Por
Fernando DAddario
Sandro
es el dueño del orden y, por lo tanto, también maneja su
transgresión. En su regreso a los escenarios, volvió a someter
a su público a un delicioso juego maniqueo: expuso su deterioro
físico, denunció el derrumbe de los viejos valores, pregonó
un retorno a la moral de antaño e invitó formalmente a corromperla
por un ratito, por él y sólo por él, un ángel
de la perversión que ya parece estar más allá de
los tiempos históricos y la evolución de las costumbres.
El, sin embargo, ante un Gran Rex que chilló, provocó y
exploró todos los límites de la devoción, se mostró
como el más idóneo garante de una época, de un modo
de vivir. Un disparador de viejos sueños de esplendor. No cabía
la posibilidad de una renovación para reavivar esas ilusiones.
Debía ser el mismo Sandro de siempre, el que se burla de sus achaques
para instalarlos en el terreno de la complicidad y, desde ese lugar, el
de los defectos comunes, preservarse intacto para la imaginación
de la gente. El espectáculo El hombre de la rosa demostró
ser funcional a esas expectativas y fue una fiesta para las 3500 personas
(en su mayoría mujeres) que asistieron al debut. No obstante, el
show debió adecuarse a la realidad: Sandro no está para
un recital continuado de dos horas. Está para un rato (en gran
forma, eso sí) y acompañar en los entremeses. El montaje
simultáneo de una obra de teatro (si es que se la puede
denominar de esa manera), a cargo de Juan José Camero y Matías
Santoiani, le permitió recuperar el aire perdido y, de paso, manifestar
su mirada de la vida, una visión complaciente con el imaginario
de sus fans. Mientras él permanecía acodado en el piano,
con su capa negra y una rosa roja en el ojal, los personajes de la obra,
un florista y un canillita, exhibían un arsenal de bondades barriales
que, de tan puras, resultaban caricaturescas. Las apelaciones a cierto
romanticismo naïf, a las virtudes espirituales y a un orden social
perdido (el almacén arrasado por el hipermercado fue una de las
imágenes utilizadas) fueron aplaudidas por la gente como si se
vieran reflejadas en ellas.
Todo lo demás sería provisto por Sandro: la invitación
a la trampa, la ruptura de las convenciones, el arrebato pasional. Es
el único capaz de manejar esa dualidad, cada vez que invoca la
figura del ovacionado Pipo Mancera (ex conductor de Sábados
circulares, el programa de la familia en la década del 60)
y segundos después ensaya su típica mirada perversa, esa
que sacude las defensas vulnerables de esas señoras que le prometen
sexo furioso, protección maternal, acompañamiento terapéutico,
lo que venga.
Porque Sandro insinúa el 20 por ciento de lo que fue y, con eso
sólo, ya reinventa un mundo. Cantó sólo catorce canciones,
y nadie le pidió más. Hizo las que tenía que hacer
(si no las hago, queman el teatro, dijo, ante una platea ya
incendiada), como Así, Penumbras y Porque
yo te amo, demostró su talento interpretativo en temas ajenos
(pero muy propios) como El día que me quieras (sos
Gardel, le gritaron, y a nadie le pareció un exabrupto, en
ese contexto) y Honrar la vida y ofreció sus dotes
actorales para el otro repertorio: el de su picardía para provocar
a sus fans y reciclar frases que ya son tan inevitables como aquellas
canciones (Son como siempre, son insaciables... ¿Qué
quieren de mí...? Soy un señor mayor), porque cada
vez queda más expuesto el hecho de que el ritual reserva para la
música un cómodo segundo plano. Más emocionante que
escuchar Así fue ver a Mónica, de Merlo, la
mujer que ganó, ruleta mediante, la posibilidad de subir al escenario
con Sandro, bailar con él, hablarle al oído. Le temblaban
las piernas. Es la primera vez que vengo a un teatro, y es para
verlo a Sandro, dijo. No olvidará jamás la noche del
viernes 6 de julio de 2001. Tampoco la olvidarán sus compañeras
de fila, en el pullman, que vieron cómo una de ellas (e igual que
ellas, aunque la putearan y la envidiaran) las estaba representando en
la fantasía colectiva.
En el Gran Rex también había hombres, escondidos en el recurso
del pudor, frente a tanta energía sexual que les pasaba de largo.
Uno se animó y gritó: Roberto, cantá Pasional.
Dos filas más adelante, una mujer lo reprendió: Ma
que pasional ni pasional. Callate la boca, infeliz. El hombre, prudente
en virtud de la desigual relación de fuerzas, no emitió
más opiniones hasta el final del show. Que fue todo de ellas. Que
se sentían aludidas cuando Sandro cantaba Te quiero tanto
amada mía y abrazaba a una mujer imaginaria bajo un cielo
estrellado. Y eran las beneficiarias directas de esos espasmos que lo
invadían cuando interpretaba Tengo, y de esos movimientos
pseudo masturbatorios que regalaba en Penumbras. A cambio
de eso, entregaron todo. Sandro les pidió en un momento que resoplaran,
así me llega más aire. El resultado fue tan
contundente que les pidió que pararan: ¡Se está
inflando el teatro!, dijo, con picardía.
Fue el primer fin de semana. Habrá más. Veinte shows asegurados,
en principio, y la posibilidad de quebrar su propio record, de cuarenta
shows en el Gran Rex. Pero el fenómeno excede las cifras, y supera
las fronteras sociales. Para cierta intelligentzia, Sandro es reivindicable
porque ya dio la vuelta de todo, porque es misterioso, bizarro, y sus
ocurrencias arriba del escenario (desde los chistes malos hasta el vestuario
y la escenografía), que serían tildadas de grasa en otro
artista, provocan la misma justificación redentora: Es un
grande de verdad. Podría inferirse que su grandeza es tan
incuestionable que puede permitirse todas las libertades, incluso las
del mal gusto. Pero para gran parte del público, Sandro no es bizarro:
es parte de su vida afectiva.
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