OPINION
Por Martín Granovsky
La Justicia y la política
forman una especie de sustancia química que solo un ingenuo podría
considerar estable y un lelo, homogénea. Carlos Menem lo sabe,
y por eso ahora quiere presentarse como candidato a senador por La Rioja.
Es la última jugada para utilizar a la política como un
atajo para burlar a la Justicia, así como antes quiso usar a la
Justicia para neutralizar cualquier desafío al ejercicio descarnado
del poder.
Según el momento, Menem siempre apostó a forzar una u otra,
y a disimular una con ayuda de la otra. No es que careciera de proyecto
político o modelo de país. Desde el principio supo que,
como decía Perón según su propia memoria, sin duda
selectiva, gobernar es cabalgar sobre lo inevitable. Es que, en esa cabalgata,
dio tantas vueltas que muchas veces el rumbo se pareció a una serie
interminable de coartadas.
Un ejemplo es la mayoría automática de la Corte. ¿Quién
puede dudar de que Menem la fundó para gobernar sin trabas? Y al
mismo tiempo, ¿quién duda de que esa falta de trabas implicaba,
también, que en el vértice de la persecución penal
estarían siempre los amigos?
Otro ejemplo fueron las privatizaciones. Es ridículo pensar que
Menem se adscribió al capitalismo sin aditamentos solo para facilitar
negocios y abrir cajas de financiamiento político y personal. Pero
qué tentación, ¿no? Y, ya se sabe, a los tibios,
a los que resisten una tentación, los vomita Dios.
En pocos tramos de la historia argentina estuvieron tan juntos un drástico
proyecto de cambio para transformar el país y una ingeniería
financiera asociada paso a paso con los negocios en blanco y los negocios
en negro, con las inversiones y el lavado de dinero, con la concentración
de la economía y los retornos. Tal vez haya que remontarse a la
década de 1880. Aquel modelo sedujo tanto a los sectores financieros
internacionales que, en 1890, la Argentina terminó disparando la
crisis de la casa Baring en Londres. ¿Igual que ahora con el agotamiento
de la Convertibilidad y una Argentina que otra vez es noticia por su capacidad
de daño?
En todo caso, el ideal menemista es lo que los norteamericanos llaman
inmunidad legal y los argentinos conocen, en términos más
políticos, y más irritantes, como impunidad. La candidatura
del ex presidente a senador por La Rioja, tan creativa como patética,
solo es el último paso de una estrategia que antes esgrimió
dos argumentos. Uno: Menem no pudo haber sabido que las armas fueron a
Croacia y Ecuador. Dos: la política no es judiciable.
Hay muchas formas de examinar si era posible que Menem fuese tan ignorante.
Una, bien práctica, es revisar los proyectos presentados en la
Cámara de Diputados. Este es el resultado:
u Consta en trámite parlamentario con el número 200/93 el
pedido al Poder Ejecutivo Nacional para que informe si se encuentra
prevista para el presente mes de febrero de 1994 la realización
de una exportación de cañones de 155 milímetros producidos
en la Fábrica Militar Río III, dependiente de la Dirección
General de Fabricaciones Militares, cuyo real destino es la ex Yugoslavia.
(La causa judicial recién se abrió al año siguiente,
en 1994).
u En un pedido de informes del 5 de julio de 1994 queda consignado que
Panamá figuraba como destino de un embarque de armas a pesar de
que éstas iba a Croacia y que Panamá es un Estado
que carece de Ejército.
u En 1995 otro pedido de informes detalló otro embarque: a Guayaquil,
Ecuador (y no a Venezuela), desde la terminal de cargas de Edcadassa en
Ezeiza.
u En los pedidos de informes los diputados interrogaron sobre la producción
mensual de las fábricas militares de Río Tercero y Fray
Luis Beltrán, el stock de insumos, las comisiones pagadas por cada
operación, su monto y los asientos contables de Fabricaciones Militares.
* Desde comienzos de 1994 Carlos Menem, el ministro de Defensa Oscar Camilión
y el canciller Guido Di Tella disponían de los elementos necesarios
para sospechar, al menos, que Venezuela no queda en Ecuador y Croacia
está lejos de Panamá.
u Naturalmente, también la Policía Federal y la Secretaría
de Inteligencia del Estado, por nombrar solo dos organismos, debieron
conocer el paso de 6500 toneladas de armamentos por las rutas del país.
Todos estos datos figuran en proyectos presentados, en conjunto o alternativamente,
por un ex funcionario y dos autoridades actuales del gobierno de Fernando
de la Rúa, los tres diputados de la oposición en aquel momento.
El ex es Antonio Berhongaray, que llegó a presentar 20 proyectos
para pedir informes. Los actuales, el jefe de la SIDE Carlos Becerra y
el ministro de Defensa Horacio Jaunarena. Sería útil que
Urso los llamara, o que quedaran a tiro para el juicio oral. También
podría consultarlos el ex presidente Raúl Alfonsín,
preocupado en los últimos días por crear un clima de opinión
en contra de la figura de la asociación ilícita aplicada
a funcionarios del gobierno de Menem y al propio ex presidente.
La Sala II de la Cámara Federal, tribunal de apelación después
de Urso, integrada por Horacio Cattani, Martin Irurzun y Eduardo Luraschi,
es uno de los órganos más prestigiosos e independientes
de la Justicia argentina. Sus fallos han sido garantistas, o sea que siempre
se han preocupado por preservar los derechos de cada reo por encima de
cualquier arbitrariedad o supuesta razón de Estado. Estos jueces,
y los juristas, tendrán tiempo de debatir si la asociación
ilícita es un delito que puede cometer un Presidente. Entretanto,
y como la política efectivamente no se agota en la Justicia, es
interesante analizar algunos datos más allá del expediente.
Puede ser que haya que derogar la figura de asociación ilícita,
incorporada al Código Penal para aumentar las penas contra la izquierda.
Pero es llamativo que la conciencia culpable de muchos abogados haya aparecido
cuando la figura penal le toca a un poderoso como Menem. Es obvio que
los acusados por Urso nunca firmaron un acta para fundar una sociedad
encargada de cometer delitos. Pero, ¿labraron un acta las banditas
de una villa para robar autos? Si sus miembros coinciden parcialmente
con una sociedad de fomento, ¿podrá decirse que acusarlos
por asociación ilícita equivale a penalizar todas las sociedades
de fomento?
Es tautológico utilizar, para disimular la comisión de un
delito desde el Estado, el argumento siguiente: que cuando es el Estado
el que realiza una acción, resulta obvio que no hay delito sino
política. La tercera posibilidad, más bien, consiste en
utilizar la verticalidad del aparato estatal para cubrir el delito con
la política.
Si el lector considerase que todo lo anterior es un disparate, se sugiere
al mundo que pida perdón por estas tres equivocaciones (salvando,
antes, la distancia de que Menem no fue nunca un dictador):
Vladimiro Montesinos no cometió
ningún delito en Perú. Matar, robar o extorsionar deben
ser consideradas actividades tan normales como promulgar una ley, desplegar
una política económica determinada o ejecutar un plan de
viviendas.
Slobodan Milosevic no debe
ser juzgado en La Haya. Cometió crímenes de lesa humanidad
solo en su condición de jefe de Estado.
Augusto Pinochet es judicialmente
inocente. Se trata de un preso político en manos de la Concertación
de socialistas y democristianos, que actuaron por orden de un juez izquierdista
español en coordinación con el último reducto trotskista
de Europa, la Cámara de los Lores.
No es que haya que ilusionarse con la Justicia. Sola, no mejora las condiciones
de vida de la gente. Pero a veces, cuando no destruye los derechos de
nadie, le da valor institucional a las investigaciones y ayuda a descubrir
por qué pasa lo que pasa. Y además, siempre es más
dañina la impunidad. Como canta Joaquín Sabina en la mejor
síntesis posible de la política y la justicia: Que
gane el quiero la guerra del puedo.
OPINION
Por Eugenio Raúl Zaffaroni *
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La sonrisa y la carcajada
boba
Es innegable que en buena parte de la sociedad se percibe cierta
satisfacción y hasta alegría por la prisión
de Menem. Lo que suceda en la causa penal es una cuestión
que debe debatirse donde corresponde, pero este sentimiento es algo
que incumbe a todos. Es bueno reflexionar y discutir qué
significa y, en cualquier caso, si se justifica.
Ernst Kantorowicz (1895-1961) dedicó sus últimos veinte
años a demostrar que en el medioevo se transfirió
de la teología a la política la idea de que el rey
tiene dos cuerpos: uno natural, igual al de cualquier otra persona,
y otro místico, perfecto e inmortal, que es el cuerpo del
poder. De este modo se explicaba que un cuerpo que con harta frecuencia
yacía con doncellas y donceles podía mantenerse incorruptible.
Es poco discutible que en el sistema presidencialista sobrevive
una monarquía atenuada. En esa medida, también perdura
en el imaginario colectivo la imagen medieval del doble cuerpo del
rey. En los parlamentarismos esa imagen se reserva al rey constitucional
o a un presidente casi simbólico. En general es mejor elegir
el símbolo, porque es preferible un Ciampi abuelo impoluto
a un heredero que escribe cartas con referencias a las prendas más
íntimas.
Pero la imaginación colectiva pública no siempre usa
la idea de los dos cuerpos para legitimar el poder, sino también
para desacralizarlo. En efecto: una pena impuesta a quien ejerció
el poder monárquico implica que, después de todo,
no es tan perfecto, inmortal o incorruptible. En el caso de Menem
se agrega que ejerció la presidencia en forma muy personalista
durante más de diez interminables años, lo que potenció
su imagen monárquica.
Hoy Menem no puede escapar al rol que asumió con singular
empeño: no puede desprenderse del cuerpo del poder. Lo intenta
desde siempre y por eso es dicharachero, tiene buen manejo de cámara,
sentido del humor, y, sobre todo, habilidad para desconcertar con
sus transgresiones. Su propio matrimonio no fue nada disparatado,
sino el esfuerzo máximo por exhibir un cuerpo que no es el
del poder. Algún veterano lector infantil de Patoruzú
diría que es una suerte de Isidoro Cañones de la política.
Pero así y todo no logra desprenderse del cuerpo del poder,
cuya prisión puede producir satisfacción y alegría
a mucha gente. Y eso Menem lo sabe.
En ese cuerpo del poder que pretendió la continuidad de la
segunda reelección, pero también el que le vendió
a la clase media la panacea de la privatización y del fundamentalismo
de mercado.
Desde la escuela se enseñó durante casi un siglo que
la Nación no tenía como únicos símbolos
la bandera, el escudo y el himno, sino también muchos bienes
y servicios, y hoy su pérdida no se vivencia sólo
como la de un patrimonio estatal, sino que tiene un alto contenido
de pérdida de símbolos, con fuerte lesión al
narcisismo y sobre todo a la identidad.
Mucha gente se alegra de ver preso al cuerpo del poder, porque ese
poder le diluyó la Nación. No otra es la sensación
que sienten los que defienden Aerolíneas Argentinas del vaciamiento
aunque nunca hayan subido a un avión.
Es la satisfacción de ver preso a un poder que le vendió
el bienestar electrodoméstico en cuotas dolarizadas, financiado
con la venta desordenada de los principales bienes del Estado. La
dictadura vendió el bienestar de la plata dulce financiado
con la deuda que hoy se cobra compulsivamente; éste vendió
los bienes. Unos hipotecaron, el otro vendió. Y ahora ese
poder está preso.
¿Merece esto que estemos satisfechos e incluso alegres? No
podemos estar alegres porque esté preso un cuerpo que no
existe, de un poder mucho más complejo y que ahora, como
ya no le es útil, le retira la cobertura.
Sus amigos dicen que es un preso político, y tiene razón.
Todos los presos son políticos, porque son presos de un poder
arbitrario que los selecciona antojadizamente. A unos los atrapa
por la cara sospechosa. Son sinceros algunos legisladores de la
Ciudad que quieren hacerlo expreso, prohibiendo hacer sospechar
a un policía. Otros, muchísimos menos, estánpresos
porque se volvieron disfuncionales para el poder al que sirvieron
y éste les retiró la cobertura (esos son los presos
ilustres, pocos por cierto y muy excepcionales). Falta un legislador
tan sincero como los porteños, que proponga otra norma: prohibido
volverse disfuncional al poder.
Pero el sistema es tan perverso que estos presos ilustres le siguen
siendo funcionales: le sirven para alimentar la ilusión de
que la justicia penal es igualitaria o, al menos, no es tan arbitraria.
Menem preso es útil para legitimar el poder arbitrario con
el falso argumento de la venganza igualitaria: su prisión
sirve para reforzar el discurso que asumía cuando proponía
la pena de muerte. Menem y Ruckauf, Corach y Toma, tienen el mismo
discurso, sólo que ahora Menem puede ufanarse de un aporte
legitimante mayor, porque lo hace con su cuerpo real.
El poder punitivo es tan perverso que engaña con los detalles
y la alegría de un cuerpo preso que no es el que realmente
está preso y que, además, distrae de lo fundamental,
que es pensar cómo hacer para neutralizar los efectos de
la venta menemista de la Nación, cómo hacer para salir
de la hipoteca dictatorial en que estamos metidos, y sobre todo,
cómo hacer para evitar la tercera etapa del drama, o sea,
el montaje de un estado corrupto-autoritario estratégicamente
destinado a asegurar e incrementar los beneficios de las anteriores
operaciones de hipoteca y venta.
Que devuelvan lo que se llevaron no es más que
un slogan propagandístico del mismo poder que vendió
la Nación. Menem no puede devolver el producto de todo lo
que ganaron los que se beneficiaron con la venta de los bienes del
Estado. No se trata de un robo en que el botín está
debajo de la cama. El daño es irreparable.
Una cosa es cierta prudente satisfacción porque un poderoso,
si realmente merece un castigo, de vez en cuando lo tenga, y otra
es alegrarse como loco porque eso suceda, al punto de distraerse
de lo fundamental. Lo primero es aceptable; lo segundo es caer en
la trampa del propio poder que victimiza.
Además, existe el riesgo de que esa alegría sirva
para ocultar la propia incapacidad política. Hubo culpa en
lo sucedido, porque a Menem se lo votó en medio del festival
de electrodomésticos (y si vamos más atrás,
es innegable que la dictadura contó con un respetable consenso
inicial).
La desocupación, la precarización laboral, el encarecimiento
de los servicios, la polarización de riqueza y la desaparición
de los símbolos, nos quita toda seguridad, sentimos que nos
va faltando el país, pero de eso no nos repondremos festejando
que alguien vaya preso en el rol de un cuento medieval, sino asumiendo
que eso es resultado de dos maniobras frente a las cuales no fuimos
capaces de un grado suficiente de cohesión nacional para
evitarlas (la hipoteca dictatorial y la venta menemista).
El poder punitivo siempre llega tarde, cuando las cosas pasaron,
cuando los muertos están muertos, cuando los bienes se esfumaron.
Y nos distrae discutiendo qué hacer con sus antiguos servidores
que ahora ofrece para el show, con el claro objetivo de que no reparemos
en el presente.
No seamos incautos: la historia no se repite sino que se continúa,
y a la hipoteca y venta sigue la consolidación de sus beneficios.
La tercera etapa es la de un estado corrupto-autoritario, violento,
vindicativo, sin controles y sin política, montado con el
único objetivo estratégico de garantizar los beneficios
de esas operaciones y, si es posible, aumentarlos. Una cosa es la
pequeña sonrisa de satisfacción, pero otra muy diferente
es la carcajada boba que nos hace olvidar la nueva soga que nos
ponen al cuello.
* Director del Departamento de Derecho Penal y Criminología
(UBA).
Vicepresidente de la Asociación Internacional de Derecho
penal.
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