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Marcelina

Por Sandra Russo

Cuatro representantes de la empresa Trenes Metropolitanos Roca (TMR), incluido su gerente de Comunicaciones, se reunieron el martes con una delegación de legisladores bolivianos que llegaron a Buenos Aires para que la causa por el presunto homicidio de Marcelina Meneses y su bebé no caiga, como miles de otras, lánguidamente en el olvido. Si se aplica aquí el adjetivo “presunto” delante del sustantivo “homicidio” es porque la investigación sigue su curso y la causa está provisoriamente caratulada como “averiguación de causales de muerte”. Por el momento hay dos versiones encontradas. La de la empresa, que asegura que la joven boliviana y su bebé caminaban por las vías y fueron fatalmente “rozados” por un tren cerca de Avellaneda, y la del único testigo presencial, Julio César Giménez, que contó su versión escalofriante: la mujer subió a un tren en Temperley con destino a Constitución, con su bebé en la espalda y muchas bolsas en los brazos, golpeó sin querer a un pasajero con una de las bolsas y ese incidente nimio desató en el vagón una ola de hostilidad creciente contra su condición de boliviana que terminó poco después, en una curva, cuando un hombre la tiró del tren, provocando su muerte y la de Josua, su bebé de diez meses.
Si la Justicia da crédito o no al testimonio de González, quien por otra parte denunció poco después un intento de soborno por parte de la empresa TMR, no se sabe. Pero sí puede dársele crédito al diputado boliviano Eduardo Kieffer Guzmán, quien tras la reunión del martes indicó que los funcionarios de la empresa le habían pedido “perfil bajo”. “Justamente, lo que nosotros buscamos es la más amplia difusión de todo el caso”, dijo Kieffer Guzmán, aplicando una lógica muy clara: la delegación boliviana vino a hacer ruido, a agitar esta causa, cuya versión más tenebrosa es sin embargo perfectamente creíble.
Un día de furia en un vagón del Roca. Una chola molesta cuyos bultos hacen rebasar la copa de alguien. “Boliviana de mierda”, dice González que le gritó ese hombre a la mujer. Dice que la mujer no contestaba. “Vienen acá a sacarnos el trabajo”, dice González que dijo otro pasajero, seguramente pobre, seguramente harto, seguramente peligroso: cuando la miseria se junta con el hartazgo, sale el fascismo.
Si en España restringen las condiciones de inmigración, los argentinos encendemos las alarmas. Si en Brasil asaltan a turistas argentinos, esas alarmas siguen conectadas. Si en Avellaneda alguien tira a una mujer de 30 años y a un bebé de diez meses de un tren, no pasa nada. Al escrache contra la empresa TMR al que el mes pasado convocaron los familiares de Marcelina fue un solo argentino: un chico de 18 años.
Aun suponiendo que TMR creyera a pie juntillas en la versión que da, aun suponiendo que esa empresa esté completamente segura –lo cual es imposible hasta que la investigación concluya– de que no tiene ninguna responsabilidad en estas muertes, lo único digno sería que pusiera altavoces en su voluntad de esclarecer las circunstancias en las que esa chica natural de Cochabamba y su bebito fueron arrollados por un tren. Que en lugar de pedir perfil bajo reflejara la indignación, el horror, el escándalo que estas muertes provocan en cualquier bien nacido. Lo contrario es encubrir institucionalmente esta todavía presunta salvajada.

 

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