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Don Manuel, joder...
Por Miguel Bonasso

Guillermo Gates, el émulo criollo-gringo de H.G. Wells, está exultante y no es para menos: la máquina del tiempo que él desarrolló por Internet ha logrado que Don Manuel Belgrano pueda visitar la Argentina en la semana de la Bandera de 2001; 181 años después de su fallecimiento.
Don Manuel también está feliz, aunque tan desorientado como un argentino contemporáneo. Al comienzo advirtió con alivio que los 180 años de muerte lo habían librado de la hidropesía, de esa cárdena hinchazón de las piernas que fue el postrer regalo de la sífilis contraída en la juventud y bendijo a la Piadosa.
Desde su arribo al nuevo tiempo, Belgrano no ha parado de preguntar. No reconoce los edificios, las vestimentas, esos carricoches gigantescos que echan humo y se mueven sin caballos, con un cochero no menos patán que los de antaño. Pero le emociona ver la bandera que creó en los balcones de casas y edificios públicos, en las solapas de los algo huraños ciudadanos del tercer milenio. “Funcionó”, se dice muy quedo y llora por primera vez. El Cabildo, en cambio, traiciona su recuerdo; le parece pequeñín y no entiende lo que le cuentan de Aerolíneas Argentinas, porque no concibe, joder, “que pueda volar algo que pesa más que un piano”.
Extraña a su buen médico y amigo Joseph Redhead, el escocés que le cerró los ojos el 20 de junio de 1820 y se consuela pensando que este otro nórdico que lo ha traído al futuro, Gates, es “un chico bien majo”. Con él caminan por los cien barrios porteños y se detienen ante los muchachos que hacen cola en el Consulado de España.
–¿Qué hacen estos chavales? –pregunta el creador de la Bandera.
–Quieren cumplir el servicio militar en España –informa Gates. Y Don Manuel comenta nostálgico:
–Como Pepe, Guillermo, como Pepe. Acuérdate que peleó en Bailén contra los gabachos.
Al prócer le cuesta conseguir un chocolate en las nuevas ventas y tabernas de esta Santa María del Buen Ayre y debe resignarse al té que tanto le gusta a Rivadavia y los otros anglófilos de la buena sociedad porteña.
–¿Y quién gobierna estas provincias? –pregunta Belgrano con su proverbial cansancio. Gates le responde, económico:
–Fernando.
–¿Séptimo?
–No. De la Rúa.
–Ah, gallego... Entonces teneis De la Rúa para rato.
–No crea Don Manuel, no crea. Porque éste no es un gallego listo.
–Entonces no es gallego.
En San Telmo, frente al templo de Santo Domingo, Don Manuel vuelve a emocionarse hasta las lágrimas al contemplar la urna de bronce que guarda sus propias cenizas.
–Y en el Reino de España ¿quién lleva la corona? –pregunta, con los ojos enrojecidos, para cambiar de tema.
–Un Borbón –contesta Gates, sintetizando la cosa.
–¡Claro, qué pregunta más tonta la mía! ¿Quién otro podría gobernar? -se pregunta y responde Don Manuel, feliz de que este futuro extraño y metálico que están visitando, haya preservado al menos algunos valores tradicionales.
Aunque no todo lo del futuro es malo. Le fascina, por ejemplo, enterarse de que los carricoches se mueven con ese aceite de las piedras que sólo parecía bueno para cargar lámparas. Guillermo, con mentalidad de empresario pionero, logra entusiasmarlo con la saga petrolera del siglo veinte, pero un rato más tarde lo sume en profunda depresión al revelarle que los dueños del petróleo que anida en el subsuelo de las Provincias Unidas viven en Madrid. Igual que los de los teléfonos. Esos curiososaparatos a través de los cuales podría haber hablado desde el Norte a los gobernantes de Buenos Aires y haberse ahorrado muchos disgustos.
–Por lo menos hay bancos franceses –comenta el prócer observando la sucursal Caballito del BBV.
–No crea –aclara Gates–. También es capital godo.
Don Manuel enmudece, frustrado y ya no pregunta nada más en toda la tarde. Le duelen las piernas, pero no es por la hidropesía, sino por la humedad, otro valor de antaño que se mantiene vigente. Las gentes apresuradas y amargadas que se cruzan con él portan una miniatura de su bandera en la solapa. Guillermo lo lleva a la televisión, donde se ha montado un gran show por el Día de la Bandera. A Belgrano le ha hecho mucha gracia esa caja boba que copia la figura humana. El prócer avanza intimidado por una gigantesca rampa, acompañado por Guillermo Gates y escoltado por estupendas gacelas que apenas cubren sus vergüenzas con bragas celestes y blancas. Abajo, en el centro de una gran rosa de plástico que también refulge con los colores del cielo rosarino, lo espera un hombre robusto, rojizo, enfundado en un traje a medida azul oscuro. Es el gerente general del canal y le dice con acento inconfundible:
–Don Manuel, joder, qué honor tenerlo en nuestra casa.



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