Por Diego Fischerman
LOrfeo, de Claudio Monteverdi,
es a la vez una obra sencilla y poderosísima. Tal vez haya poco
allí de lo que luego fue constituyendo a la ópera como género:
ni grandes intrigas, ni malentendidos, ni identidades ocultas ni, mucho
menos, arias en las que el texto es apenas el pretexto para el lucimiento
del cantante. Medida con los patrones del siglo XIX, ésta es una
obra estática en lo teatral y, en lo musical, más cercana
al recitado (que ronda casi permanentemente) que a lo que hoy se considerarían
bellas melodías. Sin embargo, el efecto dramático (y el
embelesamiento) que produce esa música unida a esos versos es formidable.
Estrenada en 1607 en el palacio del duque de Mantua, ésta es una
composición que pone en escena, de manera inmejorable, el ideal
estético del Renacimiento tardío en relación con
la unidad entre música y palabra. Aquí, ni una ni la otra
son pensables por separado. Y el ejemplo mejor es Posente spirto,
el fragmento que mayor virtuosismo demanda por parte del protagonista.
Existen pocos momentos en la historia de la ópera capaces de mostrar
un mayor grado de integración entre tratamiento musical y necesidades
dramáticas. Esa exhibición de posibilidades técnicas
a la que se ve obligado el cantante, lejos de ser gratuita o una mera
concesión a las reglas del espectáculo, es absolutamente
necesaria por la sencilla razón que de ella depende que Caronte
acceda a romper la regla principal del Infierno: los vivos no pueden estar
en el mismo lugar de los muertos. Además de los artilugios vocales,
el arte de Orfeo (al fin y al cabo un encantador además de un cantante)
está en la argumentación impecable: ese no es el infierno
porque la sola presencia de su amada lo convierte en paraíso y
él, por otra parte, vagando sin ella, no es alguien a quien pueda
considerarse vivo.
En una versión musicalmente maravillosa, LOrfeo volvió
(aunque en muchos aspectos fue un estreno) al escenario del Colón.
La primera vez había sido en 1937 y la segunda 41 años después,
sin escenificación. Ambas transgredían uno de los elementos
fundamentales: la instrumentación original. Lo mismo sucede con
los modos de cantar típicos del estilo del 1600. Un cantante que
no conociera a la perfección las particularidades de este estilo
fracasaría estrepitosamente. Y es allí donde comienzan los
aciertos de esta lectura en que a la claridad conceptual de su director,
Gabriel Garrido, se unió un grupo de instrumentistas y cantantes
(incluyendo un coro superlativo, magníficamente preparado por Andrés
Gerszenzon) con excelente formación estilística.
Víctor Torres compuso un Orfeo impecable en lo vocal, de seguridad
y precisión asombrosa (incluso en las temibles ornamentaciones
del Posente spirto) y con una notable presencia escénica.
A pesar del estatismo y delos gestos a lo friso a los que apostó
el régisseur, Gilbert Defló, el Orfeo de Torres fue cálido
y conmovedor. Graciela Oddone, en su breve participación como Eurídice
(y, sobre todo, en su parlamento final, cuando dice que su marido venció
a los dioses pero fue vencido por su propio amor) fue exacta y expresiva.
Conformaron un elenco de particular homogeneidad, que logró una
interpretación de gran intensidad emocional. Una escenografía
sumamente bella (sobre todo en la primera escena del primer acto y en
el infierno) ideada por William Orlandi, unida a la sugerente iluminación
de José Luis Fiorruccio, fue el otro atractivo importante de esta
puesta. Una puesta en muchos sentidos histórica, si se tiene en
cuenta que para el Colón, todavía, la ópera anterior
a Mozart es una excentricidad pero, sobre todo, si se repara en que en
este caso casi la totalidad de los cantantes e instrumentistas (muchos
de ellos los más importantes de la escena actual a nivel mundial)
son argentinos.
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