría
de las villas, así mismo ahora se establece cierta protección
contra el peligro desmadrado del gatillo fácil. A mí
de las balas me protege el Frente, tengo nueve y no me mataron,
cuenta Mary que uno de sus hijos le grita a la policía.
Es como que vos elegís un ángel dice Mary, en
la tumba. Más ellos, que andan robando. Cuando al mío
le ponen un tiro en el hígado, que fue un fusilamiento igual que
el de él, le hablaba y se salvó. Cuando Chaías
cayó en un robo a una panadería de Victoria y le dijeron
que iba a un instituto cerrado, rogó y fue a Abasto, de donde se
pudo escapar. Corrió tres horas hasta las vías del Roca
pensando en él, y llegó. Cuando Laura, una piba que iba
a verlos cuando caían presos, le hablaba al cuadro de la primera
comunión, la luz del rancho se apagaba. Y Mary, que sueña
que la eleva por el aire, y ve desde la altura a sus nietos, durmiendo,
mientras a ella le dan ganas de ir al baño. Y él que le
dice, andá, guacha, andá que yo te cuido. Acaso se comprenda
la dimensión del fantasma del Frenteescuchándolos, eternamente
aferrados a la idea de que su muerte les da la protección que no
existe en otro lugar que en esa ferocidad solidaria que parece haberlo
sostenido durante sus 17 años. Acaso se comprenda así el
campeonato de 42 equipos de fútbol villero que disputaron esas
camisetas que dicen Frente en la espalda, y el chocolate de
cada 28 de julio, que es su cumpleaños, y la salva de balazos que
un centenar de ladrones le dedicaron desde ese estrecho pasillo donde
se reunían, y donde él recibió las balas de la Bonaerense,
carente de un ángel, aunque tantos hubieran dado sus vidas por
protegerlo.
Cronista de las muertes
A un lado el campito, el mismo donde se jugó el campeonato
para juntar dinero para la tumba del Frente Vital, a un mes de su
muerte. Cuarenta y dos equipos jugaron durante dos fines de semana,
y el último partido fue entre el equipo de San Francisco
y el de la villa Alvear Abajo. Los finalistas estaban tan ansiosos
que no quisieron esperar a un tercer domingo para ver quién
se quedaba con el juego de camisetas pintadas con el nombre del
Frente en la espalda. Así que se entregaron al gambeteo cuando
ya era de noche. Los vecinos pusieron los pocos autos de la villa
con las luces altas frente a la cancha. Y cuando la pelota cruzaba
la línea central, allá se movían las luces
estacionadas en la esquina de French y General Pinto. En esa misma
esquina sigue la casa del Frente; y la de Carlos P., un morocho
de pelo largo, trencitas y colgantes peruanos venidos de la Plaza
Francia donde él cada fin de semana trabaja como el
robot de los chicos. Carlos se presenta, se entera el motivo
de la presencia de los desconocidos y pide que al final del recorrido
lo visiten en su casa. Tengo una lista para darles,
dice. En una casa decorada con todo tipo de adornos artesanales,
posters de bailanteros, una foto con Gilda, la cantante también
elevada a leyenda, muestra un montón de hojas de carpeta
cuadriculadas escritas a mano. Son sus notas, las que ha ido tomando
a lo largo de 15 años, y guardan las historias de veinte
chicos muertos en los límites del barrio. Estremece leerlas.
Son caídos por balas policiales, por balas de otras bandas,
por balas suicidas, por balas perdidas, por balas siempre injustas,
sobre víctimas siempre jóvenes.
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HAY
UN POLICIA PRESO POR LA MUERTE DE VITAL
Las pruebas del gatillo fácil
Por C.A.
El caso de Víctor Manuel
Frente Vital tiene varias particularidades. Primero, si bien
es uno de los casi 500 casos de gatillo fácil que cuenta la Coordinadora
contra la Represión Policial en sus estadísticas, en éste
la víctima era un ladrón como otros tantos en el Conurbano.
Yo no niego que mi hijo haya sido delincuente, claro que lo fue.
Pero no por eso podían fusilarlo como a un perro, dice su
madre, Sabina Sotello. Segundo, en la investigación del crimen
hubo pruebas para procesar a un policía por homicidio simple.
El cabo Héctor Sosa, alias El Paraguayo, está preso desde
el 26 de julio de 2000. Sosa espera el juicio oral que comenzará
cuando se termine la instrucción suplementaria. La
defensa del policía solicitó que se remitan al tribunal
todas las causas en las que Vital o el chico que lo acompañaba
pero que salvó su vida, uno de los famosos Bananita, aparecen implicados
en toda la provincia de Buenos Aires: nadie sabe cuántas, pero
son suficientes como para que el trámite demore.
¿Cómo fue posible demostrar ante el fiscal del caso y el
juez de garantías que el cabo Sosa lo asesinó a sangre fría?
Parte importante de las pruebas recolectadas por los abogados María
del Carmen Verdú y Daniel Stragá, de la Correpi, son los
testimonios de Inés Vera, la mujer dueña del rancho en el
que los dos ladrones se refugiaron; el de su yerno Rubén Darío
Núñez, y el de Alicia del Castillo, la vecina que caminaba
por el pasillo de un metro de ancho por el que entraron corriendo a la
villa Vital y su amigo Luis. Vera declaró tres veces en la causa,
la primera en la comisaría. En ella se afirmaba que era alfabeta
y que había escuchado intercambio de disparos desde
afuera del rancho. En la fiscalía, y en dos oportunidades, la mujer
aclaró que no sabía leer, que la policía le leyó
una versión diferente a lo que había dicho, y en que definitiva
lo que sí oyó fueron cuatro disparos.
Esos cuatro disparos también los escucharon Núñez
y Luis, quien recibió un balazo que le rozó la cabeza. Del
Castillo dijo que Vital la corrió con las dos manos para poder
pasar en su huida por el estrecho pasillo: iba desarmado, había
descartado las armas. Lo definitivo para la prisión de Sosa fue
una pericia multidisciplinaria teniendo en cuenta que Vital tenía
cinco orificios de bala, uno de ellos en la mano, y que el policía
aseguró que se tiroteó con el ladrón frente a frente.
La versión de Luisito es que su amigo estaba escondido bajo la
mesa, que Sosa la pateó y que le tiró cuatro veces a la
cabeza mientras el chico se tapaba la cara. La bala le cruzó la
mano y le entró por el pómulo. Otra le dio en la sien izquierda.
Teniendo en cuenta las dimensiones de la habitación, de los muebles
y la altura de Sosa, de 1,65, los peritos de la Suprema Corte concluyeron
en que para que Vital hubiera estado parado, le deberían haber
disparado desde una altura de 3,30 metros. La policía jura que
encontró un revólver 22 con una sola bala percutada al costado
del cadáver de Vital. Si la hubiera tenido dice Sabina
Sotello mi hijo le vaciaba el cargador y el policía estaba
muerto.
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