ESTRECHECES
Un estudio de la consultora Equis reveló que todos los días
unas dos mil personas, la mitad de ellos habitantes del conurbano
bonaerense, quedan por debajo de la línea de pobreza debido
al deterioro de sus niveles de ingreso familiar. Los anticipos estadísticos
del INdEC indican que el nivel nacional de desempleo aumentó
en promedio hasta el 16 por ciento y la investigación privada
determinó que el índice del trabajo en negro hoy es
del 39 por ciento, cuando en 1999 se establecía en un 37
por ciento con efectos sobre 3,3 millones de trabajadores. La mitad
de los chicos menores de cuatro años en la Argentina no tienen
cobertura de salud, debido a que sus padres trabajan en negro, destaca
el trabajo de Equis. En esa geografía del hambre, episodios
como el de General Mosconi emergen como zonas críticas y,
a la vez, como una pequeña porción del problema nacional
en las franjas de los más desamparados.
En 1976, según la misma fuente, la masa salarial representaba
casi el 50 por ciento del ingreso nacional, mientras que veinticinco
años más tarde apenas supera el 22 por ciento. Además,
el 52 por ciento de la masa laboral a nivel nacional percibe un
salario promedio de cuatrocientos pesos mensuales, lo que provoca
la depresión del consumo doméstico dado que
la mitad de la población no dispone de ingresos como para
cumplir con la demanda alimenticia mínima y los gastos de
movilidad del hogar. Las estrecheces aprietan también
en la clase media alta, dado que si al ministro Domingo Cavallo,
en noviembre de 1992, con hijos en edad escolar, no le alcanzaban
diez mil pesos mensuales para vivir, hoy en día el presidente
Fernando de la Rúa, con ingresos superiores en 12 por ciento
y con hijos independizados, dice que tampoco llega a fin de mes.
Aunque sea impúdico, por la comparación, mencionar
las dificultades de alguien que gana el equivalente a ochenta subsidios
del Plan Trabajar o al mismo número de jubilaciones
mínimas por mes, la confesión presidencial, primero
a un grupo de empresarios y luego a una cronista de La Nación,
sirve para confirmar la altura de los pesares que agobian a la mayoría
de la sociedad.
Contra toda evidencia, los banqueros volvieron a reclamar esta semana
mano más dura para seguir ajustando y para acallar a los
que protestan en voz alta. Quieren aplicar a toda costa el programa
de Ricardo López Murphy, sin que les importe la opinión
popular que canceló ese proyecto apenas formulado. Pretenden
doblegar la voluntad mayoritaria a fuerza de imponer pánico
con el riesgo-país. Por eso, hasta Domingo Cavallo, como
anda atento a sus ambiciones políticas, es acusado de dirigista,
blandengue, y otros adjetivos que los extremistas conservadores
pronuncian como improperios. De haber tenido voto en la Asamblea
de 1813, con ese criterio jamás hubieran aprobado la libertad
de vientres que abolió la esclavitud en el país. Además
del dogma ideológico, la codicia es tanta y tan urgente que
están dispuestos a correr el riesgo de la anarquía
social para satisfacer tremenda avidez.
O sueñan con un Estado-gendarme, igual al que en su momento
implantó el dúo Fujimori-Montesinos en Perú.
Sin embargo, las mismas voces que alborotan desde la Casa Rosada
por las presuntas intenciones desestabilizadoras de
los caricaturistas, guardan silencio riguroso ante esas verdaderas
intenciones aviesas. Los funcionarios deberían saber que
la estabilidad democrática se envenena sobre todo con la
polaridad social, es decir con la extrema pobreza y la extrema riqueza,
que suelen ser la maleable materia prima para los regímenes
de autoritarismo neofascista. No hay peor fascista que el liberal
aterrorizado, según aseguran algunos lectores atentos de
las evoluciones históricas. Eso mismo, deberían preguntarse
esos demócratas que andan asustados por la eventual prisión
de Carlos Menem, algunos porque temen el despertar de la bestia
negra que soló sus noches de antiperonistas y otros
por simple y elemental complicidad en la impunidad.
Para disipar peligros, el Estado debería recuperar su capacidad
para restablecer los equilibrios indispensables, en lugar de seguir
inerme ante la prepotencia de los codiciosos, de un lado, y del
otro ante los reclamos incesantes de los que cada día cocinan
nuevos perjuicios en las ollas vacías de alimentos. Gestos
como el del ministro Juan Pablo Cafiero o del secretario Enrique
Martínez, que pusieron el cuerpo ante los piqueteros de General
Mosconi, son indicativos de la obligación elemental de un
régimen democrático: dar un paso adelante para dialogar
con los ciudadanos en lugar de despachar órdenes de represión.
Lástima que esas actitudes tengan que ser subrayadas como
excepcionales, en lugar de convertirse en norma, porque la cabeza
del Gobierno escucha con más gusto a los banqueros que a
los desposeídos. Esta preferencia será visible, otra
vez, apenas el Gobierno tenga que meter la mano en el presupuesto
para acompañar los buenos gestos con recursos concretos.
De existir la predisposición para atender la deuda social,
el subsidio general para desocupados, que ya lo reclama un amplísimo
arco de opiniones plurales, estaría resuelto de modo que
ningún hogar permanezca por debajo de las necesidades básicas.
Con tal de no quedar mal parado ante los banqueros que reclaman
contra el déficit fiscal, el Gobierno ni siquiera está
dispuesto a cumplir en tiempo y forma con las decisiones de ley,
como es el incentivo para los docentes, que tuvieron que volver
a la huelga y a la movilización en defensa del derecho adquirido
en más de mil días de Carpa Blanca. Y si no fuera
porque hay que guardar las apariencias debido a las próximas
elecciones, Cafiero y Martínez, oriundos del Frepaso, hubieran
sido desautorizados por el jefe del Estado como lo pedía
con exasperación, en su tono habitual, la ministra Patricia
Bullrich, que suele funcionar como altoparlante de los favoritos
presidenciales. Así es, de la Alianza que ganó el
gobierno en octubre de 1999 quedó la pura apariencia, el
nombre de bautismo que usa una administración conservadora,
de origen radical, que actúa como la continuidad básica
del conservadurismo de Menem, sólo que éste lo matizaba
con mayor acento en la retórica populista, al menos en su
primer mandato. Los que no fueron licuados en el proceso transformista
o fueron centrifugados por la defección del programa fundacional
están atareados a izquierda y derecha en la recreación
de nuevas coaliciones político-sociales que puedan disputar
la sucesión a partir de los comicios de octubre, dentro de
tres meses y medio, en los tres niveles de gobierno.
Las mudanzas y las trapisondas de los partidos sólo consiguen
la indiferencia pública mayoritaria, involucrando a minorías
militantes que se reciclan o reordenan en siglas flamantes de antiguas
expectativas, que se distinguen unas de otras por la identidad de
sus caudillos más que por las diferencias programáticas.
De momento, la fragmentación y movilidad de las partes están
lejos de presentar opciones que entusiasmen a los futuros votantes.
La peor falencia es que nada parece suficiente para calmar las ansiedades
sociales, por lo que las mayorías giran sobre sí mismas,
atosigadas por sentimientos pesimistas que impiden, incluso, celebrar
las pequeñas y medianas victorias que produce el mismo movimiento
popular, a pesar de la atomización y de los recelos predominantes.
Perdidos en la densa niebla de las privaciones acumuladas, que se
extienden como una mancha de aceite en todas direcciones, a cada
grupo de resistencia le cuesta asimilarse a la pertenencia de un
movimiento más amplio que la estrechez de sus propias actividades.
Achatados por la fuerza de las cosas, son víctimas propicias
para el aventurerismo político o rehenes del pensamiento
único que vociferan las derechas extremistas como si anunciaran
la estación terminal de la historia. A pesar de las vocinglerías
y de las expectativas defraudadas, la historia seguirá caminando
en alguna dirección, con o sin acción popular. Lo
que está en tela de juicio no es la capacidad para caminar
sino el sentido de la marcha. Refugiarse en la estrecha soledad
del escepticismo, apoyada por los reflejos de la realidad y reforzada
por las forzadas restricciones materiales que acosan la vida cotidiana
hasta el punto de prohibir el sueño de futuro, por mucho
que se justifique no conseguirá más que dejar en manos
de otros el destino de cada uno. ¿Acaso será más
difícil el compromiso activo que la resignada espera de una
solución mágica? En estos tiempos sombríos,
la respuesta adecuada a esta pregunta quizá sea la mejor
expectativa posible.
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