Por Luciano Monteagudo
En sus legendarias Notas sobre
el cinematógrafo, el director francés Robert Bresson planteaba
que una película no está hecha para pasear los ojos
sino para penetrar en ella y ser absorbido por entero. Algo de ese
raro poder de hipnosis, de ese carácter intransigente es el que
anima a La libertad, la opera prima de Lisandro Alonso (25 años),
que viene de tener su estreno internacional en el Festival de Cannes,
en la sección Un Certain Regard. Apenas un día
en la vida de un hachero solitario de La Pampa, nada más, es lo
que narra La libertad y, sin embargo, ese material tan sobrio, tan exiguo,
le alcanza a Alonso para dar una visión del mundo y del cine, sin
tener la necesidad siquiera de preguntarse por esa frontera indiscernible
entre ficción y documental. El film está allí y su
sola presencia parecería de pronto hacer superflua esa pregunta.
El haber sido rodada con escasos 30 mil dólares, con un único
personaje y prácticamente sin diálogos el primero,
apenas un saludo, aparece recién a los 31 minutos de película
hacen de La libertad un film sin duda fuera de norma en el panorama del
cine argentino (y no sólo en el cine argentino). Esa excentricidad
esencial del film, sin embargo, no está nunca declamada, como si
La libertad exigiera para sí no sólo esa soberanía
que se desprende de su título sino también la discreción
y el callado ascetismo de su protagonista, al que sigue minuciosamente
en su tarea cotidiana. Se diría que lo más interesante de
la película de Alonso está precisamente allí, en
la manera en que el film hace suya en el montaje, en la puesta en
escena la economía de medios del hachero Misael, su proverbial
habilidad para maderear, como él define su trabajo.
Con un solo golpe de hacha Misael corta una rama, con otro la marca y
con un tercero le quita la corteza, mientras con el mango mide un tronco,
siempre con rapidez y precisión. Es un trabajo duro, pero no parece
haber casi esfuerzo en la tarea; todos sus movimientos son seguros y naturales,
como si hubiera nacido ya con ese conocimiento. Así como cada acción,
cada gesto de Misael parece el único posible en relación
con su trabajo, lo mismo sucede con el film, en el que la cámara
da la impresión de estar ubicada siempre en el mejor lugar, ni
muy lejos ni demasiado cerca, a una distancia exacta, siempre respetuosa
y prudente, como para dar cuenta de esa vida sin invadirla. La mayoría
de los planos son largos y sostenidos, pero nunca pesan, ni tampoco sobran;
lo mismo puede decirse de cada una de las acciones de Misael, que es capaz
de dosificar con rigor algo básico en la soledad del monte
desde un trago de agua hasta los restos de una comida o las pitadas de
un cigarrillo.
Solamente una vez, cuando Misael se tira unos minutos a dormir una siesta,
la cámara se permite liberarse del personaje e internarse sola
en el monte, avanzando a campo traviesa con la extraña levedad
de un sueño. Por lo demás, el film que hace del sonido
directo un elemento dramático, con el estrépito de la motosierra
acallando de pronto el canto de los pájaros se ciñe
invariablemente a ese personaje alejado de la civilización, mimetizado
con una naturaleza rústica, severa. Esa soledad esencial es también
un elemento que tiende a acercar a Misael a los aislados protagonistas
de los films de Bresson, al carterista de Pickpocket o al evadido de Un
condenado a muerte se escapa, que también utilizaban sus manos
con similar maestría. El camino que sigue Alonso por momentos parece
un poco el mismo la eliminación del actor, la desaparición
de los diálogos, la pureza de la puesta en escena, pero con
objetivos muy diferentes. Mientras el cine de Bresson buscaba (y encontraba)
en una mano, en un rostro, en una acción, las huellas de una presencia
divina, superior, La libertad en cambio se conforma con observar escrupulosamente
la peculiar rutina de un hombre solo y, a partir de esa unidad, reflejar
con transparencia algo del mundo, aquello intrínsecamente humano
que hay en todos los hombres.
PUNTOS
Una
España negra, como piel de toro
Por
Martín Pérez
La escena aparece
cuando aún no se ha terminado de presentar la historia central
del film. Mientras la protagonista se enjabona despreocupadamente en la
ducha, su cuerpo desnudo es observado a través de la ventana del
baño por un extraño individuo disfrazado de Darth Vader.
Voy a tener que utilizar La Fuerza, dice el mirón,
llevándose una mano a la entrepierna, sin dejar de espiar ni por
un segundo a su vecina. Homenaje paródico y desprejuiciado a tanto
fanatismo hacia la Guerra de las Galaxias, esta escena también
es un ejemplo de todo lo que no es La comunidad, un film con el que el
español Alex de la Iglesia da cuenta de su madurez como cineasta
y no deja que ninguna subtrama ni ningún capricho lo desvíen
de la historia que ha decidido contar.
Homenajeando al gran Alfred Hitchcock desde los mismísimos títulos,
el quinto opus de De la Iglesia se dedica a contar de la mejor manera
posible una historia lineal y sencilla, llena de terror y de suspenso,
en la que una mujer común y corriente es decir, codiciosa
y ambiciosa como cualquiera no puede dejar pasar la oportunidad
de su vida. Que es también y he aquí el conflicto
la única oportunidad en la vida de unos cuantos más; tan
comunes, corrientes, codiciosos y ambiciosos como ella.
Menos pretenciosa y también menos generosa que Muertos
de risa (su film anterior) y tan perfectamente dentro del registro genérico
como la formidable El día de la bestia, La comunidad es como un
Alien sin nave espacial, como una Isla del Tesoro sin isla, como El inquilino
pero con propietarios. Claro que tiene toda la paranoia del film de Polanski,
un mapa y un tesoro escondido como en la inmortal historia de Stevenson
y, por supuesto, un monstruo como en el film de Ridley Scott. Pero aquí
semejante bestia no necesita ser extraterrestre. Nada de eso: el monstruo
en cuestión, el auténtico protagonista del film de De la
Iglesia es la comunidad de la que habla el título. Una comunidad
dirigida por los inevitable dictadores del bien común, que no soportarán
que una recién llegada les arruine su paciente plan trazado durante
años de esperar el momento.
Inocente empleada temporaria de inmobiliaria, el pecado original del personaje
interpretado por Carmen Maura será el de querer disfrutar por
tan sólo una noche de los placeres del piso que presenta
a los ocasionales clientes. Esa noche, sin embargo, alcanzará para
que su destino quede, tan azarosa pero irremediablemente, vinculado al
destino común de todos los propietarios de cada uno de los pisos
del edificio. La casualidad la pondrá frente al tesoro escondido,
pero será su ambición la que la hará pelear por su
vida entre miradas torvas y un botín de trescientos millones de
pesetas.
Si Almodóvar fue al producir su primer largometraje
el responsable de que De la Iglesia entrase por la puerta grande al mundo
del cine español, un film como La comunidad sólo es posible
gracias a una ChicaAlmodóvar. Construida alrededor de la presencia
de Carmen Maura cuyo protagónico, sin ir más lejos,
permite que el público porteño no haya tenido que sufrir
los habituales dos años de espera por cada film de De la Iglesia,
como sucedió con Muertos de risa, La comunidad es un más
que merecido Maurashow. A su alrededor, es cierto, deambulan los geniales
personajes secundarios que bien sabe construir De la Iglesia y su
guionista de siempre, Jorge Guerricaecheverría, pero tanto
las irreprochables ganas de vivir como la decidida ambición necesarias
para construir semejante protagónico sólo pueden esperarse
de semejante actriz, irreprochable y majestuosa en un papel que la consagra
como la gran Bette Davis del cine en castellano.
PUNTOS
THE
BODY, PRODUCCION ISRAELI CON ANTONIO BANDERAS
Para sacarle bien el cuerpo
Por
M. P.
Es inevitable.
A la hora de pensar en el título del film, antes de tener alguna
información sobre su argumento, está claro que el cuerpo
al que se refiere el título es el de Antonio Banderas. Es que sólo
por su protagónico se puede comprender que semejante film se estrene
en Argentina, y que no quepa duda que quienes vayan a verlo, estarán
pagando una entrada para verlo a él.
Sin embargo, y para no ser aún más irreverentes que un tal
John Lennon, hay que aclarar que el argumento detrás de este intrascendente
film del estadounidense Jonas Mc Cord habla de otro cuerpo, uno mucho
más importante que el del buen Banderas. El cuerpo en cuestión
no es otro que el de Jesús. La historia alrededor de El cuerpo
habla del descubrimiento de una tumba en una Jerusalén explosiva
y contemporánea, atrapada entre la intransigente política
israelí y el terrorismo extremista palestino. En esa tumba, una
bella arqueóloga está convencida de haber descubierto lo
que queda del cuerpo mortal de Jesús. Lo que, de ser verdad, demostraría
que no hubo resurrección. Y eso significaría explica
el film el fin del cristianismo.
Con semejante tesis extremista como anzuelo, lo que en realidad tiene
El cuerpo para ofrecer como film es una trama aburrida y trastabillante,
llena de vacías líneas de diálogo, que oscilan entre
el infantilismo o la didáctica más básica, y que
pretenden recorrer la tensión entre política, ciencia y
religión. En medio de semejantes pretensiones, tanto Olivia Williams
(la bella protagonista de Rushmore y Sexto sentido, aquí como la
arqueóloga en cuestión) como Antonio Banderas (que interpreta
a un sacerdote estadounidense de origen salvadoreño, enviado por
el Vaticano a investigar el asunto) quedan atrapados en un romance imposible.
Mientras su investigación prosigue con una lentitud y una soledad
inverosímiles, el film deambula de intriga en intriga, con visitas
a extremistas tanto de un bando como del otro, todo condimentado con interminables
paneos de una Jerusalén tan protagonista como víctima de
una trama torpe y engreída, inútilmente extensa, y que reserva
para su epílogo lo más burdo de tanta pretensión
devenida golpe bajo. Algo de lo que, justo es decirlo, el pobre Banderas
no tiene la más mínima culpa.
PUNTOS
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