Cuando Carlos
Menem hacía mejor dicho, cuando presuntamente hacía
las cosas feas por las que fue enviado a una quinta, la gente
lo ovacionaba, felicitándolo por sus extravagancias. ¿Era
porque lo creía un santo? Claro que no. En el imaginario
popular de aquellos tiempos Menem figuraba como un hombre que sería
capaz de absolutamente todo. Lejos de perjudicarlo, esta convicción,
intensificada con regularidad por los escándalos inverosímiles
que se multiplicaban a su alrededor, estaba en la raíz de
su atractivo. Algo similar sucedió con los jefes militares.
En 1983 la brutalidad sistemática de su dictadura era considerada
un buen motivo para encarcelarlos de por vida, pero cinco años
antes fue precisamente la negativa a dejarse limitar por leyes sensibleras
lo que les permitió gobernar mucho tiempo sin que el grueso
de los políticos soñara con reprenderlos
por su apego a métodos policiales propios de la edad de hierro.
Es que la opinión pública propende a evolucionar de
forma tan errátil que a los gobernantes no les es dado adivinar
lo que podría esperarles una vez concluida su gestión.
Si bien parece poco probable que el destino de los delarruistas
sea tan tenebroso como aquel de sus antecesores, no les convendría
apostar a nada: lo único seguro es que el futuro será
tan distinto del presente como es éste del pasado.
El drama argentino es la crónica de una lucha entre distintas
características emocionales o humores por imponerse.
El régimen militar fue el fruto lógico del convencimiento
generalizado de que cualquier solución tendría
que ser violenta, mientras que el ascendiente de Raúl Alfonsín
se basaba en la fe en que las buenas intenciones y un estilo retórico
decimonónico resultarían más eficaces. Por
su parte, Menem representó el triunfo de la viveza criolla
y Fernando de la Rúa debe su empleo a un flirteo breve con
la idea borgiana de que sería mejor contar con un presidente
a lo suizo, es decir, con un jefe de Estado respetable, honesto,
muy serio y tan poco carismático que muchos apenas se enterarían
de su existencia. ¿Y el sucesor de De la Rúa? Puesto
que hoy en día todo hace pensar que la gente
se siente irascible e incluso vengativa, víctima de una multitud
de canalladas, y que el elegido reflejará el estado de ánimo
predominante, no sorprendería que el próximo presidente
fuera un personaje bastante desagradable ni que, al modificarse
nuevamente el clima, resultara ser todavía menos popular
que el actual pero mucho más peligroso.
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