Un
mensajero silencioso
Por
Jack Fuchs*
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Jan
Karski nació en 1914, en Lodz, Polonia, y murió en julio
de 2000, en Washington. Durante la Segunda Guerra Mundial fue emisario
clandestino de la Resistencia polaca. De familia católica, cursó
sus estudios con los jesuitas, estudió Derecho en la Universidad
de Lwow y siguió la carrera diplomática. Tuvo cargos en
las embajadas de Bucarest, Berlín, Ginebra y Londres. Llamado a
filas en 1939, fue hecho prisionero por los soviéticos y enviado
a un campo stalinista, de donde pudo escapar para integrar la Resistencia
polaca. Sus conocimientos de diplomacia, su dominio de lenguas y su sorprendente
memoria hicieron que fuera elegido como correo en la Resistencia. En 1940
fue capturado por la Gestapo. Puesto bajo un implacable régimen
de tortura, intentó suicidarse abriéndose las venas, pero
la Resistencia pudo.
Entre 1942 y 1943 protagonizó una historia que habría de
dejarle huellas para el resto de su vida: lo que llamó mi
secreta misión judía. Karski fue uno de los primeros
en transmitir un testimonio directo de lo que estaba ocurriendo en los
guetos y en los campos de exterminio, uno de los primeros en dar una crónica
detallada de las atrocidades nazis. El propio Karski narra los hechos
en su célebre libro El Estado secreto de 1944, en otros posteriores,
en artículos publicados durante más de treinta años
y en conferencias en Estados Unidos y otros países.
En octubre de 1942, Karski se puso en contacto con dos organizaciones
judías que, enteradas de que viajaba a Londres, le solicitaron
que pusiera a los Aliados al corriente de lo que estaba ocurriendo con
las comunidades judías en Polonia. Con enorme precisión,
Karski resume el contenido de esos mensajes: lo que está ocurriendo
con los judíos no tiene precedentes; los nazis tomaron la decisión
de destruir a toda la población judía; las masas judías
aún no lo advierten, pero sus dirigentes ya lo saben; la matanza
no tiene ninguna motivación militar; los gobiernos aliados no pueden
ser indiferentes a esto; los judíos están totalmente indefensos;
la Resistencia puede salvar individuos, pero no detener el exterminio;
sólo los gobiernos aliados pueden ayudar.
Haciéndose pasar por judío, había visitado dos veces
el gueto de Varsovia en octubre de 1942. Y después el campo de
exterminio de Belzec, por una hora, lo suficiente. Llegó a Londres
en noviembre, primero se contactó con el gobierno polaco en el
exilio. Después tuvo encuentros con oficiales. Después se
entrevistó con cuatro miembros del gabinete británico de
guerra, el secretario de Política Exterior, Anthony Eden, Lord
Cranborne, Hugh Dalton y Arthur Greenwood.
Eden contestó que no podían hacer nada porque el objetivo
mayor era derrotar militarmente a Alemania y ningún asunto secundario
podía interferir. Ni más ni menos: una altísima jerarquía
de la política aliada calificó de asunto secundario
los crímenes masivos de la máquina nazi de exterminio. Uno
de los líderes laboristas le replicó: Sr. Karski,
usted sabe que durante la Primera Guerra se corrió el rumor de
que los alemanes tomaban bebés belgas de los pies y los arrojaban
contra las paredes. Después supimos que no era verdad, pero eran
historias interesantes para mantener la moral. El relato no deja
dudas: se trata de la estupidez de los funcionarios, una estupidez encubridora
que se desliza amargamente por el abismo de la complicidad.
Nada mejor le ocurre en Estados Unidos. En 1943 se entrevista con el presidente
Roosevelt, con el secretario de Guerra Henry Stimson, con el cardenal
Cicognani, con el arzobispo Spellman, con el presidente del Congreso Judío
Norteamericano Nahum Goldman, con el juez de la Corte Suprema Felix Frankfurter
y con el director del Herald Tribune Ogden Reed. Roosevelt escuchó
durante cuatro horas. Se interesó especialmente en cuestiones políticas
de Polonia, le comentó que Polonia recibiría una compensación
territorial. Ni un solo comentario sobre la situación de los judíos.
Felix Frankfurter, miembro de la Corte Suprema, le pregunta: ¿Sabe
que soy judío? Un hombre como yo debe ser absolutamente franco,
de modo que le digo: no estoy en condiciones de creer lo que usted dice.
Tampoco le creyeron varios dirigentes judíos.
Las respuestas que recibió Karski ponen su historia en el centro
de un debate que cada tanto vuelve a abrirse: ¿qué sabían
los Aliados? ¿Por qué no pudieron o no quisieron creer?
¿Cómo se mide ese borroso grado de responsabilidad? Karski
es categórico: Se sabía, se sabía todo; otros
mensajeros ya lo habían dicho, lo sabían los servicios de
inteligencia, los diplomáticos. El exterminio no era un secreto.
Después de la guerra leí cómo los líderes
occidentales, militares, jerarquías eclesiásticas y dirigentes
civiles se horrorizaban por lo que había pasado con los judíos.
Declaraban no haber sabido nada, que el genocidio había sido un
secreto. Esa versión persiste, pero no es más que un mito.
Ellos sabían.
Para mí, nacido también en Lodz, judío polaco, la
historia de Karski es motivo de estremecimiento y angustia: ¿por
qué ese hombre, que quizá se haya cruzado conmigo en las
calles de mi ciudad, no fue escuchado? ¿Por qué el relato
de un hombre simple no tuvo ningún efecto? En estos días
se conmemorará la figura de Karski en la embajada polaca en Buenos
Aires. Lo que más íntimamente me lleva a celebrar su coraje
es la idea de que la memoria insiste, de que la memoria no se detiene.
Y me pregunto si, de haber sido escuchado en su momento, mi vida acaso
hubiera seguido otro camino, un camino sin el infierno de Auschwitz y
Dachau...
* Deportado del gueto de Lodzs a Auschwitz, encontrado por los Aliados
en Dachau al término de la guerra.
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