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SABOR Y "TUMBAO"
A la manera cubana

Plátanos, puercos, enchiladas, ropas viejas, mojitos, toneladas de azúcar, tumbaos y trompetas: la movida cubana está instalada en el frío porteño con su mezcla soleada de buena comida caribeña y música que sacude.

Por Sergio Kiernan

Alguien afina el piano eléctrico con un lento tumbao, la mano izquierda que va y viene en contrapunto con el disco que inunda el lugar, uno de los clásicos salseros. Detrás del mostrador, grande y maderudo como el de un pub, los mulatos se afanan de la licuadora a la heladera, del hielo picado a las estanterías, a toda velocidad. Mezclan, mezclan, animándose con frases donde las eyes suenan como íes. Son cubanos, preparan daiquiris y otros misterios dulzones y comandan un fenómeno porteño: la importación de una parte de Cuba a Buenos Aires.
En una época no tan lejana, comida exótica en esta ciudad era un plato de roasbeef tibio y rojo acompañado con un pudding indescriptible: simple, inglés y sin sal. Un día, hará una década, nos despertamos y empezamos con el tandoori, el tai y el chino multiplicado –o sea, el restaurante cantonés o sureño, no el tenedor libre con milanesas–. Un barrio entero, Las Cañitas, parece dedicado a esa especie de comida world que no es exactamente de ningún país, pero incluye especies, brotes de bambú, curries diversos, tés de colores y otras cosas raras.
Pensándolo bien, no podía faltar Cuba, una isla que tiene una buena interfase con los argentinos, relación marcada por el sol y aceitada por el combustible caribeño, el ron. Hay tres baluartes cubanos, todos en el centro porteño, todos nacidos de un viaje feliz y de las ganas de hacer eso en Argentina. Rey Castro, Tocororo y Guantanamera son los baresrestaurantes que más azúcar consumen en el Cono Sur, los que tienen proveedores de ramas frescas de menta para el mojito, los únicos que tienen camareros –y no mozos– que hablan de tú.
En la calle Perú a metros de Belgrano, Rey Castro se aloja en una casona vieja, de los tiempos en que Buenos Aires construía con columnas y arcos de medio punto, como en la Habana Vieja. Es un salonazo con carteles escritos en cubano –”¡Escoge iá tu trago!”, “Mi Cuba es tuya”–, banderas y murciélagos negros de Bacardí. Cuentan sus dueños que el bar nació de una vacación cubana, “la mente ociosa”, las ganas de traerse la isla a casa, “de darle ese placer a la gente”. Tocororo, en uno de los paquetes galpones de Puerto Madero, a la altura de la calle Moreno, tiene una historia similar: socios que no eran gastronómicos y se conectaron con cubanos para hacer bien las cosas. Es más restaurante que bar y, como el Guantanamera, la marca es Havana Club.
Para que haya movida cubana tienen que haber ciertos platos y cierto concepto de la diversión. Tiene que haber Ropa Vieja, una carne desmenuzada y bien sazonada en salsa de tomate, acompañada de Moros y Cristianos, el plato de arroz y porotos negros que va con todo lo que se come en Cuba. También hay Enchilado de camarones, donde se los fríe en mantequilla, fuertemente acompañados por salsa de tomate con ajo y cebolla. Siguen los guacamoles diversos (siempre palta, asociado al salmón y las frutas tropicales), los cebiches pescaderos, exotismos como la yuga frita, los picadillos, los congri y, para los que se animen, bombas como las masas de cerdo, que consisten en trozos de lechón fritas en su propia gordura.
La comida, claro, no es canónica. Gastón, uno de los cubanos que animan y tocan en Tocororo, explica las dificultades de lograr un sabor cubano en un país tan lejano y diferente que hasta el arroz es distinto, ni hablar del paladar, acostumbrado a rarezas como beber vino toda la noche. Sin embargo, el cubano –que es parte de una empresa del Ministerio de Cultura de su país y está bajo contrato en el frío porteño– explica que la cosa es usar la lógica caribe. “Para adaptar un plato, hacemos cosas como lomos con frutas,” detalla. “En Cuba, cocer frutas es lo más normal y le da al plato el toque criollo que gustamos”.
Lo que falta lo ponen las trompetas. Todos los reductos cubanos tienen música en vivo todos los días y comienzan a calentarse los jueves a la noche, culminando con sábados de baile hasta la madrugada, con abundancia de cubanos de paso o residentes que no se pierden una. Las demás noches -y los mediodías, con menúes ejecutivos a buen precio– son más tranquilas y los criollos aprovechan para explicar en detalle qué se come y qué se bebe en su país.
Los argentinos se prenden con gusto a la experiencia cultural. Todos los camareros –y personajes como Gudelia, la cocinera del Tocororo que cada tanto emerge de sus potes y sartenes para conmover con un bolero a la antigua– reportan la simpatía instantánea hacia lo cubano del porteño. “Deben ser los buenos recuerdos de las vacaciones”, especula Gastón, “de los que fueron a Cuba con simpatía por nuestra revolución y los que fueron y se encontraron con algo mejor de lo que esperaban. Y lo encuentran aquí también”.

 

el secreter

Vergüenza

“Nos avergonzamos de demasiadas cosas, de nuestro aspecto y creencias pasadas, de nuestra ingenuidad e ignorancia, de la sumisión o el orgullo que una vez mostramos, de la transigencia y la intransigencia, de tantas cosas propuestas o dichas sin convencimiento, de habernos enamorado de quien nos enamoramos y haber sido amigo de quienes lo fuimos; las vidas son a menudo traición y negación continuas de lo que hubo antes, se tergiversa y deforma todo según va pasando el tiempo y, sin embargo, seguimos teniendo conciencia, por mucho que nos engañemos, de que guardamos secretos y encerramos misterios, aunque la mayoría sean triviales.” (Javier Marías, en Mañana en la batalla piensa en mí, Alfaguara.)

 

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