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Recaída
Por J. M. Pasquini Durán

(Viene de tapa.)Para disciplinar a la sociedad, también reclaman la alineación de los partidos políticos mayoritarios detrás de quien esté dispuesto a cumplir con esas directivas. “A Wall Street no le interesa el aspecto emocional del país. Hay que hacer ya el ajuste y soportar la situación política para cortar el rumor constante de cesación de pagos”, aclaró un analista de fondos norteamericanos de inversión. A fin de instalar esas ideas como una fatalidad ineludible, aterrorizan al país con el “riesgo-país” en alza, con la caída especulativa de la Bolsa y con los presagios de hecatombe en caso de indisciplina nacional. Si pudieran, cancelarían las libertades democráticas y los derechos y garantías de la Constitución, pero entre tanto las desprestigian usando a los políticos que se dejan usar como chivos expiatorios. No hay que confundirse: con hambre es difícil apreciar el valor de la libertad, pero es seguro que sin libertad habrá más hambre y desamparo.
Cualquiera que examine con realismo la evolución de la economía en el último cuarto del siglo XX podrá comprobar que los compromisos impuestos por la deuda pública son el “verdadero” déficit fiscal. Desde 1991, bajo el régimen de convertibilidad y a pesar del Plan Brady, la deuda aumentó a más del doble y los intereses subieron por lo menos en una vez y media, hasta hacerse impagable. A los principales acreedores no les importa si el país tiene que sacrificar a todas las doncellas vírgenes, allí donde se encuentren, con tal de cobrar y en condiciones de usura. Es la única obligación que el Gobierno acepta a cualquier costo, como si fuera un sagrado mandamiento. Sin embargo, no es un problema matemático de escuela primaria, sino de evaluación de daños y decisión política. ¿Acaso la quiebra de Argentina, en una economía globalizada, podría suceder sin graves, impredecibles incluso, efectos multilaterales? Sólo la avaricia irresponsable puede arriesgarse a tanto, en cuyo caso ningún esfuerzo será suficiente para conjurar los máximos perjuicios.
Entre las ideas renovadoras del pensamiento progresista figura, claro está, el reconocimiento de la importancia de la política económica, lo mismo que del equilibrio fiscal, el control de la inflación, la productividad, la competencia antimonopólica y la integración en el Mercosur y en el mundo. Todo esto, sin embargo, no implica dejar de lado ciertos valores irrenunciables que marcan la diferencia con los conservadores: la justicia social, el respeto por la integridad humana y la defensa de los derechos civiles, económicos y sociales. Son estos valores, justamente, los que resultan vulnerados por un esquema económico que, a rajatablas, subordina el bien común a los apetitos de grupos económicos concentrados. “Los mercados” no son miles de personas, como sostuvo Domingo Cavallo, sino el sector financiero, al que señaló el presidente Fernando de la Rúa, aunque en la práctica tanto uno como el otro guíen sus conductas por intereses minoritarios.
No hay respuestas sencillas, por supuesto, para la depresión que sufre la mayoría del país. Tampoco son posibles decisiones parciales y aisladas, mucho menos cuando el remedio es peor que la enfermedad, como en este caso. Asimismo, existen opciones diferentes a las que se aplicaron en el menemismo y continúan en la actualidad, sin ningún beneficio para el bienestar general. Para probarlo, allí están desde el programa electoral de la Alianza hasta las propuestas del subsidio para desocupados y cualquiera de ellas, hasta la devaluación monetaria, son posibilidadesabiertas, cuya única condición inicial es que los costos que demanden sean pagados en la justa proporción por los que más tienen, en lugar de descargarlos siempre sobre las espaldas de los más débiles, desde la clase media para abajo. Cada una de esas posibilidades requiere, por supuesto, vencer las resistencias de los que sacan ganancias de la desgracia generalizada. Esto supone la construcción de un poder suficiente como para contrarrestar y aun doblegar las presiones condicionantes del extremo conservador. El Gobierno no lo construirá, ni siquiera es seguro que se lo proponga, con llamados a la unidad nacional para convalidar el ajuste injusto y la exclusión social. Al contrario, según está a la vista, por ese camino seguirá debilitándose hasta quedar exangüe, rehén de sus propias concesiones injustificadas, hasta que alguna recaída sea letal.
Los acuerdos entre cumbres, los cabildeos a puertas cerradas y las convocatorias al seguidismo ciego aumentan el desconcierto, el canibalismo político y provocan desaforadas internas, tan estériles como agotadoras. Los responsables del Gobierno pueden apostar, claro está, a la disciplina social por imperio de las necesidades básicas insatisfechas, pero resultará en una espiral de violencia y represión que terminará por abrir las puertas al pasado. En democracia, el mayor poder está en la opinión de los ciudadanos. Si las autoridades republicanas, en los tres niveles, y las de los partidos políticos quieren saber cuál es el pensamiento de una auténtica unidad nacional, que convoquen a la consulta, mediante plebiscito o referéndum, para que cada uno tenga el derecho a comprometer su destino personal, el de su familia y el del país, a conciencia y por voluntad propia.



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