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SOLOMON, ISMAIL Y HESHAM, LOS JUGADORES DE ETIOPIA QUE SE QUEDARON EN SALTA
El misterio de los tres etíopes

Nadie sabe dónde están. De los rumores iniciales sobre romances adolescentes, intención de irse a Estados Unidos o perderse en la equívoca noche fiestera, sólo queda la idea de la huida: allá estarán peor.

Por Gustavo Veiga

Los tres etíopes se esfumaron como una voluta de humo en la noche salteña. A las 4.30 de la madrugada, una cámara de seguridad del hotel Presidente registró su partida hacia ninguna parte. Los morenos de piel aceitunada, mirada angustiada y piernas delgadas como zancos, lejos estaban de irse de juerga, como se pensó. Getachew Solomon, Abubakar Ismail y Semann Hesham escapaban en automóvil de su propio pasado, de un país flagelado por la guerra y el hambre. Repetían, otra vez, un ejercicio que ya habían practicado algunos ex compañeros, jóvenes futbolistas como ellos que, en lugar de elegir una provincia del noroeste argentino como refugio, escogieron la Europa opulenta.
“Antes de jugar el Mundial Sub–20 participaron de un cuadrangular en Francia. Salieron de Etiopía con dieciocho jugadores y volvieron sólo diez”, le contó a Líbero Pablo Pandolfi, ex jefe de prensa del comité organizador en Salta. Hasta hoy se han tejido habladurías sobre el paradero de estos huidizos personajes que, por ahora, adoptaron estas tierras como propias. Que se habían enamorado de adolescentes locales, que aspiraban a utilizar el país como trampolín para un viaje posterior a Estados Unidos, que frecuentaban un boliche llamado Salón Vip, que tras la fuga se ocultaron en un sitio impreciso de un barrio situado al norte de la capital provincial, en fin... que incluso planeaban casarse, pasar a Bolivia y hasta vender fruta.
Sin embargo, acaso la versión más difundida sobre el trío etíope (en rigor, sobre todo el plantel) la había deslizado Carlos Salvador Bilardo, cuando elevó a la categoría de cracks para tomar en cuenta a estos muchachos de discutibles atributos futbolísticos. Su selección, para más datos, disputó tres partidos durante el Mundial Sub–20 y los perdió todos. Contra Costa Rica, Ecuador y Holanda.
Los restantes miembros de la delegación africana sabían que Solomon, Ismail y Hesham tramaban algo. Incluso lo intuía el entrenador italiano, quien confirmó la noticia del escape con una ligera sonrisa. Habían tenido suficiente tiempo como para organizarse, ya que los etíopes estaban en Salta desde el 28 de mayo. Cuando ingresaron a la Argentina, les extendieron una visa de trabajo por 90 días, una norma de estilo en los casos de competencias prolongadas como un Mundial.
Detectada la ausencia de los tres y, tal vez porque abundaron sospechas de que el acto había sido voluntario, el comité organizador salteño hizo una presentación, que, según el colega Pandolfi (primo lejano de Carlos, el de Agremiados) ni siquiera motivó una investigación posterior pordesaparición de persona. Lo último que se supo de ellos fue por intermedio del dueño de un locutorio, situado en la calle Balcarce al 300, que recibió la visita de los exóticos deportistas. “No tenían ni un cobre”, comentó, tras un intento de navegación frustrado en Internet.
Estos muchachos, que durante su estadía se habían mostrado algo esquivos a las fotografías –sostenían que en Etiopía, sólo se retrata a los grandes personajes–, provienen de un país donde el fútbol se practica en clubes que están vinculados con organismos del Estado o con sus escasas compañías exportadoras. El ejército, la policía, la Mekuria (cuerpo de guardias), los empleados de la Electricidad y hasta un equipo que está auspiciado por una empresa de café –el principal producto de exportación– reúnen a los mejores jugadores. Quienes son más afortunados, emigran al fútbol de Sudáfrica o a la que, para un defensor o delantero etíope, puede resultar la panacea: la liga profesional de Estados Unidos. Quizá, en el sueño de Solomon, Ismail y Hesham, ésa fuera la meta.
Una nación agreste y jaqueada por distintos peligros, a la que un conflicto bélico no saldado con la vecina Eritrea le arrebató la salida al mar y donde hoy viven casi 60 millones de habitantes, es la patria de estos jugadores que se lanzaron a la búsqueda de un destino mejor. Podría suponerse que en esta Argentina convulsionada ya comenzaron perdiendo: no poseen dinero, apenas deben balbucear nuestro idioma (en Etiopía, la lengua oficial es el amárico) y sólo contarían con la inestimable solidaridad de algunas personas que los ocultaron, ya que a nadie pasarían inadvertidos por las calles de Salta.
Provienen de la nación donde el emperador Haile Selassie I –así se hacia llamar Tafari Makonnen– gobernó durante casi cincuenta años y en la que, hasta ciertos futbolistas, heredaron su nombre. En la década del ‘40, hubo un defensor que se llamaba Adal Tekle Selassie, quien llegó a sumar 38 partidos en el seleccionado mayor. Ya más contemporáneo, en los ‘70, un etíope de los que no abundaban en el arte de adiestrar a la pelota tomó para sí un apodo más futbolero y universal: Pelé. Su verdadero nombre era Nure Mohammed.
Estas historias, entre risueñas y folklóricas, seguramente habrán sido asimiladas por el escurridizo terceto a través de la tradición oral o alguna lectura liviana en su Etiopía natal. Su desarraigo y huida posterior se explican mejor por las graves dificultades que atraviesa su país que por supuestos amoríos en nuestra Salta bella y colonial, como postergada e indigente. Sus casos suponen un nuevo ejemplo de desusada inmigración en la provincia del desprestigiado gobernador Juan Carlos Romero. Por obra y gracia del fútbol pero, además, porque los tres pibes etíopes decidieron jugar un partido de final abierto.
Sólo el tiempo dirá si modificaron en algo sus vidas o fueron partícipes de una novela exótica.

 

 

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