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La historia de Lucía
Por Sandra Russo

La Justicia estuvo de acuerdo, esta semana, con Lucía Cattaíno Les, una chica de 19 años ciega y enferma de cáncer que presentó una demanda en los Tribunales rosarinos para reclamarle a su padre, Oscar Cattaíno Les, la asistencia económica que él no le brinda desde que se separó de su madre, pero también afecto: Lucía fue operada varias veces y reclamaba la presencia de su padre en esas situaciones límite. El año pasado, dice su abogado, Héctor Navarro, esta chica cuya mayor pasión es el canto lírico –es soprano en el coro de la Escuela Municipal de Rosario– “tuvo una metástasis en el cuello y estaba aterrada. La vida le sacó muchas cosas. Perdió la vista a los nueve años, y tenía pánico de quedarse sin cuerdas vocales. ¿Qué puede necesitar una criatura en esas circunstancias? Despertarse de la anestesia y tener a su padre y a su madre al lado”.
El fallo que condenó a tres meses de prisión en suspenso a Oscar Cattaíno Les no modificó, hasta ahora, la actitud del padre, quien ha relatado a distintos medios la complicada trama familiar que desembocó en su mutis por el foro de la vida de Lucía. Más allá de esa trama y de los previsibles pactos violados y revanchas entre cónyuges que suponen muchos divorcios controvertidos, este caso pone en evidencia, entre otras cosas, el corrimiento de roles entre hombres y mujeres y la llegada a escena de los reclamos filiales: la Asociación de Madres, Padres y Abuelos para los Hijos Alejados de sus Padres (AMPARO) que integra el abogado Navarro, atajó inesperadamente hace cuatro años el reclamo de un chico de catorce, Fabián Pantano, que venía de padecer una depresión clínica y que quería reestablecer el vínculo con su padre. El chico había llegado a estar internado con una neumonía, había pedido la visita de su padre y se había enterado, poco después, que su padre había llegado hasta la puerta del hospital, había averiguado que la vida de Fabián ya no corría peligro, y se había ido sin verlo. Por primera vez, entonces, se presentó una demanda encabezada por un chico que bajo la figura de “alimentos” lo que reclamaba era afecto.
“El Derecho de Familia solamente entiende por alimentos aquello que puede traducirse en dinero. Se persigue a los padres que se borran para que paguen la cuota alimentaria, y está bien que se lo haga, pero hay tipos que son capaces hasta de renunciar al trabajo para no tener que aportar dinero a su ex mujer y a sus hijos. Y también están los desocupados, los que efectivamente no aportan porque no pueden hacerlo”, dice Navarro, quien libra su propia pelea en Rosario para imponer otra noción de “asistencia alimentaria”. “Claro que la ley no puede obligar a alguien a querer a sus hijos”, admite, “pero a veces una persona no tiene la oportunidad, o no sabe darse a sí misma la oportunidad de querer a sus hijos. Los tipos huyen y el amor se esfuma. Tuvimos el caso de un hombre que renunció a su trabajo en ferrocarriles para no pagar la cuota. Lo buscamos y para su sorpresa le dijimos que lo que se reclamaba no era dinero, sino que sacara a pasear dos veces por semana a sus hijos. El tipo bajó la guardia, esas visitas fueron acercando al padre y a los chicos, y una vez que el vínculo fue reestablecido lo demás llegó solo”.
Dice Navarro que la ley sigue tomando al hombre básicamente como proveedor, cuando la realidad indica que todo se ha corrido, que hay mujeres que pueden proveer más fácilmente a sus hogares que sus ex maridos, pero que necesitan que ese “alimento” del que habla la ley se traduzca, por ejemplo, en cuidados a los chicos, en tiempo concreto con ellos. “Tal vez algunos no puedan pagar, pero nada impide que los lleven al dentista, que los vayan a buscar al colegio, que se ocupen de su merienda, que actúen ese amor que dicen que les tienen”.
Navarro aporta una imagen: “Antes, en un colectivo, se veía a la mujer cargando al bebé y al hombre pagando los boletos. Ahora, el hombre carga al bebé y es la mujer la que sube atrás, y paga. ¿Qué quiero decir con esto? Que nadie debe escaparle a sus responsabilidades, pero que el cambio de los roles hizo que así como los padres ahora se ocupan más cálidamente de sus hijos, los hijos necesitan de los padres algo más que el dinero que puedan aportar”. La ley suele ir atrás de los cambios sociales, y si bien es cierto que el dinero es medible y el amor no, también es cierto que hay circunstancias cotidianas que favorecen un vínculo, distancias que si se acortan permiten que dos personas, padres e hijos en este caso, se conozcan y tengan la chance de quererse. La de Lucía es una historia extrema en todos sus detalles, pero atrás de esta historia seguramente hay otras miles en las que los menores de edad reclaman de los adultos algo menos abstracto que el amor: en todo caso, sentido común entre los contrincantes que abren fuego con ellos en el medio.



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