Humores
Por J. M. Pasquini Durán
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En su más reciente
presentación ante el juez Urso, anteayer, Carlos Menem se quejó
del trato que recibe de la prensa. El mismo día, los voceros oficiales
del sucesor presidencial, Fernando de la Rúa, lamentaron por mal
camino las sátiras sobre la conducta del jefe de Estado del humor
gráfico y audiovisual. ¿Han revisado la tradición
del humor político argentino durante más de un siglo? Estos
voceros, sin decirlo, reivindicaron el delito de desacato, ya derogado,
que el ex Presidente empleó con abuso para perseguir periodistas
y prensa que no eran de su paladar. A todos ellos, según parece,
el derecho constitucional a la libertad de expresión les acomoda
bien sólo cuando puedan perjudicar a sus adversarios de turno.
Si tuvieran causa probable, además, poseen el legítimo derecho
de defensa y las garantías judiciales pertinentes, puesto que los
códigos y leyes vigentes los habilitan para demandar castigo contra
los abusos difamatorios o infamantes, en los mismos tribunales a los que
debe someterse cualquier ciudadano para litigar por sus derechos injuriados.
Cualquier persona que se exhibe en público, desde las coristas
hasta los presidentes, aspira a contar con buena prensa y
para conseguirla emplea toda clase de recursos, desde los especialistas
de imagen hasta el tráfico de influencias. A veces, los gobiernos
elegidos en las urnas emplean métodos más coercitivos, en
particular la distribución selectiva de cupos de publicidad paga
o de créditos financieros en los bancos oficiales. Las restricciones
de propaganda comercial también son usadas por corporaciones empresarias
y sus ejecutivos principales, con el mismo propósito: acogotar
o engordar las economías legítimas de los medios de acuerdo
a la menor o mayor disposición amistosa con sus intereses
particulares de las políticas editoriales de cada uno. El que concede
sin convicción, por codicia o por necesidad de supervivencia, sea
humorista o editorialista, quiéralo o no, está vulnerando
los derechos de los ciudadanos a la información o a elegir con
libertad los esparcimientos disponibles.
En realidad, los medios son menos omnipotentes de lo que creen los que
quieren sojuzgarlos a su arbitrio. Si la voluntad popular fuera objeto
de la fácil manipulación mediática, las dictaduras
serían eternas, porque a la variedad de recursos de coerción
le agregan la censura directa, las clausuras, el destierro, la prisión
y el asesinato de los que figuran en las listas negras. Aún hoy
en día es motivo de bochorno para los que defienden el derecho
a la información aquellas conductas de cerrada autocensura en importantes
medios masivos del país durante la última dictadura del
siglo XX, pero ni así ese régimen pudo durar un día
más después que la mayoría del pueblo decidió
oponerse a su continuidad. No quiere decir que el poder de los medios
sea inexistente, incluso su capacidad de distorsionar o manipular, sobre
todo cuando su propiedad se hace monopólica, pero el verdadero
potencial de su influencia radica en la credibilidad que le otorgan las
audiencias. Sin esa condición cualquier éxito decae y ninguna
exageración resiste.
Cuando Menem ganó la reelección, en 1995, al final del escrutinio
remarcó que había triunfado sobre los medios masivos que,
por entonces, daban cuenta de los escándalos y sospechas generalizadas
de corrupción durante su primer mandato. El electorado hizo caso
omiso de esa información, que adquirió valor recién
dos años después, cuando emergió la Alianza como
opción de alternativa. De manera que el ex Presidente exagera a
sabiendas si atribuye su situación actual a cualquier opinión
de la prensa. Sobreactúan también los voceros presidenciales
al darles tanta importancia a los humores de la prensa y a los humoristas
del entretenimiento. Ninguno de ellos, aún en la desmesura, pone
en peligro la estabilidad institucional ni la investidura del Poder Ejecutivo.
Eligen mal el sitio para depositar sus preocupaciones y equivocan los
sentimientos, mientras tratan de halagar como pueden a los golpistas deayer
y a los de hoy. Deberían agradecer a los humoristas que logran
traducir la depresión generalizada en sonrisas y carcajadas, porque
aflojan por un rato la tensión de tantos que tienen motivos para
vivir enojados y sombríos en todo momento. No hay peor chiste que
ocuparse de las trivialidades, cuando hay asuntos tan serios como la pobreza
que requieren urgente y concentrada atención.
REP
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