Por Luciano Monteagudo
Después de Exótica
(1994) y El dulce porvenir (1997), sus dos únicos films conocidos
en Argentina, El viaje de Felicia es la nueva incursión del canadiense
Atom Egoyan por el lado oscuro de la luna. Inspirado en una novela del
irlandés William Trevor, Egoyan vuelve a dar cuenta de su sombría
visión del mundo en este film que, como sus anteriores, parece
dirigirse al más profundo subconsciente. Sucede que El viaje de
Felicia es el retrato en la intimidad de un asesino serial, los trabajos
y los días de un hombre aparentemente común, que bajo la
máscara de un chef solitario y sibarita (estupendamente interpretado
por el gran actor inglés Bob Hoskins) poco a poco deja inferir
su modo tan particular de relacionarse con sus semejantes. Mister Hilditch
es, como diría un periódico sensacionalista, el monstruo
de la puerta de al lado, el vecino amable y retraído, capaz
de ganarse el respeto y la admiración de sus subordinados en su
trabajo y de ayudar desinteresadamente a una adolescente en desgracia,
antes de empezar a mirarla con otros ojos, más ambiguos, más
inquietantes.
Todo en Felicias Journey remite a las estructuras y la imaginería
de los cuentos de hadas y los relatos infantiles, empezando por el paisaje
industrial de Birmingham, con sus chimeneas infinitas y sus enormes silos,
que parecen los hongos gigantes de un extraño bosque de cemento,
un bosque plagado de peligros y en el que se interna inadvertidamente
una niña inocente, apenas con una mochila roja en sus manos, como
si se tratara de la canasta de Caperucita. Se trata de Felicia (la debutante
Elaine Cassidy, una revelación), una muchacha de formación
católica, tan ingenua y desorientada como si se hubiera escapado
de algún cuento perverso de los hermanos Grimm.
Tal como lo expone la brillante puesta en escena de Egoyan, Bob Hoskins
es al mismo tiempo el ogro de su solitario castillo la vieja casona
que heredó de una madre abrumadora, la bruja que cuando él
era niño preparaba en la cocina sus pociones mágicas
y el temible Barbazul, que guarda sus secretos detrás de una puerta
celosamente cerrada con llaves y candados y que la pobre Felicia tiene
la malhadada idea de intentar abrir. Todo conocimiento parece decir
el film, haciendo suya una lectura à clef de los paradigmas de
la clásica literatura infantil conlleva un riesgo y hasta
un castigo, a los que Felicia se ve expuesta y a los que solamente puede
hacer frente con el poder de su inocencia.
Si hay una zona de la película que no está a la altura de
esta fábula cruel es cuando Egoyan, en la segunda mitad del film,
le dedica demasiada atención a la relación de Hilditch con
su madre, interpretada por Arsinée Khanjian, la mujer del realizador
y su actriz-fetiche, presente en toda su obra. Hay algo sumamente atractivo
en la idea de que el ogro se relacione con la bruja a través de
un viejo televisor, en el que Hilditch ve una y otra vez los programas
en los que su madre dejó grabadas sus magistrales recetas de cocina,
que él continúa realizando, para su propia satisfacción.
Pero el tono que le infunde Egoyan a esa relación es cada vez más
paródico, hasta hacerse un poco grueso, casi obvio. Se diría
que, por el contrario, lo mejor de su film aparece en aquellos momentos
deambigüedad, cuando se arriesga a espiar, a asomar la nariz por
las grietas que a veces se abren aún en la más tersa realidad.
PUNTOS
PREFIERO
EL RUMOR DEL MAR, DE MIMMO CALOPRESTI
Una Italia partida en dos
Por Horacio Bernades
Año nuevo, vida
nueva, dicen. Linda manera de empezar el año, cavila Luigi
mientras espera ser llamado para ver a su hijo, internado en un hospital,
tras un ataque de furia destructiva, la noche misma de fin de año.
No hay más que comparar Pan y tulipanes, estrenada la semana pasada,
con Prefiero el rumor del mar, para hallar la exacta oposición
entre un cine italiano que aún repite gestos tipificados (la calidez,
la simpatía, la accesibilidad a cualquier precio) y otro menos
atado a lo que se espera de él. De tonos graves y oscuros, Prefiero
el rumor del mar renuncia a la tentación del optimismo a toda costa
para reflejar, en su costado más amargo, una Italia en la que el
sálvese quien pueda parecería la única
opción. Un camino no del todo libre de riesgos. Si este tercer
film de Mimmo Calopresti no los sortea del todo, no será por haber
elegido la más fácil.
Turinés de 45 años, Calopresti se había presentado
al mundo del cine hace un lustro, con la aquí inédita La
seconda volta, producida y protagonizada por el gran Nanni Moretti. Allí,
los años 70 volvían en su faceta más tensa, cuando
un ex ejecutivo de la Fiat se reencontraba con la mujer que, treinta años
atrás, había atentado contra él. Ahora, Calopresti
se enfrenta con el puro presente de su país y su ciudad, al que
encuentra encarnado en la figura de Luigi, italiano del sur que emigró
al norte industrializado, y a quien los negocios le sonríen desde
hace rato. Y eso parecería ser todo lo que sonríe en la
vida de Luigi. Divorciado de una mujer que en algún momento perdió
la razón, con una amante a la que mantiene a raya y un hijo adolescente
cuyo solo andar es como una radiografía del desaliento, el rostro
apesadumbrado de Luigi parecería la prueba misma de que el dinero
no compra felicidad.
Durante unas vacaciones en Calabria, Luigi conoce a Rosario, un adolescente
en quien no puede evitar verse a sí mismo, cuando también
él era un chico del lugar. Para Luigi, intentar sacar al muchacho
de allí parecería la última oportunidad de hacer
algo por alguien. Fábula sobre una Italia partida tal vez para
siempre entre el norte de Berlusconi y el sur cada vez más cerca
de Africa, Prefiero el rumor del mar da la espalda a todo optimismo, tanto
en términos individuales como sociales. Fotografiada en tonos lavados
y clave baja, poblada de personajes solitarios que no encuentran qué
decirse, es como si a la reciente Fuera del mundo, de Giuseppe Piccioni,
se le hubiera rebanado su costado más esperanzado.
No es casual el parentesco con el film de Piccioni, que transcurría
en la vecina Milán y también tenía por protagonista
a Silvio Orlando, uno de los actores favoritos de Moretti (era el pastelero
trotskista de Aprile). El aspecto de hombre común, su aire solitario,
esos gestos que dejan escaso lugar para la alegría, hacen de Orlando
icono inmejorable de una Italia en la que abundancia y malestar parecerían
sinónimos. El peligro de un film como Prefiero el rumor del mar
es que, de tan homogéneo, se vuelva monocorde. Calopresti, que
se reservó para sí el papel de un cura popular y bienintencionado
lejano reflejo, tal vez, de aquel padre Pietro de Roma, ciudad abierta
no elude ese riesgo. En más de un momento, da la sensación
de que también él, como sus personajes, baja los brazos
yrenuncia a hacer crecer el relato, poniéndolo al borde de un peligroso
quietismo.
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