Por
Sandra Russo
No
tener ganas es lo más probable. Esta noche no, querido,
o viceversa. Para muchos hombres y mujeres, no tener ganas es el resultado
del estrés, del cansancio, del pudor o el agobio. En los tiempos
que corren, al riesgo país se le suma la tolerancia cero del deseo:
son tiempos alicaídos, de libido enana, antieróticos, cargados
de problemas objetivos e innegables. Sin embargo, si se hace el ejercicio
de invertir el círculo vicioso que siempre termina con cada uno
durmiendo en su casa o en su lado de la cama, la sexualidad es, como afirma
la sexóloga Adriana Arias, una herramienta o un recurso para obtener
placer incluso si hay frente de tormenta, o justamente por eso. La
calentura no tiene por qué ser siempre un punto de partida, porque
tal como están las cosas ese punto de partida se diluye entre preocupaciones.
La calentura también puede ser una búsqueda, o un resultado:
creer en la pura espontaneidad del deseo, aferrarse a la idea de que aparece
solo, es condenarse a la falta de ganas. Cada uno y cada una sabe por
dónde empezar a buscar y, si no lo sabe, debería proponerse
saberlo. Hacerlo es un derecho.
Todo conspira contra ese clima propicio que cada vez más gente
se queda esperando mientras el tiempo pasa y las ganas no llegan. Hoy
más que nunca, con el malambo económico dando vueltas por
las cabezas de los argentinos, el deseo se esconde. Es más: encuentra
su escondite perfecto. La crisis es obviamente un motivo para estar desmotivado,
pero a veces funciona como una coartada, como una excusa irrebatible.
De hecho, Arias afirma que la mayoría de la gente que llega a la
consulta habla de la inhibición de su deseo. De cansancio, de fatiga,
de falta de interés en el sexo. Es como decirle a alguien
que vaya a tener sexo con cinco grados bajo cero, al aire libre y con
dolor de ovarios. Obvio que no le va a dar ganas. Pero también
es cierto que hay un cerco cultural que convierte al deseo en algo huidizo
y que ese argumento que deja librado el ejercicio de la sexualidad al
hecho casi fortuito de que aparezcan las ganas encaja perfectamente con
estos tiempos, dice Arias, que hace catorce años se dedica
a tratar a parejas: Más tarde o más temprano lo sexual
aflora como un síntoma. Pueden llegar hablando de problemas económicos,
o de mala comunicación, pero siempre se llega al punto en el que
es necesario hablar de sexo.
La coyuntura social y económica refuerza el corset que impide a
mucha gente disfrutar de su propia sexualidad, otra forma de achique a
la que cede la clase media. Un achique privado. Una realidad como
ésta estimula la disociación, la represión, hace
salir a flote las zonas de la supervivencia, en desmedro de las zonas
de placer. Todo es luchar, tensarse. Partamos de la base de que para llegar
al placer, en cualquier época, hay que atravesar esos cercos culturales
y sociales, esos mitos en los que la gente se recuesta: para empezar,
se ve a la sexualidad como genitalidad y no como una forma de vida que
requiere una cuota importante de inversión personal.
Dicho de otra manera, para tener ganas hay que tener ganas de tenerlas.
Aun en un marco tan adverso como éste, el primer paso es no dar
esa zona de uno por perdida. Si uno corre cinco milímetros
la sexualidad de la genitalidad, y empieza a pensar en sus beneficios
orgánicos, en lospermisos que da, en cuánto ayuda una buena
sexualidad a la autoestima, en la energía que provee, en sus ventajas
inmediatas, ve que favorecerla es un derecho y hasta un deber con uno
mismo. Y para eso hay que empezar a demoler viejos mitos, como por ejemplo
el espontaneísmo sexual. No necesariamente la calentura llega sola:
hay maneras de convocarla, pero hay que querer hacerlo.
A partir de la voluntad de ponerse en contacto con esa zona de uno, dice
Arias, el camino se abre hacia la propia erótica. Cada persona
tiene la suya y es su cuestión descubrirla y darle importancia.
Los sabores, los colores, los climas, las temperaturas, los textos, las
fotos, las películas, las conversaciones, las salidas, los ritmos,
las personas, los proyectos: qué cosas nos parecen excitantes.
Rodearse de esas cosas o al menos intentarlo es la tarea que se emprende
al empezar a armar esa erótica. Si se acepta desplegar la
libido en todas las áreas de la vida o al menos en las que sea
posible, alguna de ellas abrirá las puertas de la genitalidad.
Pero eso es un resultado, no la búsqueda en sí misma.
Voluntad es la palabra clave, la que sella el trato que cada persona hace
consigo misma. Ponemos buena voluntad en muchísimas cosas.
Cumplimos compromisos, nos esforzamos en el trabajo, respetamos protocolos,
pagamos impuestos, toleramos muchas cosas gracias a la voluntad. ¿Por
qué no usar la voluntad también para erotizarnos?,
se pregunta Arias, y concluye: La capacidad de experimentar placer
es un recurso, pese a la crisis sigue siéndolo, y habría
que apelar a él justamente por eso, ahora más que nunca.
El
secreter
Ego
La
vida, diez años atrás, en gran medida era una cuestión
personal. Me veía obligado a mantener en equilibrio el sentido
de la inutilidad del esfuerzo y el sentido de la necesidad de luchar;
la convicción de la inevitabilidad del fracaso y la decisión
de triunfar, y, más que estas cosas, la contradicción
entre la opresiva influencia del pasado y las elevadas intenciones
del futuro. Si lo lograba en medio de los males corrientes domésticos,
profesionales y personales, entonces el ego continuaría
como una flecha disparada desde la nada hacia la nada con tal fuerza
que sólo la gravedad podría a la postre traerla a
tierra. (Francis Scott Fitzgerald, en El crack-up. Anagrama.)
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sobre
gustos...
Por Juan Forn
Nadar
Hemingway
dijo alguna vez que sólo le hacía falta �un lugar limpio y bien
iluminado� para escribir. O para alcanzar esa serenidad ensimismada
que tanto se parece a escribir, antes del acto en sí de ponerse
a teclear. Nunca hubiera dicho que nadar iba a convertirse en eso,
para mí. Y ni hablar de nadar en una pileta de un gimnasio. Difícil
imaginar una escena que incite menos que ésta a la serenidad y el
ensimismamiento: vestuario, revisación médica, ducha previa, antiparras
para que el cloro no te mate, ducha de vuelta, vestuario de vuelta
(gente, siempre gente: en el vestuario, en las duchas, en la pileta),
vestirse otra vez, cargar en el bolso la ropa mojada. Y, sin embargo,
en el medio, estás nadando: rodeado de ese celeste absoluto que
es el mundo submarino en las piletas, rodeado de ese silencio. Que
no sé si es silencio en sí o el efecto de la fluidez que tiene todo
debajo del agua, combinado con esa serenidad ensimismada que produce
el estar nadando. No rápido, sino al propio ritmo (todo un tema,
encontrar el propio ritmo, pero ahí sí): yendo y viniendo, una pileta
y otra y otra más, una de pecho, una de crawl, una de espalda, vuelta
de crawl, hasta que uno se olvida de que está nadando (tal como
uno se olvida de que está pedaleando cuando anda un rato largo en
bicicleta). No se trata de nadar �bien� sino de estar bien nadando,
para decirlo con la expresividad de la cursilería (y les ahorro
toda descripción del bienestar posterior porque entraría en franco
territorio de la expresión corporal). Ironías de la vida: porque
alguna vez escribí un cuento con el título �Nadar de noche�, hay
gente que cree que soy nadador desde siempre. No. Hasta hace unos
años, tenía la misma relación con el agua que cualquier hijo de
vecino (y considerable aprensión por los gimnasios). Empecé a ir
a nadar por la espalda. Escéptico, pero vencido: resignado al tedio
de frecuentar un gimnasio a cambio de una mínima mejora en mi maldita
espalda. Así fue como me encontré con esta providencial posibilidad
de acceso al ensimismamiento y la serenidad. Las veces que quiera.
Con sólo manotear el bolsito y robarles una horita a las cosas del
día. Hay días mágicos, en que llego a la pileta y no hay nadie,
y el sol entra por las claraboyas y se filtra en el agua, y yo voy
y vengo por mi andarivel, pensando en el libro que estoy leyendo,
o en algo que soñé o vi por la calle dos minutos antes, y en el
fondo de mi cabeza una voz familiar con la que vengo conversando
desde hace muchos, muchos años, me dice por lo bajo: qué bueno sería
ser anfibio, ¿no?, qué bueno sería.
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