Por
Julián Gorodischer
Nada
podría ser más eficaz, a juzgar por las crónicas
breves de Michael Moore, que poner en ridículo a los políticos
y las corporaciones si se quiere decir una cruel verdad. Del
ridículo, confirma el dicho popular, no se vuelve. Este cruzado
fuera de época ya no se aferra al poder de las palabras enunciadas
con solemnidad. Ey, ¿alguien escucha...?, preguntaría
horrorizado frente al vacío. Prefiere fundar un género que
es masivo en los Estados Unidos y que aquí empieza a tener cada
vez más devotos. Con La cruel verdad, que hoy regresa
en una segunda temporada de capítulos de media hora (lunes a viernes
a las 19.30, por Film & Arts), inauguró la denuncia entretenida:
Michael Moore levanta el dedo y ataca con lo que más duele: la
broma, el gag, la caricatura...
Moore es fiel a un hacerse el tonto que otros presentadores
norteamericanos usan como fin y él considera, apenas, un medio
para concretar su intervención política. Si El show
de Tom Green o Jackass (que se pueden ver por MTV) atacan
la moral media del ciudadano común (ese que se horroriza frente
a los desnudos, las autoflagelaciones, la escatología...); Moore
apunta más alto. Su blanco es el poderoso (el empresario desaprensivo,
el gerente de una corporación racista, el político corrupto
o inepto). Por eso, su trabajo es más sutil: el mero impacto (el
ruido) que hizo de Tom Green un gran escandalizador no es suficiente para
llegar al corazón de la toma de decisiones en los Estados Unidos.
El sueño de Moore es transformador y de largo alcance: que su intervención
dé resultado debería implicar una modificación del
paisaje.
A saber: en esta nueva temporada que se verá en la Argentina, Moore
está muy preocupado por la política (corresponde temporalmente
al período de elecciones provinciales y nacionales); tanto es así
que dedica un mayoritario porcentaje de sus programas (estructurados en
dos bloques temáticos de quince minutos) a orientar sus crónicas
breves al seguimiento de candidatos. En un programa especial, que se verá
el próximo viernes, monta una campaña de prensa para un
nuevo candidato en la votación de Nueva Jersey: Ficus, una planta.
Quiere demostrar que el Ficus es más interesante que cualquier
otro candidato y probar que cumplirá una misma función inerme
en el Parlamento. Las chances de Ficus, gracias al apoyo de una escéptica
opinión pública local, empiezan a ser mayores, y la broma
se les va de las manos. La campaña de Ficus ingresa al sistema
de medios, es discutida en la calle, apoyada en actos políticos
y cuestionada en la Junta Electoral. Otras 21 iniciativas aparecen en
Ohio, Texas. Un candidato modifica su discurso frente a la irrupción
de la planta: Soy duro como un roble rojo, dice.
En otros capítulos, Moore elegirá abrir al público
un sex shop que comparte mercadería sucia con la oferta
de marketing electoral del candidato más conservador de Nueva York.
Una nueva provocación. Como cuando realiza donaciones con cheques
a las campañas de varios candidatos nacionales atribuidos a grupos
de abortistas (destinado a los republicanos), neonazis y fumadores de
cannabis (a los demócratas), entre otros. En todos los casos, así
como cuando el tiro sale disparado a las multinacionales que contratan
en negro o echan empleados, el cruce con el chiste potencia la denuncia.
Sólo visto en acción (cuando el cheque es aceptado y se
suma a los fondos partidarios), el discurso se vuelve vívido:
adquiere carácter de confirmación. Entonces, Moore se incorpora
a la política como un actor más, con ventaja de antemano
(la cámara que lo sigue) y mérito propio: la cualidad de
tener una buena idea tras otra.
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