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“ROSARIGASINOS”, EL LLAMATIVO DEBUT DEL JOVEN RODRIGO GRANDE
Un film moderno lleno de nostalgias

La película se concentra en
dos amigos que pasaron 30
años presos. Y es un homenaje
al talento de Federico Luppi y Ulises Dumont.

Luppi y Dumont, dos personajes que se lucen en cada plano, en cada diálogo y en cada puteada.

Por Martín Pérez

“Parece mentira: en estos cuatro días vivimos más que en los últimos treinta años”, le dice Tito al Castor hacia el final de Rosarigasinos, cuando las aceleradas aventuras de ambos al salir de tres décadas de cárcel parecen haber llegado a su fin. Y, contra lo que podría esperarse, no hay ni un dejo de nostalgia en su voz. Después de todo, lo que los esperaba a ambos del otro lado de las rejas eran recuerdos y aventuras, dignos y traicioneros al mismo tiempo.
Opera prima del joven rosarino Rodrigo Grande, Rosarigasinos es un film extraño. En primer lugar porque, en una época en la que el cine argentino –más allá de los megaéxitos– vive a medio camino entre los celebrados (y no tanto) nuevos intentos de directores jóvenes que tratan de seguir a sus musas de la manera más independiente posible, y los últimos estertores del cine de viejos autores habituados a sobrevivir subvencionados, Rosarigasinos es la obra de un cineasta joven que revive el espíritu del cine de Fernando Ayala, con la dupla Federico Luppi y Ulises Dumont puteando a la cabeza.
En segundo lugar, Rosarigasinos es un film extraño porque –a pesar de la carencia de nostalgia en aquel parlamento final de sus protagonistas– por momentos no parece hacer otra cosa que venerar un pasado menos acelerado y más digno, algo que bien podría esperarse de un cineasta al final de su carrera, pero que suena demasiado a comodidad y facilismo en un director que recién está comenzando la suya. Cine de los ochenta metido casi con fórceps entre los primeros estrenos del siglo XXI, Rosarigasinos es una película que cuenta las aventuras de sus dos protagonistas –Tito, el cantante, y su compinche y amigo, el bandoneonista Castor– en su regreso al mundo luego de cumplir una larga condena por un crimen cuyos dividendos ni siquiera han alcanzado a disfrutar.
Más honestos entre rejas que muchos que no corrieron su misma (mala) suerte, Tito y el Castor se verán perseguidos por su destino al volver a la vida luego del paréntesis carcelario, y vivirán en la hora y media de película –milagros de eso llamado cine– todas las aventuras de su vida. Irán en busca de un tesoro escondido, repasarán un pasado muy cercano de tan lejano, se enfundarán en sus viejas pilchas de jugar al fútbol para reencontrarse con los amigos ausentes (la imagen de Luppi y Dumont vestidos con viejas y ajustadas camisetas de Rosario Central es una de las grandes postales del film) y finalmente reincidirán tanto en el canto como en el crimen.
Incapaz de escapar de ningún cliché autoindulgente, tanto nostálgico y tanguero como moderno (como la cámara que interroga a los que se van encontrando con los protagonistas), en el relajado camino elegido para contar su historia, Rosarigasinos no deja de ser –dentro de su envoltoriopolicial y canyengue– un digno homenaje cinematográfico a la dupla actoral integrada por Luppi y Dumont. Que hizo historia dentro del cine argentino y aquí se luce en cada plano, en cada diálogo y en cada puteada. El homenaje es más que merecido. Tanto que, como cuando Luppi–Dumont se llevaron juntos el premio a la mejor actuación en la devaluada sección competitiva del Festival de Mar del Plata 2001, por primera vez desde que Julio Mahárbiz recuperó el evento marplatense un premio otorgado a un representante nacional fue realmente indiscutible, y no tuvo ni un amago de sospecha.

PUNTOS

 


 

“Las estafadoras”, madre e hija
en una competencia de encantos

Sigourney Weaver y Gene Hackman se lucen en una comedia dirigida por David Mirkin, el productor y guionista de �Los Simpson�.

Gene Hackman compone a un
millonario destrozado por el tabaco.
Sigourney Weaver y Jennifer Love Hewitt
se sacan chispas.


Por Horacio Bernades

Como tantas mamás con hijas más que adolescentes, Max Conners trata a Page como si tuviera unos cuantos años menos, le recuerda que la tuvo por culpa de un tipo que como vino se fue, le critica las elecciones amorosas. Como tantas madres e hijas, Max y Page compiten para ver cuál de las dos tiene más sex appeal. En verdad, ambas lo tienen, y en cantidad. De piernas larguísimas y tremendos wonder-bra, Max sabe ser agresiva o sofisticada, según convenga a la ocasión. Page no será precisamente delicada, pero le basta con enfundar sus volúmenes en vestidos varios talles más chicos, para dejar sin respiración a propios y extraños. Una mamá e hija como tantas, si no fuera porque son socias en el negocio de embaucar incautos. Hasta el apellido las vende: en inglés, Conners suena a estafadoras.
Page es Jennifer Love Hewitt, la chica de rostro angelical y cuerpazo no tanto, de la serie televisiva “Party of Five”. Mamá Conners es la gran Sigourney Weaver. Hay que verla cambiar de look, pasar de novia guerrera a rusa misteriosa, hacer una sesión de strip o improvisar una desternillante versión de “Back in the U.S.S.R.”, para convencerse definitivamente de que, además de la teniente Ripley, la primera dama de Presidente por un día o la justiciera a cualquier precio de La muerte y la doncella, la Weaver es una comediante como pocas. Otro a quien Las estafadoras le da ocasión de demostrarlo es Gene Hackman, aquí hipermillonario y campeón de los fumadores en cadena, convertido en cascajo humano de tanta tos y tabaco, con unos pocos pelos en la testa, palidez cadavérica y nariz afiebrada. Es el candidato de oro –si es que no se muere antes– para que madre e hija den su último gran golpe y se retiren a una vida más tranquila.
Dirigida por David Mirkin, productor ejecutivo y guionista de “Los Simpson” (y cuya ópera prima, Romy and Michele’s High School Reunion, aquí editada en video, no estaba nada mal), Las estafadoras no es una comedia a la que le sobre sutileza. Pero funciona, como suelen hacerlo las comedias de estafadores (recordar Dos pícaros sinvergüenzas, con ese otro combo imbatible de Michael Caine y Steve Martin), cuando éstos son lo suficientemente simpáticos y los estafados, tan tontos como para merecerlo. Al comienzo excesivamente dependiente de vómitos inminentes, braguetas trabadas y fellatios interrumpidas, Las estafadoras crece junto con las maquinaciones de sus protagonistas y la tensión latente entre ellas. Varios gags bien puestos mantienen los motores encendidos, y Sigourney, Hackman y Jason Lee (miembro estable de la troupe Kevin Smith, memorable slacker millonario de Mumford) hacen el resto.
Lamentablemente, en algún momento los guionistas reculan, decidiendo que Love Hewitt haga honor a su nombre artístico. Le buscan un romance que la redima, y allí Las estafadoras empieza a perder el rumbo. De ahí en más, la cosa se estira demasiado, y los giros de comedia negra alla Hitchcock,con un cadáver difícil de trasladar, ya no son suficientes para rescatarla de los buenos sentimientos. Igual, con lo de antes alcanza. Por las dudas, ahí están los cameos de Anne Bancroft, Carrie Fisher y esos veteranos del “Saturday Night Live” que son Nora Dunn y Kevin Nealon, como para que el fuego nunca se apague del todo.

PUNTOS

 


 

“DESCUBRIENDO A FORRESTER”, DE GUS VAN SANT
De paseo por las ligas mayores

Por Luciano Monteagudo

Alguna vez fue el enfant terrible del nuevo cine estadounidense, la gran esperanza off Hollywood, el realizador capaz de internarse simultáneamente en el universo de William Burroughs y en el de Shakespeare y de hacer de una road movie un viaje lisérgico hacia los abismos de la cultura gay. Eran los tiempos de Mala noche, de Drugstore Cowboy, de Mi mundo privado, cuando Gus Van Sant hacía pensar que el cine independiente norteamericano era posible, que no se trataba de una etiqueta comercializada por el Festival de Sundance. Casi nada queda ya de aquel iconoclasta. En La vida por un sueño (To Die For, 1995), Van Sant probó su salto al mainstream y pareció que con ese film cáustico, impiadoso, que hacía de Nicole Kidman su mejor arma, podía encontrar un espacio propio en Hollywood. No fue así. En Descubriendo a Forrester, Van Sant puso su oficio al servicio de un proyecto diseñado por el protagonista y productor de la película, Sean Connery. Cabe suponer que Connery y sus asociados pensaron en Van Sant por el éxito que consiguió con En busca del destino (1998), un film con más de una similitud con Finding Forrester y que aquí el director se limita casi a copiar, como ya había copiado la Psicosis de Hitchcock, en una absurda remake.
En aquel film se trataba de un joven genio de las matemáticas oculto bajo el disfraz de portero, un disfraz que un gran profesor universitario se preocupaba por arrancar. Aquí el wonder boy es un adolescente negro de los márgenes postergados de Nueva York, un talento para el básquet pero también para la escritura. ¿Cómo es posible que ese muchacho, sin contacto con el mundo de la alta cultura, pueda ostentar semejante prosa, capaz de confundir a los catedráticos? Esa es la pregunta que, poco a poco, mueve a Forrester (Connery) a interesarse por ese freak, que lo hace romper con su retiro monacal, un retiro que remite de manera muy evidente a la legendaria ruptura con el mundo de J. D. Salinger.
En la más trillada convención de Hollywood, lo que sigue será un relato de iniciación, en el que el viejo escritor retirado se dedica a sacar brillo de ese diamante. En la guarida de Forrester, repleta de diarios amarillentos y pilas de libros que remiten a la gran literatura, alumno y tutor se lanzan a tipear al unísono en sendas máquinas de escribir, un frenético teclear cuyo noble sonido Van Sant –en la que quizás sea su puesta más interesante– equipara en valor al que produce la pelota de básquet picando en el departamento.
Hay algo interesante allí, un pragmatismo muy estadounidense en la manera de entender la literatura. Lo que el film viene a decir es que, en primer lugar, hay que tener el talento, pero luego se trata de entrenarse duramente, con un buen coach, como si hubiera que prepararse para la final de un campeonato, que en el caso de los escritores puede ser un concurso literario. Que ese concurso quede a cargo de un villano de historieta (F. Murray Abraham), un personaje estereotipadamente maligno, vuelve a sumergir al film en el convencionalismo. Se podrá argüir a favor de Van Sant que Descubriendo... tiene algunas escenas que demuestran fugazmente aquello que todavía resta de su talento –la primera salida al exterior de Forrester, perdido en un estadio; el paseo romántico de su discípulo con una chica de la alta sociedad– pero parece poco para un cineasta que supo dar lo mejor de sí cuando se movía en los márgenes y no aspiraba a la dudosa consagración de las ligas mayores.

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