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De la autoridad
Por José Pablo Feinmann

Un banquero le ha pedido rigor al Estado argentino. Una foto recorrió los diarios: dos políticos preocupados escuchan en silencio las reprimendas de un banquero. Malos tiempos para el país. Antes, quienes sorprendían a los políticos con discursos altisonantes, quienes expresaban sus “inquietudes”, quienes veían “consternados” o “indignados” o con “honda preocupación” el devenir de los hechos eran los militares. Siempre había un militar con boca ladeada, gesto altivo y un par de papeles que leía como una proclama, reprimiendo a civiles sorprendidos en algún acto patrio que parecía inocente. Un día después los diarios titulaban: “Inquietud en las Fuerzas Armadas”. Y todos sabían que eso era grave. Que en esa “inquietud” siempre latía la violencia para–institucional, el autoritarismo. Porque siempre que los militares pedían “autoridad”, pedían violencia, represión, pedían al Estado que aplicara la única mano que ellos saben aplicar, la dura, la manu militari. Hoy, las cosas han cambiado. Desprestigiados por sus crímenes, por sus desvaríos guerreros, los militares ocupan un oscuro lugar dentro del nuevo esquema del poder. Hoy, los banqueros dan la cara. Si detrás de Videla estaba el grupo Perriaux o el grupo La Plata, ya nadie está detrás de nadie porque ningún militar da la cara para realizar las tareas desagradables. Ese trabajo (hoy) los banqueros se lo reclaman al Estado democrático. No quieren un poder de facto, quieren el poder y la autoridad del Estado nacional. Del Estado constituido por una clase política que ha sido elegida en las urnas.
Paradojalmente se dirigen –para exigir fortaleza– a un Estado que han debilitado hasta los extremos del ridículo. Pero, si miramos mejor, la paradoja no existe. Siempre los banqueros requirieron un Estado débil. Siempre lo requirió el liberalismo económico, que, con variantes, sigue siendo el Dogma que se aplica hoy. El Dogma del liberalismo económico es el Dogma de los banqueros. Los banqueros piden dos cosas del Estado: libertad y seguridad. Libertad para hacer sus negocios y seguridad para sus bienes, es decir, para los bienes que resultan de sus negocios. Así, le piden al Estado que sea débil y fuerte a la vez. Débil ante ellos, ya que deberá dejarlos hacer y deshacer. Y fuerte para proteger sus propiedades. Fuerte con los otros. A esta fortaleza ante los otros se le llama “autoridad”. La autoridad del Estado debe estar al servicio de la paz social, del orden social, de la tranquilidad necesaria para que los negocios de los banqueros se realicen sin sobresaltos. En suma, la cara “fuerte” que los banqueros le piden al Estado se llama “policía”. Libertad para ellos y policía para los demás es la utopía social realizada de los banqueros, el mundo perfecto, el mejor, ya que les pertenece.
Así las cosas, el banquero Escasany –que, según se dice, representa el “ala dura” de los banqueros– dijo ante los políticos Ibarra y De la Sota que ellos, los banqueros, están preocupados. Que el país vive en un alarmante clima de violencia por el auge del delito y por los reclamos que se expresan vulnerando “el derecho de los demás”, como, puntualizó, los “cortes de ruta, de aeropuertos, de calles, etcétera”. Exigió la “vigencia de la ley”. Exigió al Estado que la asegurara, porque si no habrá de desaparecer y cuando esto ocurre, dijo, “se entroniza la anarquía”. En suma, el banquero Escasany llamó a la policía tal como lo haría si algún desastrado entrara en el jardín de su casa a robarse un gnomo. Porque ésa es la concepción que los banqueros tienen de la “autoridad”. Una concepción policial. La policía, para ellos, encarna la ley y la ley radica en imponer limitaciones a la libertad de los individuos y de los grupos para proteger y conservar el orden público. La policía (cuyo matiz positivo consistiría en brindar socorro en casos de desgracias públicas o privadas) es visualizada por la ratio económica como herramienta de represión social. La misma definición de “policía” como fuerza destinada a”proteger y conservar el orden público” marca su tendencia, digamos, reaccionaria, ya que habrá, incluso por reflejo natural, de oponerse a todo suceso que implique un cambio en la sociedad. O que lo pida. O que lo manifieste. De aquí que la policía se organice contra los manifestantes. Porque eso que los manifestantes piden (o eso que los manifestantes manifiestan) es que las cosas cambien, que el orden social cambie o mejore, que sea otro, no el vigente, no el que la policía “conserva”. De este modo, no es casual que la imagen más asidua que tenemos de la policía sea aquella en que “disuelve manifestaciones”, reprime “a los manifestantes”, o arresta “a los manifestantes”. (Nota: “Estados Unidos ensaya una nueva arma contra manifestantes”, puede leerse en los diarios del domingo 4 de marzo de este año. Y continúa la información: “El Pentágono acaba de revelar lo que muchos militares ya denominan ‘la bala de goma del siglo XXI’. Se trata de un arma que nada tiene que ver con un proyectil de caucho sino más bien con un microondas de cocina capaz de irradiar una sofocante ola de 130 grados de temperatura con un alcance de 700 metros, con el fin de dispersar multitudes”. Esta sofocante ola de 130 grados de calor es la ola del capitalismo milenio. Un sistema que provoca tales desequilibrios –los “pobres de extrema pobreza” cubren la superficie del planeta– requiere la máxima sofisticación represiva. Duro panorama para los “manifestantes” del mundo. Si manifiestan, serán churrascos.)
Lo que nunca dicen los banqueros es que el origen de los desajustes sociales radica en la lógica de sus propios negocios. Llaman a la policía siempre que la realidad los incomoda, ya que no conciben paliar los conflictos con una democratización de la riqueza. Resulta, claro, estúpido pedir esto de los banqueros, porque los banqueros están para hacer negocios, es decir, para hacer dinero, y democratizar la riqueza es un pésimo negocio, no se gana dinero con eso. Podría ganarse “tranquilidad”, pero para ganar tranquilidad prefieren gastar en equipamiento policial. En suma, si el Estado argentino insiste en no ejercer la “autoridad”, los banqueros le pedirán al Pentágono la “bala de goma del siglo XXI” y la pondrán en manos de la Gendarmería.
La cuestión que –desde el ámbito de los negocios– hoy se le plantea al Gobierno argentino (a la clase política en general) es la de la “autoridad”. Falta autoridad, es la queja. Mariano Grondona (síntoma grave: siempre que Grondona reclama “autoridad”, la democracia peligra) dice por Radio Continental: “Lo económico va a tardar, así que no esperemos –por lo menos para el 2001– que lo económico nos saque del problema. ¿Hay un atajo? Sí, lo hay. Es el ejercicio de la autoridad” (jueves 21 de julio). Aquí hay dos cosas para señalar: 1) los piqueteros tienen hambre ahora, quieren comer también en el 2001. Y la autoridad no va a alimentarlos; 2) sería interesante que Grondona leyera un texto que Friedrich Engels publicó en 1874 y se llama, precisamente, “De la autoridad”. No podría creer las semejanzas que tiene con tan odiado “adversario”. Ese texto –desafortunado– de Engels pertenece al arsenal ideológico que desembocó en el Estado policíaco de Stalin, que, con signo cambiado, reclaman hoy quienes le piden al Estado que se transforme en policía. Tarea en la que Grondona no está solo. (Nunca estuvo solo Grondona.) También James Neilson (el más inteligente vocero del capitalismo tardío en la Argentina, el más peligroso también a causa de su pasado en favor de los derechos humanos, algo que Grondona ni remotamente puede exhibir) le reclama firmeza al Gobierno: “La táctica negociadora del Gobierno convierte a los piqueteros en interlocutores válidos y, si logran provocar una cantidad suficiente de desmanes en celebridades nacionales (...), participarán con regularidad en los talk shows televisivos”. (Noticias, Nº 1278). ¿La solución? Mano dura: “Con todo, mal que le pese al ala progresista de la Alianza, ningún gobierno digno de llamarse talpuede darse el lujo de renunciar a su deber fundamental que es mantener el orden, cueste lo que cueste: al fin y al cabo, es por eso que los gobiernos existen” (Idem). Se leyó bien: cueste lo que cueste. Como siempre, detrás de la exigencia de “autoridad” late la exigencia de la represión violenta. Porque lo que se pide no es autoridad, es autoritarismo. Es el regreso del viejo Estado autoritario, ése al que la democracia –deseábamos todos– había llegado para suprimir.



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