A primera vista, lo sucedido
ayer desafiaba la lógica del proceso de paz en Colombia. Dados
los escasos resultados de ese proceso, la noticia podía ser motivo
de alegría. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC)
anunciaron que liberarán a 250 soldados que mantenían prisioneros,
poco después de haber liberado a 55 más a cambio de 11 guerrilleros.
Y en este caso no parece haber ninguna contraprestación: es decir,
no habrá una liberación de 250 guerrilleros, o al menos
no se la pidió. Esto rompe con una actitud casi histórica
de las FARC, lo que llevó al presidente Andrés Pastrana
a congratularse de que “las negociaciones funcionan y los acuerdos
avanzan”. Las únicas voces contrarias podían desestimarse
como motivadas por envidia política –el opositor Partido Liberal–
o intereses institucionales –las Fuerzas Armadas–. La veracidad
de estas críticas no viene al caso; su verdadera importancia es
que podrían ser señales de una desintegración aún
mayor del Estado colombiano.
Parece una conclusión exagerada para extraer del retorno de 250
soldados. Los combatientes en cada bando se cuentan en decenas de miles,
y la capacidad de las FARC de tomar más prisioneros no está
en duda. Cuantitativamente insignificante, el anuncio de las FARC alteraba
no obstante la naturaleza de sus negociaciones con el gobierno. Por primera
vez desde el comienzo del proceso de paz en 1998, la guerrilla realizó
una concesión sin exigir nada a cambio, el “gesto de paz”
que tanto le reclamaban. Naturalmente, el “canciller” de las
FARC, Raúl Reyes, no omitió resaltar el hecho: “El
país y el mundo verán esto como un gesto de grandeza”.
Y algo tan histórico mereció llamar a una ceremonia formal
que se realizará el 28 de junio en la zona desmilitarizada. Reyes
invitó a una multitud de países, incluyendo Francia, Gran
Bretaña, Estados Unidos, Cuba, Irán y Venezuela. Las FARC
podrán demostrar su moderación y el gobierno la eficacia
de su negociación. Todos ganan. O casi.
La “espectacularidad” del asunto no le gustó nada al
opositor Partido Liberal. “Está muy bien, pero muchos siguen
secuestrados, incluyendo un senador liberal”, señaló
Horacio Serpa, su candidato histórico, ante la Fundación
Ebert en Berlín. En realidad, planteó, podría ser
una maniobra para ocultar “que hasta ahora no se ha avanzado en las
negociaciones, que han resultado fallidas”. Estas palabras eran muy
sugerentes, pero no hacía falta especular sobre su significado:
el jefe de la mesa directiva del partido, Luis Guillermo Vélez,
se ocupó de dejar en claro lo que se estaba diciendo. “Me
da la impresión de que existe un eje político entre el gobierno
y las FARC, con vistas a una concertación electoral para las presidenciales
del 2002”, enfatizó ayer en una entrevista con el diario El
Tiempo. Señaló que hace poco el delfín del actual
presidente conservador Andrés Pastrana, Augusto Ramírez,
propuso convocar una asamblea para modificar la Constitución, y
así, según Vélez, “prolongar el mandato de Pastrana
o asegurar que su sucesor sea del Partido Conservador”.
Lo interesante de estas acusaciones no es su veracidad sino su premisa
básica: la idea de que el partido gobernante puede negociar un
acuerdo político con un grupo insurgente al margen del organismo
del Estado cuya tarea central es combatirlo, las Fuerzas Armadas. Y no
hay que creer las teorías conspirativas de los liberales para detectar
el surgimiento de esta autonomía dual, de los políticos
respecto a los militares y viceversa. Como señal de lo primero,
es significativo que el mando militar fue tomado completamente por sorpresa
por el acuerdo para la liberación de los prisioneros. Su reacción,
en efecto, no fue decorosa. “No asistiré al show de las FARC”,
disparó el jefe del Ejército, Jorge Mora, secundado por
el comandante de las Fuerzas Militares, Fernando Tapias.
Pero puede argumentarse que los generales ya recibieron su tajada. El
domingo pasado, sin ir más lejos, el Congreso aprobó un
proyecto de ley de Pastrana que les otorga poderes judiciales en los “teatros
de operaciones”, que, potencialmente, podrían abarcar 28 de
las 32 provincias del país. Al mismo tiempo, todo indica que el
Ejército busca adquirir ese requisito esencial para combatir en
la guerra colombiana: una fuentepropia de financiamiento. En una entrevista
con la revista Cambio, el general Mora notó que las FARC habían
extraído al menos 200 millones de dólares de varias empresas,
y esa cifra podría decuplicarse. ¿Que pasaría entonces
si los afectados dedicaran fondos similares para financiar la protección
de las Fuerzas Armadas? “Ese dinero puede ser muy útil para
montar planes de seguridad”, subrayó Mora. En cierto sentido,
esto no indica más que el principio de negociaciones recíprocas
se extendió a las relaciones entre todos los actores de la guerra
civil, el gobierno, el Ejército, y los grupos insurgentes, incluyendo
los paramilitares. Pero en Colombia la negociación siempre se realizó
acompañada de una guerra paralela.
LA
CRISIS DE ENERGIA PROYECTA A LA IZQUIERDA
El apagón que enciende a Lula
Por José
Arias
Desde Río de Janeiro
La repentina crisis energética
que ha zarandeado Brasil y ha obligado a los ciudadanos a recortar en
un 20 por ciento el consumo de energía casera y aumentar de forma
considerable la venta de velas en todo el país ha sido un ejemplo
de responsabilidad ciudadana con obediencia cívica y sin algaradas
callejeras, pero al mismo tiempo genera una fuerte oposición a
un gobierno al que se acusa de indiferencia e improvisación, lo
que relanza las posibilidades de un triunfo electoral de la izquierda
en las próximas elecciones presidenciales de 2002.
En el momento en que todos los sondeos reflejan el desplome de los candidatos
gubernamentales predestinados para suceder a Fernando Henrique Cardoso,
el Partido de los Trabajadores (PT) del mítico Luiz Inácio
“Lula” da Silva, que el año que viene disputará
por cuarta vez consecutiva la presidencia, se ha adelantado y ha presentado
anteayer su programa electoral totalmente diferente del de hace cuatro
años. Es un programa socialdemócrata que incluso ha sido
criticado por los sectores más radicales del partido. Pero el diputado
Aloizio Mercandante que fue el encargado de presentar el programa a 40
intelectuales del país justificó el cambio del PT afirmando
que “aquel Brasil que nosotros queríamos cambiar ya no existe.
Hoy estamos ante otro Brasil”.
En el primer proyecto de programa de la izquierda se habla de respetar
el pago de la deuda externa e interna aunque se subraya que el PT pediría
plazos más largos para pagarla. El programa tiene fuertes tintes
sociales y aunque no se opone a las privatizaciones promete incentivar
el comercio interno. Pide una reforma fiscal a fondo, con límites
mínimos bajos para que todos puedan pagar impuestos, lo que hoy
hace sólo una minoría. Promueve un sistema de educación
para elevar la escolaridad hasta los 12 años, promete una reforma
a fondo de la policía, considerada la más corrupta de América
Latina, y anuncia que en el campo de la ciencia y de la tecnología
las universidades deberán tener su función crítica
y su autonomía aseguradas. Promete “tolerancia cero con el
hambre” y aumento del salario mínimo, que hoy es de 83 dólares
mensuales. Pide asistencia sanitaria para todos los ciudadanos, defensa
de las medicinas genéricas e incremento de las políticas
de prevención en la salud.
Algunos analistas afirmaban que el nuevo programa del PT se acercaba mucho
al programa del primer gobierno socialista de Felipe González,
con la mano tendida a las reformas y conquistas sociales, la preocupación
por tranquilizar a bancos y empresarios. Y a aquellos que critican que
Lula se presente por cuarta vez, les recuerdan los ejemplos de Mitterrand
y de Salvador Allende.
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