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EL MUSEO DE LA PLATA DEVOLVIO LOS RESTOS DE UN CACIQUE
Un regreso a las tierras ranqueles

Fue un acto con una oración y el sonido del cultrum: tras 123 años
de estar guardados en el Museo
de Ciencias Naturales, los restos de Mariano Rosas (o Paguithruz) fueron entregados a sus descendientes. Hoy lo entierran en La Pampa.

Ana María Domínguez Rosas (izquierda) y Adolfo Rosas (centro): descendientes del cacique.

Por Cristian Alarcón

Nada hace pensar, en ese lugar de techos altos, esa sala llena de estudiantes de antropología, guías, funcionarios y unos cincuenta aborígenes, que fue la cárcel de los restos del cacique ranquel que gobernó toda la pampa central: Paguithruz o Mariano Rosas, el nombre con que lo bautizó su “padrino”, Juan Manuel de Rosas. Su manera de negociar durante los últimos diálogos con los huincas antes de la solución final aplicada contra la nación indígena, su inteligencia y su valor –es el hombre con el que dialoga Mansilla en Excursión a los Indios Ranqueles– le significaron un entierro en el que las lloronas no detuvieron sus lamentos durante dos días y los hombres no pararon de beber. Ahora, en una ceremonia más sencilla, sus restos, presos hace 120 años como objeto de colección, vuelven al silencio de la pampa. El grave sonido del cultrum en las escalinatas del Museo de Ciencias Naturales de La Plata, alrededor de un pequeño féretro, apenas comienza a despedirlo.
El silencio de los aborígenes que ayer esperaban para recuperar los restos de Mariano Rosas, cierto hermetismo inquebrantable, los mantuvo en su propia pasión hasta que todo terminó, por la noche, cuando el Tango 03 los llevó hasta su tierra. “Todos allá están esperando. Estamos ahogados en llanto, heridos por dentro, porque lo hemos necesitado durante mucho tiempo... estar con él allá, en el silencio de la pampa, y compartir con su espíritu que tantas veces nos ha faltado”. Ana María Domínguez Rosas, descendiente directa del cacique y secretaria del consejo de Loncos de la nación ranquel lo explicó de esa manera cuando este diario volvió a intentar hablar con ella antes de que subiera al avión en Aeroparque. “Nos espera nuestra gente”, dijo, mientras los miembros de la comitiva se tomaban una foto en las escalinatas de la nave, en una imagen histórica del viaje de regreso de los restos. “Esto implica un paso más en un largo programa de afianzamiento de la identidad indígena ligada fuertemente a la recuperación de sus tierras”, fue el nudo del discurso del viceministro de Desarrollo Social, Gerardo Morales, impulsor de una serie de programas articulados a través del Instituto de Asuntos Indígenas, INAI.
El silencio que añoran sus descendientes es el de un lugar sagrado en el que también estuvieron enterrados otros caciques de lo que fueron las naciones Tehuelche, Pehuenche y Rancul. Es un desolado punto a quinientos kilómetros de Santa Rosa, muy cerca del pueblo de Victorica, donde funcionó el centro político del cacicato y la sede del gobierno de Paguithruz. Allí, luego de su muerte, en 1874, fueron saqueadas las tumbas de varios caciques. La orden, para satisfacer el ansia positivista del completísimo museo de Berlín, vino del mismísimo capo de la Tercera División Expedicionaria del Desierto que invadió la tierra ranquel, el coronel Eduardo Racedo. Fue él quien ordenó que los cráneos fueran retirados de sus tumbas sagradas. Pero se arrepintió de exportarlos y terminó regalándoselos al erudito y coleccionista Estanislao Ceballos quien, según cuenta el arqueólogo Alberto Rex González, director del departamento de Arqueología del Museo durante 30 años y profesor Honoris Causa de la UNLP, logró acumular varios. Hace 123 años, regaló lo que consideraba sus objetos más preciados al Museo de Ciencias Naturales.
Ana María Domínguez Rosas, con su poncho atravesado y sus trenzas y sus joyas, y su diadema de círculos plateados; el anciano Adolfo Rosas -sobrino nieto del cacique, hijo de su sucesor, el guerrero Baigorrita–, algunos jóvenes de poncho, una mujer con una corona de plumas y una máquina fotográfica siempre en flash, ninguno de los 20 ranqueles que ayer lo fueron a buscar a La Plata tenían más interés que el de “rescatar” los restos del gran cacique Paguithruz. Una vez terminados los discursos, y con el féretro en las ajadas manos de su sobrino bisnieto, los miembros de la comunidad ranquel caminaron lentamente por las escalinatas del Museo, rodeados de gente, mientras la coordinadora del INAI, Ana González, abría camino entre el público y una docena de fotógrafos. En un punto, mirando hacia el poniente, don Adolfo se quedó quieto. Se oyó el golpe sobre elcuero del cultrum. Los verdaderos deudos giraron entonces alrededor del cacique, murmurando, diciendo sus oraciones, ajenos al resto, a los leones que flanquean con enormes colmillos el edificio, a los bustos de Darwin, Humboldt y Blumenbach. Giraron hasta que alzaron sus manos y con una invocación gritada al viento comenzaron el camino de regreso.
Si hay algo que distingue la vida de Mariano Rosas y su papel como cacique es su condición de ahijado del caudillo. Tenía nueve años cuando mientras su padre, Painé, encabezaba un malón al pueblo de Rojas y él cuidaba a la caballada junto a un grupo de chicos, una patrulla militar lo convirtió en cautivo. Casi un año pasó engrillado y preso en Santos Lugares. Pero, según la versión de Mansilla, en un interrogatorio el propio Juan Manuel de Rosas le sonsacó su linaje y de inmediato lo hizo bautizar con el nombre de Mariano. Mariano Rosas, el nombre con el que firmaría toda su vida, fue enviado a la estancia Los Pinos. Allí, el rigor del grillo pasó a ser el de su formación como peón de campo. “Aprendió hasta la saciedad que un peón de estancia era un sirviente con espuelas (...). La añoranza de sus desiertos y sus toldos empezó a cavarlo como una tisis”, describe Luis Franco, el autor de las picantes y políticamente incorrectas historias de vida: Los grandes caciques de la pampa. El hecho es que volvió a su tierra y juró no volver a pisar jamás el suelo que ya era huinca.
Paguithruz fue cacique desde 1858, después de la muerte de su hermano Calvaiú. A su toldo de Leubucó llegó Mansilla con su expedición en 1870, no había otra manera de hablar con él. La inteligencia y la capacidad de negociación del cacique lo fascinaron. “Es delgado, pero tiene unos miembros de acero. Nadie bolea, ni piala, ni sujeta el potro del cabestro como él. Una negra cabellera larga y lacia, nevada ya, cae sobre sus hombros y hermosea su frente (...)”, describe. Ayer, bajo una sobria luz de mediodía, comenzó su regreso. Este 24, el pueblo ranquel esperará el año nuevo indígena para venerar por primera vez después de tanto al hombre que había sido enterrado junto a sus mejores caballos mientras 200 lloronas sufrían frente su féretro.

 


 

LA HISTORIA DE LOS ABORIGENES CAUTIVOS EN MUSEOS
Una pieza viva de colección

Por C. A.

Cautivos hubo de los dos bandos. Así como mujeres blancas fueron a parar a manos de los indígenas, y el cráneo de Mariano Rosas se expuso durante dos décadas y durmió durante un siglo más en los depósitos del Museo de Ciencias Naturales de La Plata, así también hubo aborígenes cautivos en manos de huincas. “A principios de siglo el cacique Inacayal y otros capitanejos fueron llevados vivos al museo donde se los alojaba para que dieran informaciones sobre su pueblo a los etnógrafos y los antropólogos”, recordó el arqueólogo, doctor honoris causa, Alberto Rex González, en su discurso, destinado a las filas de la academia que no vieron con buenos ojos entregar lo que consideraban una valiosa propiedad museológica, aunque haya estado “guardada”, como un secreto fetiche, en un depósito del edificio por puro pudor positivista.
Don Alberto tiene 83 años y ha sido uno de los estudiosos que defendió desde el comienzo la entrega a su pueblo del esqueleto del cacique Inacayal. Los escritos de Clemente Onelli, dice, dejaron pruebas claras del horror que significó para los aborígenes vivir en un museo, en el que además de ser informantes, “desempeñaron las tareas más humildes, las más simples”. “Yo cacique en mi tierra, huincas robar mi tierra, matar mi gente, y robar mis caballos”, dicen que repetía Inacayal por los pasillos del museo, condenado a limpiar y cuidar hasta los restos de sus propios antepasados. Onelli se detiene, se confiesa emocionado por la escena final del cacique, cuando cerca del atardecer, presintió su muerte.
Inacayal caminó hasta el atrio del edificio de columnas griegas decorado con bustos de científicos y buscó el poniente. Se quitó las ropas que lo obligaban a usar, dejó su torso desnudo y pronunció una oración fúnebre que se perdió para siempre. “Los araucanos tenían poesía, oratoria de padres a hijos, había una elaboración de la palabra. Ese rezo se perdió como se perdió tanto más por imperio de los positivistas”, dice González. En el museo donde vivió Inacayal continúan ahora los cráneos robados de los caciques Brujo, Baigorrita y el gran Calfulcurá.

 

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