Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira


Tendencias
El goce de mostrarse

La californiana Natacha Merrit va mucho más lejos que los reality shows que abrevan en el exhibicionismo. Tiene 22 años y ya hizo carrera con sus autorretratos digitales que muestran impudorosamente sus juegos sexuales.

Por Sandra Russo

Ella no se queda en el camino. Lo suyo no es el meneo, sino la gimnasia fuerte del exhibicionismo. A sus frescos 22 años, encarna hoy, con su cuerpo totalmente entregado a su propia cámara digital, la tendencia entre lánguida y neurótica de dejarse y hacerse ver. Es como si Natasha Merrit hubiese descubierto, no desde la teoría sino desde su olfato, que este mundo 01 puede ser leído como un combate no sólo entre víctimas y victimarios, entre apocalípticos e integrados o entre incluidos y excluidos, sino también como una confrontación entre quienes se exhiben y quienes no pueden dejar de mirarlos. En plena efervescencia de reality shows que prometen una intimidad que finalmente llega encorsetada por genuinos y falsos pudores, ahí está ella, cultora y protagonista de sus Digital Diaries, que aparecieron primero en Internet y después en una lujosa versión de la editorial Taschen. Natacha Merrit se expone y expone a sus amigos y amigas a la exhibición sexual más explícita posible. A fines del siglo diecinueve, el doctor Richard von Kraft-Ebing, aparentemente sólo llevado por el ansia de enciclopedismo médico, relevó 69 casos de sexualidades excéntricas y las reunió en un libro hoy de culto llamado Psychopathia sexualis (editorial La Máscara). A su manera, KraftEbing fue un mirón y un interrogador: detalló, no sin cierta lubricidad poco disimulada en el lenguaje seco de la ciencia, casos de sadismo, necrofilia, fetichismo, zoofilia o ninfomanía, entre muchas otras “desviaciones sexuales”. Tres de los casos analizados por Kraft-Ebing describían la perversión un poco boba, un poco incompleta de los exhibicionistas: en 1890, se trataba de hombres que corrían por los parques con los genitales al aire, experimentando placer, congestionándose, al perturbar a ocasionales paseantes con sus miembros.
De esos casi inocentes exhibicionistas del pasado a los millones de exhibicionistas de hoy, no pasó sólo un siglo: se dio vuelta una página y acaso los 120.000 inscriptos para el nuevo casting de “Gran Hermano” den la pauta de que hoy querer mostrarse ha dejado de ser una desviación para ser un gran cauce en el que confluyen variadas intenciones, que van de las psicológicas a las sociales. No alcanza ya con un par de ojos sorprendidos: son necesarios miles, decenas de miles, millones de ojos, para aumentar la adrenalina de quienes eligen estar delante de las cámaras.
Nacida en San Francisco, apenas egresada de la prepa, Natasha Merrit se fue a París a estudiar Derecho. Pero el entusiasmo le duró apenas tres meses. Ya llevaba con ella su cámara Casio digital, una herramienta clave, porque con ella comenzó ya en Europa a comprender que era el soporte ideal para internarse en un rubro que no sólo interesaba a los demás: la calentaba a ella. Volvió a San Francisco y expuso sus fotos en Internet: se la veía en todas las posiciones, sola o acompañada, jadeando o desafiando a la lente, mostrándose o mostrando a sus amigos y amigas con cierta inocencia perversa, con cierto naturalismo digital.
El fotógrafo Eric Kroll fue quien la contactó poco después con el excéntrico Benedikt Taschen, el dueño de esa editorial de libros-objeto maravillosos, que inauguró hace algunos años una sección sólo paraadultos, pero bajo la filosofía de que todo lo que publica debe poder verse en un estante de cualquier librería prestigiosa. Natasha Merrit emergió así, desde su propia diversión/obsesión, al mundo editorial con un libro de lujo, y rienda suelta para seguir mostrando su objeto de culto preferido: ella misma, que autoposa durante todo el día, a una distancia nunca mayor que la de su propio brazo. Se muestra haciendo el amor, masturbándose con accesorios o sin ellos, con chicas, con chicos, frente al espejo, bajo la ducha, atrás de un vidrio apenas empañado, en poses estéticamente irreprochables y de una carga erótica de volumen más que considerable.
Merrit, como fotógrafa, ha adquirido una notable práctica digital: nada en ella como pez en el agua. Descompone los cuerpos, se extiende en los detalles, bucea en lo que cualquier otro mantendría en reserva. Cuando Kroll la descubrió, advirtió que se trataba de algo más que de una chica mala o con intenciones de molestar a su familia. De hecho, lo que dejan flotando los Digital Diaries de Merrit en una pregunta acerca del evidente narcisismo de la autora y su afán de exhibicionismo, por un lado, y cierta atmósfera de introspección paradójica: entre ella y su cámara parece haberse agotado el mundo. Nadie entra en él, salvo a través de los ojos que miran. Ella sabe que irrita con su juego y disfruta irritando: se ríe y declara: “Me llevo el trabajo a la cama”.

El secreter

Elegancia

“Un buen amante se conducirá con elegancia tanto en la oscuridad como en cualquier otro momento. Se deslizará de la cama con una mirada de consternación. Cuando la mujer le suplique: ‘Vete, amigo, está aclarando. Nadie debe verte aquí’, él lanzará un hondo suspiro revelador de que la noche no ha sido lo suficientemente larga y que abandonar a su dama lo hace sufrir. Ya de pie, no se vestirá de inmediato, sino que acercándose a su amada le susurrará todo lo que ha quedado por decir durante la noche. (...) Verlo partir en ese momento será para ella uno de sus más deliciosos recuerdos.”
(De Sei Shonagon, en El Libro de la almohada, Japón, año 1000. Adriana Hidalgo.)

 

sobre gustos...

Por Diego Fischerman

Las razones del pescador

Atrás, en el horizonte, una línea delgada y oscura, en la que es posible distinguir la silueta de árboles y, tal vez, de alguna nutria, marca el límite. Pero las reglas, allí, en ese espacio delimitado por dos orillas, son distintas. Hay otro ritmo, otras velocidades. El agua nunca está quieta, ya se sabe. Y debajo –o dentro– de ella hay más movimiento aún. La superficie, marrón, llevando consigo toneladas de barro, no permite más que adivinar ese mundo de cazadores terribles, de emboscadas y engaños, en que la diferencia entre la vida y la muerte se mide en segundos. El hilo, delgado, hiere la superficie. El bote, con una vibración que desde el motor se transmite a las piernas, apoyadas contra el borde, y que, a poco de andar, deja de oírse, arrastra al hilo y, con él, a un pequeño pedazo de metal que imita, imperfecto, a una posible víctima. El intruso entra al mundo del río y, de alguna manera, al imitar sus leyes, le impone también algo de las propias.
El pescador desea conocer el río, aprehender ese universo en que el dorado, abriendo y cerrando sus mandíbulas fulminantes, espera detrás de una roca para atacar al pez más chico. El pescador se vale de una falsedad, intenta que sus instrumentos parezcan lo que no son. Pero, a la vez, ese señuelo le impone a la naturaleza algo que pertenece, por entero, a una sola de sus especies: la idea de ficción. El dorado, un predador perfecto, infalible, aprende con el anzuelo algo del hombre. Y, al hacerlo, falla por primera vez. Sólo los seres humanos (y, tal vez, los peces) son capaces de preferir una buena ficción a una realidad mediocre. Quien pesca es, sobre todo, un amante del agua. Un amante que, claro está, no sabe amar sin violencia. No puede conocer el objeto de su veneración si no es forzándolo. El pescador leerá libros en los que aprenderá que los peces no tienen nervios en la zona de los maxilares y no sienten dolor con el anzuelo. Pensará que la angustia pertenece a la condición humana y no a la de los peces y que, a lo sumo, al devolver el pez al agua, lo hará más sabio y más agradecido con la vida, a la que sabrá, a partir de ese momento, valorar como un bien que puede perderse. Pero el pescador, como tantos viciosos, seguirá pescando y no lo hará por ninguna de esas razones. Lo hará por el tirón en el otro extremo del hilo. Por la emoción de ver al pez saltar fuera del agua. Lo hará por placer.

 

 

PRINCIPAL