El amasijo de periodistas vibró. El ex presidente, de traje azul, estaba subiendo las escalinatas del tribunal. Minutos después tomó asiento para escuchar la resolución judicial. Dijo: “Es una confabulación”. Era el 18 de mayo de 1994 y al venezolano Carlos Andrés Pérez acababan de comunicarle que quedaba detenido. En pocos años habían rodado las cabezas de Alan García, Fernando Collor de Mello y un hombre mucho más importante que un político tercermundista, el ex premier italiano Giulio Andreotti, siete veces jefe de gobierno y monumento de la Democracia Cristiana, había comenzado a afrontar un larguísimo y apasionante proceso por nexos con la mafia. Carlos Menem pudo haber puesto entonces las barbas en remojo. No lo hizo y hoy, a la misma edad que tenía Pérez cuando la Corte Suprema emitió su veredicto, 71 años, integra la mínima lista de jefes de Estado encarcelados por corrupción. A diferencia de Menem, Carlos Andrés optó por pasar las primeras horas de reclusión en El Junquito, la cárcel caraqueña para funcionarios.
Andreotti. “Me quieren linchar políticamente”, “es una fantasía delirante”, “una siniestra maquinación persecutoria”. En esos términos, el ex premier y senador vitalicio Giulio Andreotti se refería al proceso que le instruían por connivencia con la mafia. “El tío”, como lo llamaban en Sicilia, o “el inoxidable”, como lo había bautizado la prensa, afrontaba cargos por 110 delitos imputados por los jueces de Palermo que solicitaban su desafuero. “Arrepentidos” de la Cosa Nostra lo habían involucrado con Toto Riína en la más pura de las tradiciones mafiosas; otro arrepentido, Gaspare Mutolo, sostenía que al mencionar el “punto de referencia político más alto de la organización estoy hablando del senador Giulio Andreotti”.
“Las pruebas –escribieron los magistrados en el dossier elevado al Senado– no indican que el senador Andreotti se haya convertido alguna vez en un miembro formal de la organización mafiosa Cosa Nostra sino que dio cauce a medidas que constituyeron una contribución positiva a los intereses y a las metas de la organización”. Un tercer “pentito” aseguró durante el juicio que al ex premier le cabía la responsabilidad de haber ordenado la ejecución de Mino Pecorelli, un periodista extorsionador, miembro de la P–2, para terminar con el chantaje a que venía sometiéndolo. Pecorelli lo presionaba con la publicación del diario que Aldo Moro llevó durante su secuestro y en el que había registrado el dato de las “comisiones” recibidas por Andreotti de la constructora Italcasse, adjudicataria de licitaciones para la ejecución de obras públicas en Sicilia.
Tras seis años de proceso, en 1999, el jurado se pronunció. La fiscalía había pedido prisión perpetua para Andreotti y sus socios en el crimen de Pecorelli: su mano derecha, el ex ministro, ex fiscal y ex senador Claudio Vitalone, a quien “el inoxidable” le había encargado la tarea; los “padrinos” Giuseppe Calo y Gaetano Badalamenti que recibieron la solicitud de boca de Vitalone y los sicarios Michelangelo La Barbera y Massimo Carminati. La sentencia fue absolutoria para todos. La derecha italiana respiró aliviada y el Vaticano recibió la noticia con alborozo. Andreotti, el habilísimo estadista que pensaba con razón que “el poder desgasta... al que no lo tiene”, era hombre de misa diaria y buen amigo del Papa.
La crisis de la clase política no sólo había hecho estallar al “pentapartido”, la construcción gubernativa que afianzaba al estado pactista; arrastró a la lira, en retroceso permanente frente al marco y dejó lugar para que la calificadora Standard & Poor’s se lamentara implícitamente de los vientos de limpieza que soplaban, y bajara de categoría la deuda a largo plazo que Italia tenía en moneda extranjera. “La incertidumbre política –argüía la calificadora de riesgo– erosiona la confianza en que el gobierno logre aplicar su programa de austeridad y privatizaciones.”
Pérez. Carlos Andrés solía decir que dos cosas eran inocultables: la tos y el dinero. Y el 20 de mayo de 1993, la Corte Suprema aprobó el inicio desu juicio político bajo los cargos de peculado y malversación de fondos. Esa misma noche, los medios emitían en cadena el mensaje del socialdemócrata, anunciando que abandonaba temporariamente la presidencia. En una entrevista concedida antes de abandonar la residencia oficial de La Casona estimó que su error “fue haber tenido el coraje de enfrentar las dramáticas situaciones que estaba viviendo Venezuela y promover reformas sustanciales y profundas, tanto en el propio Estado como en la economía. Esto es lo que fue creando los odios, los deseos de venganza y las envidias que siempre están presentes en la clase política”.
Lo volteaba la denuncia de que 250 millones de bolívares habían sido convertidos en 17 millones de dólares y luego cambiados nuevamente a moneda venezolana. La diferencia, se sospechaba, estaba a buen recaudo en cuentas de Panamá y Estados Unidos. El dinero, de fondos reservados destinados a la defensa, había sido derivado a Nicaragua para la seguridad de Violeta Chamorro. En mayo del ‘96, la Corte lo condenó a dos años y cuatro meses de cárcel por malversación agravada. Pero sólo le quedaban cuatro meses por cumplir, puesto que ya llevaba otros dos años de prisión preventiva. Carlos Andrés recuperó su libertad en la madrugada del 19 de septiembre y sus partidarios sobreactuaron el festejo lanzando fuegos artificiales. El ex presidente, que debido a la edad había cumplido condena en La Ahumada, una casaquinta de los suburbios de Caracas, dijo que durante ese período se había sentido “muy limitado”, pero lo usó “como si estuviera en la calle”. “Me hice el propósito de adecuarme a la situación y nunca asumí el complejo de preso. Aquí, en mi casa, hacía todos los días mis ejercicios y cuando quería salir sin violar la ley, me introducía en Internet.” Carlos Andrés, anciano y desprestigiado, no se resignaba al olvido. El narrador y periodista Tomás Eloy Martínez había subrayado su “ciega e interminable negación de la realidad” y, para probar que sus críticos no se equivocaban, Carlos Andrés anunció que volvería a postularse a senador por Rubio, su pueblo natal que lo había declarado “hijo ilustre”. Temía que pudiera prosperar la denuncia de enriquecimiento ilícito que sostenía que él y su amante, Cecilia Matos, tenían abultadísimas cuentas en el exterior, depósitos en el BCCI y en Republic National Bank, procedentes, por ejemplo, del traficante de armas Anthony Perosh y nutridas de dineros públicos que Carlos Andrés había venido distrayendo desde 1974.
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