Por Verónica
Abdala
Todos podemos ser en
algún momento de nuestras vidas el judío del otro, y a mí
siempre me interesó, antes que la condición de los verdugos,
la de los que pierden. Las palabras del español Antonio Muñoz
Molina, uno de los escritores más influyentes de su generación,
resonaban ayer por la tarde en una de las salas de la sede argentina de
editorial Alfaguara, en el marco de una teleconferencia de la que también
participaron periodistas de Bolivia, Colombia, México, Paraguay,
Perú, Uruguay, Ecuador y Puerto Rico. La presentación de
su nueva novela, Sefarad, a la que definió como un homenaje
a todos aquellos que por razones personales o políticas debieron
abandonar su lugar y mudar su voluntad y su energía hacia otro,
forzada o voluntariamente, a lo largo del siglo XX, fue la excusa
para referirse a la realidad del que escribe, al modo en que se combinan
en la novela historia y ficción, y al compromiso de los intelectuales
en las sociedades contemporáneas, entre otras cuestiones.
El libro que lleva como título el nombre que los judíos
le dieron a España, tras abandonar el país por la fuerza
es un homenaje a los exiliados, a los inmigrantes del mundo. Pero también
a aquellos que rompen con el pasado en busca de nuevas perspectivas. El
autor de El invierno en Lisboa, Plenilunio, El jinete polaco y Ardor guerrero
narra en Sefarad historias encadenadas de una serie de personajes ficticios
algunos, reales otros que, perteneciendo a geografías distantes
y a épocas diferentes, mantienen entre sí la desdicha
o la fortuna de haber visto en algún momento sus vidas tronchadas,
a causa del destierro.
La ficción es peligrosa al momento de colaborar con la construcción
de la memoria colectiva, y ése era uno de los aspectos que más
me preocupó durante el año y medio que me llevó escribir
el libro, reflexionó Muñoz Molina ante una pregunta
de Página/12. No perdamos de vista que los totalitarismos
del mundo argumentan su violencia siempre a partir de una distorsión
del pasado, a partir de las mentiras que nos cuentan, por ejemplo, acerca
de la supuesta traición de una raza a otra, que justificaría
la venganza. De manera que el escritor, si bien se mueve a partir de su
imaginación, no puede desatender algunas cuestiones que hacen a
la comprensión del mundo y de la historia de nuestros países,
para que ésta no se le pierda por el camino.
¿Y cómo es que adapta el material extraído
de la realidad a la hora de darle la forma de una novela?
A mí, la técnica narrativa me preocupa, pero de un
modo secundario. Lo que puntualmente me interesa contar son sensaciones
y experiencias, y también ciertas ideas: el paso del tiempo, el
olvido. En cada caso, busco la forma más directa o eficaz. No creo
que haya una fórmula, y la manera en que eso puede narrarse se
busca sobre la marcha.
Si hubiera que juzgar al siglo XX, ¿cuáles son los
hechos que usted rescata como positivos?
El hecho principal del siglo XX es sin duda la emancipación
de la mujer. En segundo lugar, la noción de que los derechos humanos
son universales.
La mexicana Elena Poniatowska, última ganadora del Premio
Alfaguara de Novela, declaró este mes a Página/12 que el
compromiso social y político del escritor es una obligación.
¿Cuál es su opinión al respecto?
Creo que la obligación existe, pero no para los escritores
ni para los intelectuales sino para los ciudadanos. Yo me planteo ese
compromiso, y me hago eco de determinadas causas, pero desde ese lugar.
No me parece que éstos deban dejarse llevar por la arrogancia,
ni el estrellato que a lo largo del siglo XX llevó a que los pensadores
dijeran tantos disparates. Me siento afectado por la injusticia en el
mundo, pero insisto en que en todo caso lo que pueda hacer o decir al
respecto derivará de mi condición de ciudadano.
Sefarad habla del desarraigo. ¿Cuál es
su visión sobre los migrantes actuales, y sobre cómo ésta
afecta a los países?
Toda migración produce una situación ventajosa para
el país que recibe a la gente y una desventajosa para aquel que
despide a los suyos. Quienes se van tienen su humanidad dolorosa, y una
voluntad muy fuerte de empezar otra vez. Por desgracia, la tentación
de dominar y de aplastar al otro está en todos los sistemas y regímenes
políticos. Cuando escribo de situaciones de este tipo, lo hago
con una conciencia clara de que además de que describo el pasado
estoy refiriendo a situaciones inmediatas. En estos mismos momentos están
ocurriendo, la gente está siendo humillada y perseguida en muchos
sitios.
¿Hay un patrón mundial de inmigrantes?
Los inmigrantes son aquellos que mudan su energía de un lugar
a otro, porque no se resignan, porque no aceptan. Claro que no es lo mismo
la migración forzada de un esclavo que el viaje voluntario de un
turista que quiere ver el mundo, o del inmigrante que va en busca de nuevas
oportunidades. Y sin embargo, ambos son parte de lo mismo. Estas últimas
son muy positivas, y las celebro en el libro. El mayor problema de la
globalización es que hay libertad de circulación de capitales,
pero no ocurre lo mismo con la circulación de ideas y de personas.
Si las personas tuvieran los mismos derechos que los capitales, sin duda
la globalización sería menos dañina.
A propósito de este mismo tema, ¿cree que la migración
y las formas que adopta a comienzos de este siglo están convirtiéndose
en material cada vez más frecuentes para los escritores?
No lo creo. Desde siempre la literatura ha tratado de gente que
está en desacuerdo con el sitio en el que está o con el
mundo que conoce, y quiere irse. Casi todas las novelas del siglo XIX
tratan de jóvenes que no se conforman con la vida que llevan y
que parten en busca de otro mundo. Lo mismo ocurre en libros tan antiguos
como La Odisea. El tema del viajero o del fugitivo es un tema universal,
porque es un tema que resume la condición humana.
En este libro usted convoca muchas voces, de personajes ficticios
y de otros reales, como Kafka o Primo Levi. ¿Qué pesó
más, la imaginación o los testimonios la realidad o la ficción?
La narración se alimenta del escuchar. Decía Kipling
que un escritor siempre tendrá historias a condición de
que sepa escuchar. Para mí, el motor de la literatura, es el acto
de escuchar lo que les ha ocurrido a otros. La curiosidad por conocer
las vidas de las gentes, la conciencia de que cada vida es una vida soberana
en la que cabe todo el horror y toda la felicidad. De manera que para
mí el espectáculo permanente es el espectáculo de
las vidas de los demás. Es ese un tesoro incalculable e inagotable,
y una permanente fuente de inspiración. La eficacia tendrá
que ver, en un segundo lugar, con la capacidad de narrarlas que pueda
tener el escritor. Pero las historias, esas que, claro, se elegirán
o no por afinidades personales, son las protagonistas de toda la cuestión.
El alimento principal de la literatura son las historias que tiene para
contar la gente que ha vivido. Su finalidad, captar las emociones de la
manera más nítidamente posible, para transmitírselas
a otros. En ese sentido, aunque el material original sea extraído
de la vida real, el momento de la escritura es siempre un momento de reinvención,
porque lo que se cuenta está naciendo en la página. Lo mejor
que nos puede pasar como lectores es sentir que lo que estamos leyendo
está ocurriendo en ese momento.
¿Por qué sostiene que la ficción es pura
alegría?
Porque quien escribe siente que el momento de la invención
ése en el que se da el salto de la experiencia concreta o
de lo literal a la invención se produce como una suerte de
explosión nuclear, mágica, que lo arrastra. La sensación
de dejarse llevar hacia el descubrimiento es una sensación de pura
alegría.
El trayecto del escritor
Antonio Muñoz Molina nació en Ubeda, Jaén,
en enero de 1956. Su magnífica novela negra El invierno en
Lisboa (1987) lo catapultó hacia el Premio Nacional de Literatura,
al que luego sumó el Premio Nacional de la Crítica
española. La historia de esa novela, con un vencido pianista
de jazz en el medio, llegó previsiblemente al cine, con Dizzy
Gillespie a cargo de la banda de sonido. La expectativa que generó
aquella novela sucesora de Beatus Ille (1986) fue confirmada por
el resto de su obra. Las otras vidas (1988), El jinete polaco por
la que obtuvo el Premio Planeta 1991, y otra vez el Premio Nacional
de Literatura, Beltenebros (1989) y Nada del otro mundo (1993)
confirmaron su presencia estelar en el panorama de las letras españolas.
Luego publicó El dueño del secreto (1994), Plenilunio
(1997), Pura alegría (1998) y Carlota Fainberg, novela ideal
para los lectores argentinos, ya que su acción está
ambientada en el Buenos Aires de fines de los años 80.
Es uno de los miembros más jóvenes de la Real Academia
Española, a la que ingresó en 1995.
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