Por
S. R.
En
China, la historia del té se remonta a tiempos tan lejanos que
sólo dan cuenta de su origen las leyendas. Una de ellas se sitúa
al principio del tercer milenio antes de Cristo y tiene por protagonista
al emperador Shen-Nong, padre de la medicina china, un botánico
experto al que se le deben miles de descripciones de plantas cuyas propiedades
investigó con pasión. Le leyenda indica que un día,
en que como de costumbre el emperador hirvió el agua antes de beberla,
el azar quiso que en el recipiente cayeran algunas hojas del arbusto que
había al lado. Shen-Nong se aventuró a probar esa agua coloreada
y se alborozó por el sabor intenso y por el aroma delicado del
primer té. Más allá de las leyendas, lo cierto es
que recién hace poco que han arribado a la Argentina los tés
de mejor calidad del mundo, como parte de un microemprendimiento de dos
mujeres que enfatizan las ceremonias que convierten al té en una
infusión diferente de las otras dos más consumidas aquí,
el mate y el café. Mientras el mate se asocia a algo compartido
y el café a una pausa en el fragor cotidiano, el té es el
centro de un rito delicado, introspectivo, casi zen.
No alcanza con tomarse los cinco minutos de aquella vieja
propaganda.
El té es un placer relativamente barato, pero cuyo disfrute requiere
cierta disposición de espíritu. Poner a hervir el
agua, el primer paso que indicaría cualquier profano, por
ejemplo, es un error. Según la variedad del té negro,
verde, frutado, la temperatura del agua es diferente, pero jamás
se debe pasar del grado de ebullición: eso no cambia el sabor de
los tés en saquitos, pero sí quema las hebras del té
de primera calidad. Se trata de tés que provienen, como todos,
de la Camelia sinensis, pero que están elaborados con las primeras
hojas o los primeros brotes de esas plantas. Son los Orange Pekoe. Los
que comúnmente se consumen son los broken de los Orange
Pekoe, obtenidos a partir de las hojas rotas o de las hojas siguientes.
Los tés negros requieren agua a 95 grados (como la del mate, a
punto de ebullición, pero sin llegar a ella). Los tés verdes,
agua a 75 grados (apenas empieza a salir humo de la pava). Iris Benjamín
y Noemí Zlochisti, desde el salón de degustación
de T&CO, se entusiasman con los detalles.
Hace
dos años no sabían nada de tés, pero se convirtieron
en especialistas a fuerza de buscar un nicho de consumo original y de
empaparse en el tema elegido a través de bibliografía, Internet
y contactos con las mejores plantaciones del mundo, que están en
India, China, Nepal y Ceilán. La historia de T&CO es mucho
más breve que la del té, pero seguramente más accidentada.
Incluyó cargamentos detenidos en la Aduana durante meses, permisos
tramitados uno por uno (cada especialidad de té de las 27 que importan
requiere un permiso específico) y hasta una acusación por
contrabando cuando importaron teteras de China y se encontraron con que
los chinos se las habían mandado, como parte del embalaje, rellenas
de té pintado de colores fuertes para que resistieran mejor el
traslado.
Sus contactos
con las plantaciones fueron emocionantes pero frustrantes: Nos preguntaban
cuántas toneladas queríamos, cuenta Iris, a la sazón
también productora de televisión. Obviamente, queríamos
mucho menos queuna tonelada. Al fin dieron con un mayorista en algún
lugar del mundo. Después de lo que nos costó
encontrarlo, quién es y dónde tiene su base es secreto de
Estado y ahora llevan adelante su pequeña empresa,
que ya empezó a vender sus tés a hoteles cinco estrellas,
a restaurantes de lujo y a negocios de diseño, más allá
de la venta por gramos que hacen en su showroom.
Entre las curiosidades que se pueden leer en la página que ambas
armaron en la red (www.teand co.com.ar), está el hecho de que un
verdadero sibarita del té debe contar al menos con cuatro teteras:
una, para los tés ricos en tanino (como los de India, China y Ceilán),
que no sean ahumados ni fermentados. Para esto son ideales las teteras
de barro sin esmaltar, que poco a poco irán formando en su interior
un fondo oscuro de tanino y que realzará el sabor de la infusión;
dos, para los tés perfumados, como los Oolong o los Darjeeling.
Se recomiendan las teteras de interior esmaltado; tres, solamente para
los tés ahumados, que desprenden un aroma fuerte; y cuatro, para
los tés verdes. En ningún caso las teteras deben lavarse
por dentro con otra cosa que agua. Tampoco debe secarse el interior.
Entre las variedades más curiosas que traen figura el verde Silvering
Balls, procedente de China, que son esferas enrolladas que se hinchan
con el agua; el Keemun, té negro también chino y con un
suave aroma a orquídeas, que es además el favorito de la
corte inglesa; o el Ginger, indio, té negro perfumado con jengibre.
SECRETER
Exito
Nos vigilamos a nosotros mismos por medio de nuestras metas.
Nuestras ambiciones nuestros ideales y relatos sobre el
éxito, que nos atraen hacia el futuro pueden convertirse
con demasiada facilidad en formas de no vivir en el presente o
de no estar presentes en los sucesos de nuestra vida, en un chantaje
que nos distrae; es decir, en formas de desautorizar o minimizar
el desorden intrínseco de la experiencia. Tener fe en el
futuro puede ser un gran instrumento para retrasarlo. Quizás
hemos tenido demasiado éxito en lo que concierne al éxito
y al fracaso, y sería el momento de empezar a pensar en
otra cosa. (Adam Philips, en Flirtear. Psicoanálisis,
vida y literatura. Editorial Anagrama.)
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Sobre
gustos...
Por S. R.
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Dar
de baja el celular
Sucedió
por casualidad: me querían cobrar una reconexión del
servicio que nunca había sido interrumpido. Me enojé
y pedí que me dieran de baja. Me dijeron eso es imposible
telefónicamente, señorita, tiene que mandar un telegrama.
El viejo truco de hacer fácil la entrada y difícil
la salida. Fui hasta el correo y mandé el telegrama. Dos
días después el aparato enmudeció. Lo guardé
en un cajón y me prometí comprar otro aparato en cuanto
me debitaran el fangote que había pagado con tarjeta. Eso
me dio el tiempo necesario para que el enojo mermara y para que
apareciera, lentamente pero con una claridad pasmosa, el enorme
placer de no tener celular.
Había olvidado cómo era desplazarse por el mundo sin
la sensación de que una catástrofe puede ocurrir en
cualquier momento. Es curioso: en tres años jamás
me llamó nadie para darme una mala noticia. Más bien,
a través del celular, me acostumbré a dar la receta
de los buñuelos de acelga o la tarta de berenjenas, chequeé
que mi hija hiciera la tarea de Ciencias Naturales y que combinara
el vestido con las medias antes de ir a un cumpleaños, indiqué
a mi jefe dónde había dejado una nota que él
hubiese encontrado tranquilamente sin mi ayuda a las doce de la
noche, le pregunté a mi mamá qué número
calza mi papá, le di a una vecina el teléfono del
veterinario del barrio y a otra el nombre del peluquero que me corta
en Giordano y atendí a decenas de agentes de prensa que no
sé cómo tenían el número y me acosaban
en horarios inapropiados.
Solía usar el celular apagado y verificar cada tanto los
mensajes. Pero aun así el aparato interfería en mi
tranquilidad. De sólo mirarlo me sobresaltaba. Cuando lo
compré fue una manera de estar disponible en cualquier momento
para mi hija, pero trabajo ocho horas en un lugar con teléfono
de modo que, si bien no es fácil comunicarse, tampoco es
imposible, y también creo que hacerla persistir en algo por
ejemplo, en discar una hora para lograr entrar al conmutador de
Página es una manera de enseñarle a la nena
que en la vida hay que luchar por algo.
Ahora no quiero otro celular, aunque cada vez más seguido
hay gente que me dice: ¿Me das tu número de
celular?, y cuando digo que no tengo me miran como si me faltara
una pierna o algo así, tan importante. Redescubrí
el placer inmenso de ser totalmente inhallable.
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