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OPINION

Cambios climáticos

Por James Neilson

Cuando Carlos Menem hacía –mejor dicho, cuando presuntamente hacía– las cosas feas por las que fue enviado a una quinta, “la gente” lo ovacionaba, felicitándolo por sus extravagancias. ¿Era porque lo creía un santo? Claro que no. En el imaginario popular de aquellos tiempos Menem figuraba como un hombre que sería capaz de absolutamente todo. Lejos de perjudicarlo, esta convicción, intensificada con regularidad por los escándalos inverosímiles que se multiplicaban a su alrededor, estaba en la raíz de su atractivo. Algo similar sucedió con los jefes militares. En 1983 la brutalidad sistemática de su dictadura era considerada un buen motivo para encarcelarlos de por vida, pero cinco años antes fue precisamente la negativa a dejarse limitar por leyes sensibleras lo que les permitió gobernar mucho tiempo sin que el grueso de “los políticos” soñara con reprenderlos por su apego a métodos policiales propios de la edad de hierro. Es que la opinión pública propende a evolucionar de forma tan errátil que a los gobernantes no les es dado adivinar lo que podría esperarles una vez concluida su gestión. Si bien parece poco probable que el destino de los delarruistas sea tan tenebroso como aquel de sus antecesores, no les convendría apostar a nada: lo único seguro es que el futuro será tan distinto del presente como es éste del pasado.
El drama argentino es la crónica de una lucha entre distintas características emocionales o “humores” por imponerse. El régimen militar fue el fruto lógico del convencimiento generalizado de que cualquier “solución” tendría que ser violenta, mientras que el ascendiente de Raúl Alfonsín se basaba en la fe en que las buenas intenciones y un estilo retórico decimonónico resultarían más eficaces. Por su parte, Menem representó el triunfo de la viveza criolla y Fernando de la Rúa debe su empleo a un flirteo breve con la idea borgiana de que sería mejor contar con un presidente a lo suizo, es decir, con un jefe de Estado respetable, honesto, muy serio y tan poco carismático que muchos apenas se enterarían de su existencia. ¿Y el sucesor de De la Rúa? Puesto que hoy en día todo hace pensar que “la gente” se siente irascible e incluso vengativa, víctima de una multitud de canalladas, y que el elegido reflejará el estado de ánimo predominante, no sorprendería que el próximo presidente fuera un personaje bastante desagradable ni que, al modificarse nuevamente el clima, resultara ser todavía menos popular que el actual pero mucho más peligroso.


 

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