Por Diego Fischerman
En 1842, Nueva York es una
ciudad con casas de madera y sin rascacielos. Tal vez aún no haya
empezado a pensarse a sí misma como la gran ciudad moderna. Pero
funda una orquesta. En esa isla al borde del Atlántico, un nativo
educado en Europa, el músico Urelli Corelli Hill, convoca a varios
colegas y crea una sociedad destinada a la ejecución de conciertos
públicos y a garantizar los derechos laborales de los instrumentistas.
Esta sociedad filarmónica, que se fusionó más adelante
con otras dos la Sociedad Sinfónica de Nueva York y la Orquesta
Thomas, dio su primer concierto el 7 de diciembre de ese año
en una sala del bajo Broadway, el Apollo Rooms. La obra elegida, la Sinfonía
Nº 5 de Ludwig Van Beethoven, pertenecía a un compositor muerto
hacía apenas 15 años. Brahms y Tchaikovsky eran contemporáneos.
Antonin Dvorak compuso para ella su Sinfonía Nº 9. Gustav
Mahler murió pensando en su próxima temporada al frente
de esta orquesta. La condujeron Richard Strauss, Toscanini, Furtwängler
y Bruno Walter. La Filarmónica de Nueva York, que la semana próxima
volverá a actuar en Buenos Aires, es, además de uno de los
organismos sinfónicos más importantes del mundo, un símbolo.
Su desarrollo marca el ascenso, al mismo tiempo, de una ciudad y de su
burguesía. Con los edificios gigantescos, con Wall Street, con
la fantasía del progreso perpetuo, con los sueños de los
inmigrantes que llegaban de a miles en los transatlánticos, esta
orquesta iba imaginándose, cada vez más, como la orquesta
de las orquestas. El nivel de impecabilidad técnica de sus integrantes,
sumado a ese gusto por lo europeo que la caracteriza desde su fundación
(casi nunca tuvo como titulares a directores nacidos en Estados Unidos)
le dan, en todo caso, su perfil. Un perfil en el que resultó fundamental
la figura de Leonard Bernstein, que la dirigió en público
por primera vez cuando, en 1942, siendo un joven asistente, debió
reemplazar sobre la hora al director titular.
En 1987, la Filarmónica de Nueva York convocó a más
de 100 mil personas en la avenida 9 de Julio. La dirigía Zubin
Mehta. Ya había tocado en Buenos Aires en 1958, conducida por Dmitri
Mitropolous y Leonard Bernstein y en 1982, también con Mehta. En
1992 volvió conducida por Kurt Masur, su titular desde un año
antes y repitió la visita cinco años después. Ahora,
cuando ya ha sido designado su sucesor (Lorin Maazel), Masur vuelve con
un programa que incluye algunas sorpresas y, además, una solista
de lujo. Los dos conciertos en el Colón y para el ciclo del
Mozarteum Argentino serán los próximos lunes 25 y
miércoles 27. Y con la orquesta viaja la notable soprano Felicity
Lott que hará, en ambas fechas, una de las obras cumbres de la
música vocal con orquesta: las 4 Ultimas Canciones de Richard Strauss.
El primer programa se completará con la Sinfonía Nº
4 de Anton Bruckner, un compositor por el que Masur tiene una marcada
predilección en sus conciertos anteriores, Masur había
conducido la Séptima y la Tercera. En el segundo habrá
otras obras de Richard Strauss (Don Juan y Till Eulenspiegel) y un estreno
para esta ciudad, el Water Percussion Concert de Tan Dun. Nacido en una
aldea rural china, trabajador desde niño en una plantación
de arroz y formado, en medio de la Revolución Cultural maoísta,
en el Conservatorio Central de Pekín, este compositor llegó
a Estados Unidos para hacer un posgrado en la Universidad de Columbia
(donde fue alumno del argentino Mario Davidovsky, entre otros) y se quedó
allí. Considerado Músico del Año por el New York
Times, compuso para YoYo Ma, para el Kronos Quartet y, también,
para la película El tigre y el dragón (cuya excelente banda
sonora le pertenece). La obra que la Filarmónica de Nueva York
tocará en el Colón le fue comisionada especialmente por
Kurt Masur.
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