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Un ministro francés vs. la cultura de las raves

Por Octaví Martí
Desde París

Si el ridículo matase, Daniel Vaillant, el ministro del Interior francés, tendría las horas contadas. Este caballero, adicto al chaleco y con aspecto de honesto padre de familia, intenta poner orden en el anárquico mundillo de las raves, la sensación de la última década en el mundo de la cultura joven europea. El ministro, ante el peligro de que la derecha capitalizase la irritación de algunos ayuntamientos contra los organizadores de las famosas fiestas clandestinas –un diputado gaullista proponía prohibirlas, lo que no deja también de tener su gracia–, se lanzó a legislar sobre la materia.
El pobre Vaillant, que dejó atrás hace ya muchos años las andanzas, nada sabe de raves y del espíritu anarquista que las anima. De ahí que haya preparado un texto legal que exige de los organizadores –que se preocupan por convocarlas a través de mensajes codificados que sólo captan los interesados– que anuncien por anticipado a la autoridad correspondiente su voluntad de bailar durante 24 horas seguidas en un lugar no previsto para tal práctica (las canteras abandonadas tienen un gran éxito en Francia). Vaillant prevé que en el caso de que no hayan pagado las pólizas de rigor, la policía pueda confiscar los equipos de sonido.
“Bailar libre o morir”, rezaba una de las pancartas con que se manifestaron el pasado sábado, en Lyon, Marsella y París los ravers más politizados. Otros ministros –Jack Lang (Educación), Catherine Tasca (Cultura) o Bernard Kouchner (Sanidad)– le dijeron a Vaillant que se equivoca, que la imagen de la policías incautándo amplificadores entre los abucheos de los jóvenes no es popular en absoluto. El propio Lionel Jospin intervino a favor de la cultura tecno recordando que “ondear la bandera de la seguridad no sirve de nada si luego, en la práctica, no se es capaz de garantizarla”.
Lo cierto es que los asiduos a las free parties son también, en buena parte, grandes consumidores de drogas. Hasta ahora, a pesar de que en alguna oportunidad llegaron a reunirse más de 10.000 jóvenes en medio de un descampado, las raves no han creado grandes problemas. Los organizadores recurren a los servicios de Médicos del Mundo para asegurarse tratamientos de urgencia para ciertos casos y luego se ocupan de limpiar el lugar.
La evidencia del disparate de querer legislar sobre lo que no reconoce ley alguna hizo que Vaillant intentase dar marcha atrás, pero, como todo buen político, no lo hizo reconociendo el error, sino embarullándose más y más. Ahora quiere negociar con los organizadores –la última rave, celebrada a 100 kilómetros de París, la convocó un grupo que firma Anti 6TM, un sencillo jeroglífico que se lee como Antisistema– para proponerles unas reglas del juego. “Sólo en caso de reincidencia múltiple recurriríamos a confiscar altavoces y amplificadores”, explicó. Los de Anti 6TM aún se ríen.
La posibilidad de cerrar los ojos y taparse las orejas permitía desentenderse del consumo de cocaína, éxtasis y otras drogas. Desde el momento en que la rave deja de ser por sorpresa, de pillar desprevenidas a las autoridades, éstas no pueden seguir mirando hacia otro lado. La ley está ahí para ser cumplida: los agentes tienen que hacer frente a obligaciones que sin duda acaban con la rave culture, pues es inimaginable que los 2000, 3000 o 4000 duros de oído del mañana acepten bailar sólo con jugo de frutas ocuando una buena fiesta agota más que subir a la alta montaña en bicicleta. Y tras el último Giro y el Tour de 1998 ya saben lo que hay en los bidones de los ciclistas.

 

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