Por Luciano Monteagudo
Bajo la máscara de la
comedia o del drama, que manejaba con la misma ductilidad, fue siempre
el hombre común, el estadounidense medio, el individuo gris sometido
a la alienación del mundo contemporáneo, o a circunstancias
superiores a sus fuerzas. No se puede decir que Jack Lemmon fallecido
ayer en Los Angeles, a los 76 años, de cáncer no haya
luchado férreamente contra los encasillamientos y los estereotipos,
al punto que más de una vez abandonó Hollywood para probar
su talento en el gran teatro de Broadway, pero el cine fijó en
él esa impronta, tan alejada del típico, indestructible
héroe norteamericano. En Lemmon había una fragilidad que
lo hacía siempre humano, próximo, entrañable, en
el humor o en el dolor, ya fuera el divertido saxofonista en fuga de Una
Eva y dos Adanes o aquel padre consumido por la angustia de saber a su
hijo desaparecido en Missing, que le valió la Palma al mejor actor
en el Festival de Cannes 1982.
Cosa rara entre los actores de su generación, Lemmon tuvo una formación
universitaria (en Harvard nada menos), que ya a fines de los años
40 le permitió hacerse de un nombre en el teatro de Nueva York,
aunque pagaba las cuentas con frecuentes apariciones en los programas
pioneros de la televisión norteamericana, cuando todavía
se hacía en vivo, sin red. Un buscador de talentos de la Columbia
no tardó en llevárselo a Hollywood, donde debutó
junto a Judy Holliday en La rubia fenómeno (1954). Cuenta la leyenda
(que el mismo Lemmon ayudó a difundir) que el director George Cukor
le dio allí una lección que el actor no olvidaría
jamás. Menos, siempre menos, mi querido muchacho, dicen
que le dijo Cukor, con esa finura tan propia de su estilo. ¿Me
está pidiendo que no actúe?, se enfureció el
joven Lemmon. Oh, mi Dios, por supuesto, le respondió
el director.
Desde su primera película, Lemmon supo entonces que en cine menos
es más y esa experiencia no tardó en abrirle camino en Hollywood,
al punto que un año después ya se llevaba un Oscar al mejor
actor secundario por su arrolladora interpretación del irreprimible
alférez Pulver en Mister Roberts (1955), el film bélico
codirigido por Melvyn LeRoy y John Ford. Sus dotes de comediante comenzaron
a ser pulidas por Richard Quine en Sortilegio de amor (1958), junto a
Kim Novak, pero fue el encuentro con el maestro Billy Wilder, en Una Eva
y dos Adanes (1959), en compañía de Marilyn Monroe y Tony
Curtis, el que marcaría no sólo su carrera sino toda una
etapa del cine de comedia norteamericano. Lemmon fue a Wilder lo que Marcello
Mastroianni a Fellini: un rostro capaz de reflejar todo un imaginario,
una figura perfecta para expresar la visión del director.
La felicidad, eso es trabajar con Jack , solía decir
Wilder (que tiene 95 años, cumplidos el viernes pasado), un genio
indiscutido de la comedia, que convocó al actor para otros seis
films, entre ellos auténticos clásicos, como Piso de soltero
(1960) e Irma la dulce (1963), donde la ternura de Shirley MacLaine la
convirtió en la perfecta partenaire del actor. Otro encuentro decisivo
en la carrera de Lemmon fue el que mantuvo con Walter Matthau (fallecido
el año pasado), con quien hizo diez films, empezando con Por dinero
casi todo (1966), también de Wilder y terminando con la serie de
Viejos gruñones con que reaparecieron en los años 90. La
rutina de ambos era un equivalente a la de Stan Laurel y Oliver Hardy,
con Lemmon haciendo siempre el personaje de un tímido y neurótico
avasallado por el brusco pragmatismo de Matthau. Quien mejor supo aprovechar
esos personajes fue el comediógrafo de Broadway Neil Simon, en
su clásico Extraña pareja (1968), donde Lemmon interpretaba
a un hipocondríaco insoportable, que anticipaba al paranoico de
Prisionero de la Segunda Avenida (1975), otra popular comedia de Simon.
Mientras consolidaba una y otra vez su fama de comediante, se propuso
también demostrar que era un soberbio actor dramático. El
primero en darle esa oportunidad fue, paradójicamente, Blake Edwards,
el director de La fiesta inolvidable y La pantera rosa, que en Días
de vino y rosas (1962) le dio el papel de un dipsómano incurable,
que arrastra su matrimonio a la ruina. Fue la película más
importante de mi vida, afirmó más de una vez Lemmon,
refiriéndose a las posibilidades que le abrió al margen
de la comedia. De hecho, el único Oscar al mejor actor protagónico
que consiguió fue por otro papel dramático, ese comerciante
en crisis con su vida de Sueños del pasado (1973). En la misma
cuerda dramática,consiguió llevarse la Palma de Cannes al
mejor actor por El síndrome de China (1979) y Desaparecido (1982),
donde Costa Gavras utilizó su máscara del hombre común
para contrastarla con una realidad las dictaduras de América
latina sostenidas por la CIA que por entonces el estadounidense
medio se negaba a reconocer. En los últimos años, el único
papel a esa altura fue el que compuso para Oliver Stone en JFK (1991),
un siniestro Jack Ruby con el que se animó a arriesgar esa imagen
tierna y benigna que ha quedado de él en la memoria colectiva.
HOLLYWOOD,
EL OFICIO, LA CARRERA Y LA SUERTE
Yo no creo en el talento
Estos son algunas frases extraídas
de entrevistas de Jack Lemmon:
El cine cambió
por completo en los últimos 40 años. Se hace difícil
filmar, porque una película cuesta en promedio 30 millones de dólares,
y eso sin muchos efectos. No me gusta que cada vez se dé más
importancia a los efectos especiales en vez de las relaciones humanas.
Se dejan llevar por la violencia y el sexo de manera exagerada, pasan
a representar un papel principal. En este momento atravesamos una larga
serie de películas supertaquilleras donde vuelan cabezas, automóviles
y edificios.
A medida que voy envejeciendo
aprendo más sobre mi oficio. Descubrí que me río
cada vez menos con los chistes, y que lo que realmente me atrapa es aquello
que revela la conducta humana. Lo bueno es encontrar el lado cómico
de nuestras pequeñas tragedias.
Todos hacemos malas películas.
Ocurre más menudo que las buenas. Pero fui capaz de trabajar en
películas que funcionaron, no sólo en la boletería
sino también para la crítica y el público... lo suficiente
como para que siga dando vueltas. Gracias a Dios, todavía consigo
papeles buenos. Me apasiona actuar, lo amo, lo respeto. Me puede.
Mi infancia fue muy triste,
signada por las borracheras de mi padre. El alcohol es una esclavitud
de la cual hay que liberarse cuanto antes.
Me gustan las películas
que tienen un punto de vista. No es estrictamente necesario que esté
de acuerdo con el punto de vista para actuar, pero siempre me atraen los
films que hacen que la gente piense.
En algún momento
me volqué a la música. Aprendí a tocar el piano y
eso me atrapó durante algún tiempo. Después, en un
rasgo de omnipotencia, escribí, actué y dirigí un
musical en el colegio. Fue una osadía.
Mi carrera fue bendecida.
Nadie tuvo oportunidades más valiosas, con excelentes papeles,
guiones magníficamente escritos y una gran diversidad. Me siento
muy privilegiado.
Más de una vez,
a la noche, mientras cambio canales en la TV encuentro algo mío
que no vi en el último cuarto de siglo, y puedo decir eso
está bastante bien, mejor de lo que pensaba. Pero por lo
general me digo ¿Por qué lo interpreté de esa
forma?.
En este negocio hay un
enorme porcentaje de suerte. No creo en la teoría del talento.
Llegué a Hollywood para trabajar en un pequeño papel en
una tonta comedia. Pero en esa misma época buscaban a alguien que
pudiera ser la coestrella de Judy Hollyday en su próxima película.
Alguien me vio en esa estúpida comedia y me propuso hacer una prueba.
Y resultó que fui la persona indicada. No creo que eso sea talento.
Sé que soy buen actor, pero otra persona pudo haber pasado la prueba
y ser la coestrella de Judy Hollyday.
Camarones fritos con
helado
Una anécdota podría definir el carácter absurdo
y el eterno humor que caracterizaron a Jack Lemmon. En 1960, Walter
Matthau estaba comiendo en un restaurante. Entró Jack Lemmon
y pidió camarones fritos con helado de chocolate. Matthau
le reprochó: ¿Cómo puede pedir una cosa
así en un restaurante judío?. Buenos días,
le respondió Lemmon, a lo que Matthau replicó: Sentate.
A partir de este momento, ambos actores fueron casi inseparables,
formando una de las parejas legendarias del séptimo arte.
La unidad perfecta se rompió hace casi un año, cuando
el 1º de julio Matthau falleció víctima de un
infarto.
Lemmon y Matthau comenzaron a trabajar juntos en 1966 en el film
de Wilder Por dinero casi todo, y el mismo año rodaron Extraña
pareja. En su tercer film juntos, Primera Plana (1974), también
dirigidos por Wilder, hicieron una parodia sobre la vida de los
periodistas de sucesos. El cuarto fue Aquí un amigo, también
de Wilder (1981). Su siguiente aparición tardó trece
años (Dos viejos gruñones), y la última obra
a dúo fue Bailando sobre el mar, de 1998. En total, existen
diez películas con la seña de identidad de esta pareja:
el rostro pétreo y los rudos comentarios de Matthau y el
humor seco de Lemmon. Somos un viejo matrimonio, dijo
Matthau en 1994. ¿Por qué deberíamos
competir? El es pequeño y dulce y yo soy grande e imponente.
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