La yuxtaposición
temporal entre un proceso de liberación de prisioneros por
la guerrilla colombiana de las FARC que la semana pasada llegó
a los 300 y el ataque de pocos días antes, por esa misma
guerrilla, a la estratégica base militar de Coreguaje, en
el sureño departamento de Putumayo, en la frontera con Perú
y Ecuador, significa que la principal formación guerrillera
de Colombia, que tiene a 16.000 hombres en armas y controla 42.000
kilómetros cuadrados también en el sur del país,
está empezando a contestar, tanto política como militarmente,
al Plan Colombia espoleado por Estados Unidos para la erradicación
de cultivos de coca. Estados Unidos insiste que la parte militar
del Plan no es una operación antiguerrilla, pero la diferencia
es puramente semántica, ya que el objetivo es suprimir lo
que constituye la principal fuente de ingresos de guerrilleros y
de paramilitares dentro de la balcanización colombiana. Y
la base atacada es estratégica por dos razones: está
en Putumayo, donde se cultiva el 50 por ciento de la coca colombiana,
y es el cuartel de operaciones de parte de la llamada Fuerza de
Tarea del Sur, una de las unidades de elite entrenadas por Estados
Unidos.
Dentro de esto, la coincidencia con el proceso de liberación
de prisioneros no parece casual, sino más bien apuntado a
palanquear una fractura aún mayor de la que existe entre
la política de negociación del presidente Andrés
Pastrana y un alto mando militar que se le opone, sin disponer al
mismo tiempo de la fuerza ni la capacidad para ejecutar la salida
militar que preferiría. Los poco convincentes rumores de
golpe de Estado que han estado circulando en Bogotá son como
la sombra que proyecta esa fractura creciente. De algún modo,
las FARC están ensayando su propia versión de las
tácticas del palo y la zanahoria: al gobierno y a la sociedad
le están devolviendo la mayoría de los rehenes uniformados
en su poder, sin que por el momento se haya establecido contraprestación
alguna, mientras a los militares se les advierte que redoblarán
sus ataques sobre las áreas de colaboración estratégica
más estrecha con Estados Unidos. En este juego, Estados Unidos
aparece como el destinatario final pero de ninguna manera menor:
las FARC también apuntan a erosionar un compromiso militar
estadounidense del que el Pentágono de Donald Rumsfeld no
está totalmente convencido, y que sufrirá un inevitable
cuestionamiento en el Congreso y la opinión pública
si se producen bajas estadounidenses. Porque el juego recién
empieza.
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