A los dramaturgos estadounidenses
no los une el amor sino el desprecio. A Broadway, naturalmente, la gran
vía de Manhattan donde los teatros comerciales juntan ostentaciones
de neón con obras de floja calidad. Estoy completamente convencido
de que Broadway puede desaparecer de la faz de la tierra y el teatro nacional,
como disciplina artística, no se verá menoscabado en absoluto,
dice Edward Albee en Speaking on Stage, un libro en que Philip C. Kolin
y Colby H. Kullman reúnen entrevistas a 27 autores dramáticos
contemporáneos de Estados Unidos. Kenneth Bernard, destacado practicante
del teatro del absurdo, va más lejos en contundencia y concisión:
Broadway es un chiste, opinión que comparten de distinta
manera los demás entrevistados. Es notorio que también los
críticos dividen el teatro yanqui del siglo XX entre el precario
paisaje de los musicales que ofrece Broadway con espléndidas
puestas de escena y el arte que se despliega en los escenarios de
cualquier otro lugar del país, el primero con éxito de taquilla,
el otro, quién sabe. El autor de ¿Quién le teme a
Virginia Woolf? agrega por ahí: Tal vez el público
quiere que nuestro teatro se parezca al cine y la televisión. Estoy
convencido de que nuestra sociedad quiere más entretenimiento y
menos compromiso político y social.
No siempre fue así Broadway, que entró en la modernidad
en 1918 con la apertura del Teatro Guild, el primero que, sólo
con arte, resultó rentable. Hasta la gran crisis económica
de 1929, el éxito de público bendijo tanto a las comedias
musicales como a los espectáculos experimentales más osados:
Más allá del horizonte de Eugene ONeill (1920) o La
máquina de sumar de Elmer Rice (1923). La intolerancia no agredía
a las divertidas comedias sobre el sexo y sólo en la temporada
1926-27 se exhibieron en Broadway 264 producciones diferentes. Entraba
en auge un expresionismo teatral que no eludía tomar posición
ante los problemas sociales. Con Sophie Treadwell y Susan Glaspell despuntaba
un teatro de corte feminista que dramatiza la situación marginal
de la mujer sin caer en simplismos que hoy abundan. Broadway era entonces
más que un chiste y hasta tuvo la capacidad de dar al quehacer
teatral amenazado un alcance político.
En efecto: en enero de 1919 el Congreso promulgó una ley fiscal
que establecía un impuesto del 10 por ciento sobre el precio de
las entradas de teatro y los empresarios del ramo organizaron con rapidez
la resistencia. Florenz Ziegfeld, el inventor de las Follies, envió
un telegrama al presidente Wilson rechazando lo que un grupo de productores
calificó de golpe mortal asestado a toda la profesión
teatral. Actores y actrices prominentes como Ethel Barrymore pedían
desde el escenario que el público firmara un petitorio exigiendo
la supresión del impuesto. Increíble fue la repercusión
popular, que el historiador Ronald H. Wainscott ha registrado: en una
semana se juntaron 5 millones de firmas en todo el país. Estudiantes,
policías, bomberos, soldados y marineros hacían circular
el petitorio en universidades y cuarteles. Coristas recogían firmas
en la calle. Iglesias, periódicos, hoteles y otros servicios turísticos
apoyaron la campaña. Los carteros depositaban toneladas de correspondencia
en la recepción del Congreso y el Congreso se rindió. Derogó
la medida y la revista Variety pudo con razón decir que la protesta
había sido tan vigorosa y amplia que se registrará
en la historia como la cristalización de opinión pública
más espontánea que jamás haya sacudido a Washington.
La historia registró después otras protestas igualmente
amplias y vigorosas: el movimiento por los derechos civiles y las manifestaciones
contra la guerra del Vietnam. La gran depresión de los años
30 alimentó la aparición en Broadway de un teatro político
en general esquemático, didáctico y fácil, pero no
sólo: también la de Sus dos casas (1933), sátira
de Maxwell Anderson sobre la corrupción en el Congreso; Esperando
a Lefty (1935) de Clifford Odets, un claro alegato pro sindicalista; El
bosque petrificado (1935) de Robert Sherwood, sobre la solidaridad entre
marginados; o Nuestro pueblo (1938) de Thorton Wilder, una suerte de farsa
sombría sobre el nacer, el vivir y el morir en la que un personaje
interpela al público para subrayar las semejanzas entre su realidad
y esa ficción. En la posguerra II, Arthur Miller y Tennessee Williams
inauguran, a juicio de muchos, el período de mayor influencia en
la historia del teatro estadounidense y probablemente de otros.
En los años 60 Broadway dejó de ser la capital que era y
el teatro llamado serio se desplazó al off-Broadway y aun al off-off-Broadway,
con obras tan fascinantes como La conexión, de Jack Gelber, sobre
el mundo de los drogadictos, que además dejaba prejuicios raciales
a un lado y reunía a actores negros y blancos. David Mamet, uno
de los entrevistados en Speaking on the Stage con conciencia histórica
alerta, señala que el éxito de los megamusicales de Broadway
no necesariamente apura el ocaso del buen teatro. El gusto y la
necesidad de una verdadera experiencia teatral con la que el público
pueda entrar en comunión propone no tanto con los actores,
sino más bien consigo mismo y con lo que sabe que es verdad, está
creciendo. Ojalá. Eso indicaría la existencia en la
sociedad norteamericana de profundos movimientos de renovación
que en la superficie no se advierten. El teatro suele medir esas temperaturas
con bastante antelación.
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