Para mis hijos maravillosos
Por Leonardo
Moledo
La primera vez que mi hijo
tuvo un poco de fiebre (37 y medio) perdí completamente la cabeza,
bajé corriendo a la farmacia, compré un antifebril (líquido,
para bebés) y le descerrajé un chorro en la boca, sobredosis
que, según me explicó luego el médico que vino a
atenderme, le podía haber producido convulsiones.
Ayer, veinticuatro años más tarde, y mientras me disponía,
en una mesa de café, a escribir esta nota, se apareció con
un compañero de trabajo, estuvo varias horas contándome
sus dificultades laborales, refutó mis argumentos oponiéndoles
la teoría kantiana (de la que se hizo adepto en la facultad), consumió
todo lo que quiso (y me obligó a pagar a mí), me pidió
el celular y agotó los minutos libres, y cuando finalmente me resigné
a no escribir este artículo y empecé a verme envuelto en
la fascinación de sus palabras, se levantó junto a su amigo
y se fue, no sin antes obligarme a darle plata para tomar un taxi.
Y encima, me sentí agradecido (contarlo aquí es una dulce
venganza). Había sido un día complicado, porque la noche
anterior mi hija, que hacía dos meses que no me daba audiencia,
a las doce se sentó conmigo a estudiar una materia del CBC porque
tenía un parcial (hasta las 2), después se puso a estudiar
percusión (¡ay, entre ciento veinte cosas, estudia percusión!)
de 2 a 4, y luego se dio un largo baño de inmersión (4 a
5) agotando las posibilidades de sueño de toda la casa (y exigió
luego que la despertara a las ocho, cosa que intenté en vano).
Y encima, le estoy agradecido (contarlo aquí es una dulce venganza).
En conjunto, fue una especie de embotellamiento paternal. La historia
es verídica. O no del todo; tal vez exagere un poquito, influido
por la inminencia del Día del Padre, esa institución arbitraria
y azarosa que oscila entre lo comercial, lo sentimental y lo cursi (y
si no lo creen, miren en Caras o Gente todas esas absurdas fotos de ricos,
famosos y sonrientes jugueteando con sus hijos).
Desde ya, y como el Día del Padre, la misma paternidad que
en estas ocasiones se suele presentar como un valor absoluto es,
obviamente, una construcción cultural. Hay culturas en las que
la paternidad es un simple accidente biológico, hay culturas en
las que participa de la divinidad, y otras en las que es perfectamente
aceptado que los padres utilizan, matan, venden, prostituyen a sus hijos,
aunque dudo que celebren el Día del Padre. Pero aquellas culturas
en las que ser padre es una cuestión puramente electiva (ver la
nota de Rodrigo Fresán), la paternidad, además de sus turbias
y complejas felicidades implica la oscura sensación de lo irreversible
y lo definitivo, la preocupación por la ecología y el futuro
del planeta, por las guerras futuras e hipotéticas, significa no
estar nunca completamente tranquilo, temer ante un simple resfrío,
enorgullecerse de triunfos escolares, universitarios, laborales, productivos
y sufrir con los fracasos, soportar y querer a novias y novios, negociar
constantemente en inferioridad de condiciones (ya que ellos cuentan, lo
sepan o no, con el arma más poderosa que se ha inventado: el tiempo),
preocuparse por lo que dirán cuando lean esto, sentirse en inferioridad
de condiciones frente a la madre y su aparentemente mayor continuidad
biológica. Y saber que uno no sabe cómo ser padre, que no
hay manera de saberlo y que siempre se tocará de oído (porque,
en última instancia, cualquier acto paternal significa una intromisión
en el futuro, y el futuro está fuera de cualquier representación
mental). Pero además, y creo que por sobre todo, la paternidad
implica lo digo como una confusa intuición un cierto
corrimiento del sujeto, ese curioso y dudoso ente que la cultura occidental
y psicoanalítica coloca en los altares. El sujeto-padre no es el
eje de su propia vida, y no siquiera es el depositario de la conciencia
de sí, que debe compartir con otras personas que no son él
y que, por lo tanto, están fuera de su control, consciente o inconsciente,
real o posible. Como sujeto-padre puedo decir, parafraseando a Derrida,
que tengo una sola vida, y encima no es la mía. Así,
el sujeto-padre, descentrado y huérfano ante el futuro, percibe
como una sensación aguda lo que para el sujeto no-padre es un enunciado
teórico. El sujeto padre sabe que es mortal y sabe que el tiempo
futuro, esa oscura noción, verdaderamente existe.
Y justamente este desplazamiento del sujeto y el compartir la conciencia
de sí crean una sutil tensión existencial, presente
en cada instante y convencen al sujeto-padre, descentrado y temeroso,
de que la paternidad (como seguramente la maternidad) es una experiencia
intransferible y no verbalizable, por más artículos que
se escriban y... ¡ah, esos dos momentos únicos, increíbles,
deliciosos, perfectos, cuando los análisis dieron positivos y me
sentí florecer!
El
último de la especie
Por Rodrigo Fresán
El pasado noviembre fui padre
por un día. Fui padre por seis horas, para ser exacto. Era viernes
y la regla se había saltado la regla de venir una semanita y algo
atrás (digamos que dos semanotas) y el test de embarazo daba negativo
pero, por las dudas, vamos al ginecólogo y el tipo sale de donde
suelen salir los ginecólogos para decirme con una sonrisa de ginecólogo
eso de vas a ser papá. Creo que entonces me reí
el tipo de risita de aquel a quien suelen anunciarle este tipo de
cosas y le dije: Imposible. Detrás del ginecólogo
ya va siendo hora de que aparezca aquí venía
con paso tembloroso la mujer que me iba a hacer padre y, de paso, se iba
a hacer madre a sí misma repitiendo imposible. Imposible.
Los dos repetíamos imposible porque quizá
ingenuos, quizá sabios estábamos seguros que si esa
fuera la situación nos hubiéramos dado cuenta en el
preciso instante de que. Sí, claro, teníamos conocimiento
de cientos de casos en que nadie se dio cuenta de nada hasta que fue demasiado
tarde pero, en determinadas ocasiones, uno prefiere caer en lo trascendente,
lo epifánico, lo dramática y narrativamente apropiado para
no caerse de culo. La cuestión es que el ginecólogo seguía
sonriendo y, por ser más ginecólogo todavía, sonrió
un 90% de posibilidades de que sí, y mandó a
hacer análisis cuyos resultados estarían listos e indiscutibles
seis horas más tarde.
Así que fui padre por seis horas y todas las posibilidades de la
paternidad en potencia pasaron antes mis ojos: mi hijo iba a salvar a
la humanidad, mi hijo iba a ser asesino serial. Mientras tanto, fui a
un almuerzo familiar desbordante de niños que se me trepaban a
las rodillas mientras sus respectivos Lobos Feroces y Mamás Conejo
repetían una y otra vez eso de ¿y ustedes para cuándo?
Tuve ganas de responderles para dentro de seis horas, pero
me lo pensé mejor. A mi lado mi mujer palidecía junto a
una cesta de pañales que olían francamente mal.
Seis horas después el ginecólogo, apesadumbrado, nos llamó
y nos dijo lamento decirles que no van a tener un hijo. Mi
mujer colgó el teléfono riendo a carcajadas mientras yo
daba triples saltos mortales por la habitación y nos fuimos a comer
hamburguesas y al cine y a comprar compacts y DVDs. Yo me compré
el último de Blur y Magnolia , esa película definitiva sobre
hijos y padres. Todo esto supongo pone de manifiesto que no
sólo no queremos tener un hijo todavía sino que, tal vez,
es posible que yo todavía no esté capacitado para ser padre.
Pero ahora que lo pienso, ahora que miro alrededor nadie nunca
está capacitado para ser padre y adquiere esa capacidad por el
sólo hecho de, finalmente, serlo. Como andar en bicicleta: una
vez que se aprende, imposible olvidarlo. Tal vez no, quién sabe.
La cuestión es que me han pedido que escriba algo sobre no ser
padre para el Día del Padre. Sospecho que a mis casi treinta y
ocho años soy la única persona de mi edad que encontraron
que no lo sea. Sí, a veces me da vértigo pensar que, a mi
edad, mis padres ya tenían un hijo que no sólo quería
ser escritor, había llenado varios cuadernos con cuentos y que,
además, ya estaba fisiológicamente capacitado para ser padre.
Tal vez por eso todavía no he sido padre: porque recuerdo ciertos
episodios de mi vida como hijo, siempre, con buena memoria. Uno se acuerda
de todo y se pregunta qué sentido tiene, qué sentido tendrá.
Claro, está eso del instinto animal, de la perpetuación
de la especie, del reloj biológico (que es unisex), del continuarse
hacia el futuro en otro y en otra. Sí, sí, ya voy a caer
un día de éstos, ya va a dejar de equivocarse el ginecólogo.
Es que hay muchísimas razones lógicas para no ser padre
contra una sola razón ilógica que estoy seguro
recién puede enunciarse cuando el ginecólogo no se equivoca
y todo, súbitamente, termina de encajar. Y tal vez recién
se me ocurre mientras escribo esto, nunca se me ocurrió antes
la espera tenga que ver con no ser un padre-hijo (como fueron mis padres
por prepotenciade juventud y porque se estaban rebelando contra el esquema
familiar de sus padres) y sí con ser un padre tardío, con
ser un modelo de padre diferente al que fueron mis padres porque a ése
ya me lo conozco, también, de memoria.
Dicen que sólo se deja de ser hijo en el momento en que se empieza
a ser padre. Me permito dudarlo desde este estadio en que no se es ni
uno ni otro y donde se ejerce de padre y de hijo de uno mismo. Lo que
no es joda. Digamos que opté, hasta ahora, por ser alguien que
hizo todo lo que tenía que hacer antes de hacer eso para poder
dedicarse en exclusiva al asunto en cuestión. Leo todo esto y suena
a coartada frágil de esas que desarma el más débil
cachetazo de un inspector de policía. Pero, por el momento, es
lo único que tengo para ofrecer aquí, hoy. Supongo que ser
padre es irse de un país al que ya no se podrá volver. Por
el momento, yo estoy muy contento con este país que habito y que
se va quedando cada vez más vacío.
Sentí vértigo también cuando un par de años
atrás todos mis viejos amigos comenzaron a mudarse, a convertirse
en padres sin por eso dejar de ser como eran antes. Casi. Me dije como
Bertolt Brecht: Se los llevaron a todos. Ahora vienen por mí.
Ahora, es cierto, el próximo soy yo. No queda otro. Soy el último
de mi especie. Casi. Ahí están Rep y Calamaro. Pero somos,
sí, una especie en extinción. Falta menos para aprender
a ser muy feliz de una manera muy diferente, falta mucho menos, tal vez
falten seis horas, quién sabe. Mientras tanto, me sigo comprando
compacts y DVDs para el Día del No Padre. Y la verdad que son mucho
pero mucho más lindos yo no fumo que esos malditos
ceniceros que los obligan a hacer en el colegio, pobrecitos.
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