Por Cristian Alarcón
Nada hace pensar, en ese lugar
de techos altos, esa sala llena de estudiantes de antropología,
guías, funcionarios y unos cincuenta aborígenes, que fue
la cárcel de los restos del cacique ranquel que gobernó
toda la pampa central: Paguithruz o Mariano Rosas, el nombre con que lo
bautizó su padrino, Juan Manuel de Rosas. Su manera
de negociar durante los últimos diálogos con los huincas
antes de la solución final aplicada contra la nación indígena,
su inteligencia y su valor es el hombre con el que dialoga Mansilla
en Excursión a los Indios Ranqueles le significaron un entierro
en el que las lloronas no detuvieron sus lamentos durante dos días
y los hombres no pararon de beber. Ahora, en una ceremonia más
sencilla, sus restos, presos hace 120 años como objeto de colección,
vuelven al silencio de la pampa. El grave sonido del cultrum en las escalinatas
del Museo de Ciencias Naturales de La Plata, alrededor de un pequeño
féretro, apenas comienza a despedirlo.
El silencio de los aborígenes que ayer esperaban para recuperar
los restos de Mariano Rosas, cierto hermetismo inquebrantable, los mantuvo
en su propia pasión hasta que todo terminó, por la noche,
cuando el Tango 03 los llevó hasta su tierra. Todos allá
están esperando. Estamos ahogados en llanto, heridos por dentro,
porque lo hemos necesitado durante mucho tiempo... estar con él
allá, en el silencio de la pampa, y compartir con su espíritu
que tantas veces nos ha faltado. Ana María Domínguez
Rosas, descendiente directa del cacique y secretaria del consejo de Loncos
de la nación ranquel lo explicó de esa manera cuando este
diario volvió a intentar hablar con ella antes de que subiera al
avión en Aeroparque. Nos espera nuestra gente, dijo,
mientras los miembros de la comitiva se tomaban una foto en las escalinatas
de la nave, en una imagen histórica del viaje de regreso de los
restos. Esto implica un paso más en un largo programa de
afianzamiento de la identidad indígena ligada fuertemente a la
recuperación de sus tierras, fue el nudo del discurso del
viceministro de Desarrollo Social, Gerardo Morales, impulsor de una serie
de programas articulados a través del Instituto de Asuntos Indígenas,
INAI.
El silencio que añoran sus descendientes es el de un lugar sagrado
en el que también estuvieron enterrados otros caciques de lo que
fueron las naciones Tehuelche, Pehuenche y Rancul. Es un desolado punto
a quinientos kilómetros de Santa Rosa, muy cerca del pueblo de
Victorica, donde funcionó el centro político del cacicato
y la sede del gobierno de Paguithruz. Allí, luego de su muerte,
en 1874, fueron saqueadas las tumbas de varios caciques. La orden, para
satisfacer el ansia positivista del completísimo museo de Berlín,
vino del mismísimo capo de la Tercera División Expedicionaria
del Desierto que invadió la tierra ranquel, el coronel Eduardo
Racedo. Fue él quien ordenó que los cráneos fueran
retirados de sus tumbas sagradas. Pero se arrepintió de exportarlos
y terminó regalándoselos al erudito y coleccionista Estanislao
Ceballos quien, según cuenta el arqueólogo Alberto Rex González,
director del departamento de Arqueología del Museo durante 30 años
y profesor Honoris Causa de la UNLP, logró acumular varios. Hace
123 años, regaló lo que consideraba sus objetos más
preciados al Museo de Ciencias Naturales.
Ana María Domínguez Rosas, con su poncho atravesado y sus
trenzas y sus joyas, y su diadema de círculos plateados; el anciano
Adolfo Rosas -sobrino nieto del cacique, hijo de su sucesor, el guerrero
Baigorrita, algunos jóvenes de poncho, una mujer con una
corona de plumas y una máquina fotográfica siempre en flash,
ninguno de los 20 ranqueles que ayer lo fueron a buscar a La Plata tenían
más interés que el de rescatar los restos del
gran cacique Paguithruz. Una vez terminados los discursos, y con el féretro
en las ajadas manos de su sobrino bisnieto, los miembros de la comunidad
ranquel caminaron lentamente por las escalinatas del Museo, rodeados de
gente, mientras la coordinadora del INAI, Ana González, abría
camino entre el público y una docena de fotógrafos. En un
punto, mirando hacia el poniente, don Adolfo se quedó quieto. Se
oyó el golpe sobre elcuero del cultrum. Los verdaderos deudos giraron
entonces alrededor del cacique, murmurando, diciendo sus oraciones, ajenos
al resto, a los leones que flanquean con enormes colmillos el edificio,
a los bustos de Darwin, Humboldt y Blumenbach. Giraron hasta que alzaron
sus manos y con una invocación gritada al viento comenzaron el
camino de regreso.
Si hay algo que distingue la vida de Mariano Rosas y su papel como cacique
es su condición de ahijado del caudillo. Tenía nueve años
cuando mientras su padre, Painé, encabezaba un malón al
pueblo de Rojas y él cuidaba a la caballada junto a un grupo de
chicos, una patrulla militar lo convirtió en cautivo. Casi un año
pasó engrillado y preso en Santos Lugares. Pero, según la
versión de Mansilla, en un interrogatorio el propio Juan Manuel
de Rosas le sonsacó su linaje y de inmediato lo hizo bautizar con
el nombre de Mariano. Mariano Rosas, el nombre con el que firmaría
toda su vida, fue enviado a la estancia Los Pinos. Allí, el rigor
del grillo pasó a ser el de su formación como peón
de campo. Aprendió hasta la saciedad que un peón de
estancia era un sirviente con espuelas (...). La añoranza de sus
desiertos y sus toldos empezó a cavarlo como una tisis, describe
Luis Franco, el autor de las picantes y políticamente incorrectas
historias de vida: Los grandes caciques de la pampa. El hecho es que volvió
a su tierra y juró no volver a pisar jamás el suelo que
ya era huinca.
Paguithruz fue cacique desde 1858, después de la muerte de su hermano
Calvaiú. A su toldo de Leubucó llegó Mansilla con
su expedición en 1870, no había otra manera de hablar con
él. La inteligencia y la capacidad de negociación del cacique
lo fascinaron. Es delgado, pero tiene unos miembros de acero. Nadie
bolea, ni piala, ni sujeta el potro del cabestro como él. Una negra
cabellera larga y lacia, nevada ya, cae sobre sus hombros y hermosea su
frente (...), describe. Ayer, bajo una sobria luz de mediodía,
comenzó su regreso. Este 24, el pueblo ranquel esperará
el año nuevo indígena para venerar por primera vez después
de tanto al hombre que había sido enterrado junto a sus mejores
caballos mientras 200 lloronas sufrían frente su féretro.
LA
HISTORIA DE LOS ABORIGENES CAUTIVOS EN MUSEOS
Una pieza viva de colección
Por C. A.
Cautivos hubo de los dos bandos.
Así como mujeres blancas fueron a parar a manos de los indígenas,
y el cráneo de Mariano Rosas se expuso durante dos décadas
y durmió durante un siglo más en los depósitos del
Museo de Ciencias Naturales de La Plata, así también hubo
aborígenes cautivos en manos de huincas. A principios de
siglo el cacique Inacayal y otros capitanejos fueron llevados vivos al
museo donde se los alojaba para que dieran informaciones sobre su pueblo
a los etnógrafos y los antropólogos, recordó
el arqueólogo, doctor honoris causa, Alberto Rex González,
en su discurso, destinado a las filas de la academia que no vieron con
buenos ojos entregar lo que consideraban una valiosa propiedad museológica,
aunque haya estado guardada, como un secreto fetiche, en un
depósito del edificio por puro pudor positivista.
Don Alberto tiene 83 años y ha sido uno de los estudiosos que defendió
desde el comienzo la entrega a su pueblo del esqueleto del cacique Inacayal.
Los escritos de Clemente Onelli, dice, dejaron pruebas claras del horror
que significó para los aborígenes vivir en un museo, en
el que además de ser informantes, desempeñaron las
tareas más humildes, las más simples. Yo cacique
en mi tierra, huincas robar mi tierra, matar mi gente, y robar mis caballos,
dicen que repetía Inacayal por los pasillos del museo, condenado
a limpiar y cuidar hasta los restos de sus propios antepasados. Onelli
se detiene, se confiesa emocionado por la escena final del cacique, cuando
cerca del atardecer, presintió su muerte.
Inacayal caminó hasta el atrio del edificio de columnas griegas
decorado con bustos de científicos y buscó el poniente.
Se quitó las ropas que lo obligaban a usar, dejó su torso
desnudo y pronunció una oración fúnebre que se perdió
para siempre. Los araucanos tenían poesía, oratoria
de padres a hijos, había una elaboración de la palabra.
Ese rezo se perdió como se perdió tanto más por imperio
de los positivistas, dice González. En el museo donde vivió
Inacayal continúan ahora los cráneos robados de los caciques
Brujo, Baigorrita y el gran Calfulcurá.
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