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ESTRENOS DE LA SEMANA
“LA LIBERTAD”, SINGULAR OPERA PRIMA DE LISANDRO ALONSO
Crónica de un hombre solo

Rodada al margen de cualquier especulación comercial, con un presupuesto ínfimo, esta opera
prima hace del director argentino
una revelación. Por su parte, con �La comunidad�, Alex de la Iglesia firma su película más oscura, y más madura.

Misael Saavedra, un hachero pampeano, es el protagonista excluyente de �La libertad�.

Por Luciano Monteagudo

En sus legendarias Notas sobre el cinematógrafo, el director francés Robert Bresson planteaba que una película “no está hecha para pasear los ojos sino para penetrar en ella y ser absorbido por entero”. Algo de ese raro poder de hipnosis, de ese carácter intransigente es el que anima a La libertad, la opera prima de Lisandro Alonso (25 años), que viene de tener su estreno internacional en el Festival de Cannes, en la sección “Un Certain Regard”. Apenas un día en la vida de un hachero solitario de La Pampa, nada más, es lo que narra La libertad y, sin embargo, ese material tan sobrio, tan exiguo, le alcanza a Alonso para dar una visión del mundo y del cine, sin tener la necesidad siquiera de preguntarse por esa frontera indiscernible entre ficción y documental. El film está allí y su sola presencia parecería de pronto hacer superflua esa pregunta.
El haber sido rodada con escasos 30 mil dólares, con un único personaje y prácticamente sin diálogos –el primero, apenas un saludo, aparece recién a los 31 minutos de película– hacen de La libertad un film sin duda fuera de norma en el panorama del cine argentino (y no sólo en el cine argentino). Esa excentricidad esencial del film, sin embargo, no está nunca declamada, como si La libertad exigiera para sí no sólo esa soberanía que se desprende de su título sino también la discreción y el callado ascetismo de su protagonista, al que sigue minuciosamente en su tarea cotidiana. Se diría que lo más interesante de la película de Alonso está precisamente allí, en la manera en que el film hace suya –en el montaje, en la puesta en escena– la economía de medios del hachero Misael, su proverbial habilidad para “maderear”, como él define su trabajo.
Con un solo golpe de hacha Misael corta una rama, con otro la marca y con un tercero le quita la corteza, mientras con el mango mide un tronco, siempre con rapidez y precisión. Es un trabajo duro, pero no parece haber casi esfuerzo en la tarea; todos sus movimientos son seguros y naturales, como si hubiera nacido ya con ese conocimiento. Así como cada acción, cada gesto de Misael parece el único posible en relación con su trabajo, lo mismo sucede con el film, en el que la cámara da la impresión de estar ubicada siempre en el mejor lugar, ni muy lejos ni demasiado cerca, a una distancia exacta, siempre respetuosa y prudente, como para dar cuenta de esa vida sin invadirla. La mayoría de los planos son largos y sostenidos, pero nunca pesan, ni tampoco sobran; lo mismo puede decirse de cada una de las acciones de Misael, que es capaz de dosificar con rigor –algo básico en la soledad del monte– desde un trago de agua hasta los restos de una comida o las pitadas de un cigarrillo.
Solamente una vez, cuando Misael se tira unos minutos a dormir una siesta, la cámara se permite liberarse del personaje e internarse sola en el monte, avanzando a campo traviesa con la extraña levedad de un sueño. Por lo demás, el film –que hace del sonido directo un elemento dramático, con el estrépito de la motosierra acallando de pronto el canto de los pájaros– se ciñe invariablemente a ese personaje alejado de la civilización, mimetizado con una naturaleza rústica, severa. Esa soledad esencial es también un elemento que tiende a acercar a Misael a los aislados protagonistas de los films de Bresson, al carterista de Pickpocket o al evadido de Un condenado a muerte se escapa, que también utilizaban sus manos con similar maestría. El camino que sigue Alonso por momentos parece un poco el mismo –la eliminación del actor, la desaparición de los diálogos, la pureza de la puesta en escena–, pero con objetivos muy diferentes. Mientras el cine de Bresson buscaba (y encontraba) en una mano, en un rostro, en una acción, las huellas de una presencia divina, superior, La libertad en cambio se conforma con observar escrupulosamente la peculiar rutina de un hombre solo y, a partir de esa unidad, reflejar con transparencia algo del mundo, aquello intrínsecamente humano que hay en todos los hombres.

PUNTOS

 


 

Una España negra, como piel de toro

Por Martín Pérez

La escena aparece cuando aún no se ha terminado de presentar la historia central del film. Mientras la protagonista se enjabona despreocupadamente en la ducha, su cuerpo desnudo es observado a través de la ventana del baño por un extraño individuo disfrazado de Darth Vader. “Voy a tener que utilizar La Fuerza”, dice el mirón, llevándose una mano a la entrepierna, sin dejar de espiar ni por un segundo a su vecina. Homenaje paródico y desprejuiciado a tanto fanatismo hacia la Guerra de las Galaxias, esta escena también es un ejemplo de todo lo que no es La comunidad, un film con el que el español Alex de la Iglesia da cuenta de su madurez como cineasta y no deja que ninguna subtrama ni ningún capricho lo desvíen de la historia que ha decidido contar.
Homenajeando al gran Alfred Hitchcock desde los mismísimos títulos, el quinto opus de De la Iglesia se dedica a contar de la mejor manera posible una historia lineal y sencilla, llena de terror y de suspenso, en la que una mujer común y corriente –es decir, codiciosa y ambiciosa como cualquiera– no puede dejar pasar la oportunidad de su vida. Que es también –y he aquí el conflicto– la única oportunidad en la vida de unos cuantos más; tan comunes, corrientes, codiciosos y ambiciosos como ella.
Menos pretenciosa –y también menos generosa– que Muertos de risa (su film anterior) y tan perfectamente dentro del registro genérico como la formidable El día de la bestia, La comunidad es como un Alien sin nave espacial, como una Isla del Tesoro sin isla, como El inquilino pero con propietarios. Claro que tiene toda la paranoia del film de Polanski, un mapa y un tesoro escondido como en la inmortal historia de Stevenson y, por supuesto, un monstruo como en el film de Ridley Scott. Pero aquí semejante bestia no necesita ser extraterrestre. Nada de eso: el monstruo en cuestión, el auténtico protagonista del film de De la Iglesia es la comunidad de la que habla el título. Una comunidad dirigida por los inevitable dictadores del bien común, que no soportarán que una recién llegada les arruine su paciente plan trazado durante años de esperar el momento.
Inocente empleada temporaria de inmobiliaria, el pecado original del personaje interpretado por Carmen Maura será el de querer disfrutar –por tan sólo una noche– de los placeres del piso que presenta a los ocasionales clientes. Esa noche, sin embargo, alcanzará para que su destino quede, tan azarosa pero irremediablemente, vinculado al destino común de todos los propietarios de cada uno de los pisos del edificio. La casualidad la pondrá frente al tesoro escondido, pero será su ambición la que la hará pelear por su vida entre miradas torvas y un botín de trescientos millones de pesetas.
Si Almodóvar fue –al producir su primer largometraje– el responsable de que De la Iglesia entrase por la puerta grande al mundo del cine español, un film como La comunidad sólo es posible gracias a una ChicaAlmodóvar. Construida alrededor de la presencia de Carmen Maura –cuyo protagónico, sin ir más lejos, permite que el público porteño no haya tenido que sufrir los habituales dos años de espera por cada film de De la Iglesia, como sucedió con Muertos de risa–, La comunidad es un más que merecido Maurashow. A su alrededor, es cierto, deambulan los geniales personajes secundarios que bien sabe construir De la Iglesia –y su guionista de siempre, Jorge Guerricaecheverría–, pero tanto las irreprochables ganas de vivir como la decidida ambición necesarias para construir semejante protagónico sólo pueden esperarse de semejante actriz, irreprochable y majestuosa en un papel que la consagra como la gran Bette Davis del cine en castellano.

PUNTOS

 


 

“THE BODY”, PRODUCCION ISRAELI CON ANTONIO BANDERAS
Para sacarle bien el cuerpo

Por M. P.

Es inevitable. A la hora de pensar en el título del film, antes de tener alguna información sobre su argumento, está claro que el cuerpo al que se refiere el título es el de Antonio Banderas. Es que sólo por su protagónico se puede comprender que semejante film se estrene en Argentina, y que no quepa duda que quienes vayan a verlo, estarán pagando una entrada para verlo a él.
Sin embargo, y para no ser aún más irreverentes que un tal John Lennon, hay que aclarar que el argumento detrás de este intrascendente film del estadounidense Jonas Mc Cord habla de otro cuerpo, uno mucho más importante que el del buen Banderas. El cuerpo en cuestión no es otro que el de Jesús. La historia alrededor de El cuerpo habla del descubrimiento de una tumba en una Jerusalén explosiva y contemporánea, atrapada entre la intransigente política israelí y el terrorismo extremista palestino. En esa tumba, una bella arqueóloga está convencida de haber descubierto lo que queda del cuerpo mortal de Jesús. Lo que, de ser verdad, demostraría que no hubo resurrección. Y eso significaría –explica el film– el fin del cristianismo.
Con semejante tesis extremista como anzuelo, lo que en realidad tiene El cuerpo para ofrecer como film es una trama aburrida y trastabillante, llena de vacías líneas de diálogo, que oscilan entre el infantilismo o la didáctica más básica, y que pretenden recorrer la tensión entre política, ciencia y religión. En medio de semejantes pretensiones, tanto Olivia Williams (la bella protagonista de Rushmore y Sexto sentido, aquí como la arqueóloga en cuestión) como Antonio Banderas (que interpreta a un sacerdote estadounidense de origen salvadoreño, enviado por el Vaticano a investigar el asunto) quedan atrapados en un romance imposible.
Mientras su investigación prosigue con una lentitud y una soledad inverosímiles, el film deambula de intriga en intriga, con visitas a extremistas tanto de un bando como del otro, todo condimentado con interminables paneos de una Jerusalén tan protagonista como víctima de una trama torpe y engreída, inútilmente extensa, y que reserva para su epílogo lo más burdo de tanta pretensión devenida golpe bajo. Algo de lo que, justo es decirlo, el pobre Banderas no tiene la más mínima culpa.

PUNTOS

 

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