Una cosa
es comprender la violencia política, atribuyéndola
a situaciones límite, pero otra muy distinta es legitimarla
afirmando que dadas las circunstancias el gobierno tiene el deber
moral de ceder ante ella. El día en que una proporción
suficiente de dirigentes, trátese de políticos,
sindicalistas o intelectuales, decidan que la sociedad argentina
es tan monstruosamente injusta que es perfectamente lícito
rebelarse contra la ley, el país entrará una vez más
en una zona que ya conoce muy bien, una que se ve signada por la
violencia en que, como es lógico, siempre ganan los más
fuertes. ¿Serían éstos los piqueteros,
los desocupados y los estructuralmente pobres? ¿Los
depauperados que están cayendo de la clase media? Claro que
no. A menos que un caudillo ambicioso diera algunos mendrugos a
cambio de su colaboración a los que han aportado pruebas
de su talento para organizar protestas, la violencia sería
puesta al servicio de los de arriba que, como es su
costumbre, se defenderían sin preocuparse demasiado por los
intereses ajenos.
Así las cosas, es alarmante la voluntad de quienes se sienten
indignados por la miseria que campea por buena parte del país
de reivindicar a los especialistas en cortar rutas y de mofarse
de los que sospechan que individuos de aspiraciones nada progresistas
se han dedicado a echar nafta sobre los incendios que se han declarado.
Lo es porque de difundirse mucho más la idea de que los
políticos sean una manga de corruptos, el presidente
un inútil que ni siquiera sea capaz de gobernar a su propio
gabinete y que haya que destruir el modelo económico
sin disponer antes del esbozo de una .alternativa, el país
volverá a lo que era cuando los más concordaban en
que lo que necesitaba era una mano muy dura.
Puede que en la actualidad los frustrados constituyan una mayoría
abrumadora, pero esto no significa que de producirse una ruptura
muchos se solidarizarían con los que dicen querer un arreglo
social más justo, algunos de los cuales parecen estar resueltos
a cavar su propia tumba, acaso con la esperanza de que si sucediera
lo peor tendrían la posibilidad de proclamarse triunfadores
morales. Lo más probable sería que el grueso de la
población, incluyendo a muchos indigentes, terminara encolumnándose
tras una versión presuntamente civil del general Videla que
estuviera dispuesta a insinuar que los problemas del país
tienen mucho que ver con la subversión tanto
política como intelectual y que, claro está, aplicaría
con celo furioso recetas económicas que serían todavía
más derechistas que las ensayadas por la Alianza.
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