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Conflicto de identidad
Por Luis Bruschtein

Lo más bueno que tiene la historia argentina es que los próceres eran personas inteligentes y muy civilizadas y por eso no hubo villanos en la historia argentina, porque además tuvieron la suerte de vivir en un país moderno, pacífico y muy cercano a Europa. Hay gente que piensa, en cambio, que el mayor afán de los próceres era cortarles la cabeza a sus adversarios, también próceres, y ponerla como adorno sobre su escritorio o clavada en una pica en la puerta de sus casas. Y que Buenos Aires era un pueblo barroso y con mal olor, más atrasado que la mayoría de las otras capitales de la corona española en América. Y que aquí era adonde más tarde y menos llegaban los aires de la civilización europea. Y que por esa razón, por ser un eslabón débil de la corona se dio aquí el primer movimiento de independencia.
Suena más real lo segundo. Pero es más linda la otra. Y como se trata de cosas que pasaron hace mucho, no cuesta nada quedarse con la imagen perfumada. Total, lo único que puede pasar es que la gente termine creyendo que es distinta de lo que es. Uno sueña que es alto, rubio y de ojos azules hasta que se mira al espejo, lo cual sucede sólo unos segundos por día. Qué bueno es ser moderado, racional y equilibrado y hasta permitirse una sonrisa entre sorprendida y paternal por el exotismo o la mágica irracionalidad de historias de países como México, Colombia o Brasil.
Es difícil entender por qué si el argentino es así, el resto del mundo conoce a este país por la historia de caos y maravilla de Diego Maradona, por el fervor llameante de Evita o la pasión inclaudicable del Che. Habrá quienes la recuerden por Carlos Gardel, un Valentino de carne y hueso que sigue fumando su cigarrillo en la Chacarita. No parecen historias de gente tan racional, moderada y europea. Más bien hablan de un imaginario apasionado, desbordado y fértil. Hasta podría decirse que ni Colombia, México o Brasil tienen tantos personajes así y tan famosos en todo el mundo.
Afuera, la identidad de los argentinos está muy caracterizada por los personajes que se conocen de este país. Pero aquí se los siente como una excepción. También están los malos. Porque en el mundo también se sabe de la Argentina por los militares que hicieron desaparecer a 30 mil personas y querían hacer creer que se los había llevado el hombre de la bolsa, para seguir pareciendo lores ingleses. O recordarán que uno de esos generales le declaró la guerra a la OTAN, la principal potencia militar del planeta. Y más de uno tendrá en la cabeza a aquel ministro de Bienestar Social que era brujo de una secta esotérica, que hablaba con los espíritus y que montó una organización terrorista de derecha peor que los Tonton Macoute de Papá Doc, en Haití.
¿Esta Argentina de Evita y el Che o de Maradona y Gardel, pero al mismo tiempo de Videla o Massera, de Galtieri y López Rega, cuyo vate ciego dicta cuentos de una geometría perfecta que nunca podrá leer, es la excepción o es la de verdad?
Se diría que todos estos personajes –los buenos y los malos y los más o menos, pero todos grandilocuentes y exagerados, algunos en sus cualidades y otros en su maldad– son emergentes de una cultura que los formó, igual que a todos los argentinos. Pero cada argentino se burla o se asusta cuando ve esos rasgos en el otro. Los unitarios calificaban de bárbaros a los federales y éstos de salvajes a los unitarios. Ambos tenían razón.
Evita es lo opuesto a López Rega y el Che es lo opuesto a Videla, pero en la forma como se dan esas oposiciones hay rasgos comunes que no se darían entre dos figuras igualmente opuestas en Rusia o en Japón. Ese mecanismo tiene que ver con la identidad, que es lo común. En la mayoría de los países, la gente que está conforme con esa generalidad que la identifica, se enorgullece, y a los que no les gusta se ríen de ella y tratan de modificarla.
En general todos aceptan lo que son, menos aquí. Es preferible andar por la vida como ingleses flemáticos, altos, rubios y de ojos azules sin hacerle caso al espejo. Un ejemplo emblemático es Carlos Menem, pero también lo son quienes se divierten o escandalizan con las actitudes faroleras del ex presidente, poniéndose fuera del escenario, como si una persona que fue elegida dos veces presidente fuera algo ajeno a esa identidad. Por alguna razón misteriosa los presidentes argentinos nunca serán como los presidentes suecos, quizá porque entre los suecos y los argentinos no hay demasiado parecido. A unos les gustan las morochas y a otros las rubias, como sabe Menem. Para cambiar lo que no nos gusta hay que empezar por reconocerlo. Por eso, más saludable que reírse del otro, es aprender a reírnos de nosotros.



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