Por Martín
Pérez
Un perro y una perra enamorados
en París. Disney lo contó primero, es cierto, pero es una
historia que los responsables de los Rugrats no pueden evitar volver a
contar. Aunque más no sea en apenas un par de planos, con una pegajosa
pizza en lugar de albóndigas y tallarines, y eso sí
al margen de la trama central del segundo largometraje de la saga.
A casi una década de su debut en el canal de cable Nickelodeon,
y a un par de años del estreno de su primera película, los
populares personajes de la pareja de animadores Arlene Klasky y Gabor
Csupo han llegado a Francia. Y, una vez emprendido el viaje, todo puede
suceder. La endiablada Angélica se creerá la reencarnación
infantil de El Padrino, Reptar será Godzilla en París y
el perro de los Rugrats se creerá una nueva versión de aquel
Vagabundo que enamoraba a la Dama en el clásico de Disney. Y no
sólo eso: el perro también levantará su patita para
dejar su húmeda y olorosa firma al pie de la mismísima torre
Eiffel.
Todo comenzará con un casamiento y terminará en otro, pero
esta aventura transoceánica de los pequeños Rugrats nacerá
cuando el Reptar más enorme de todos más grande aún
que el carro que supo salvar a los niños de la serie en su anterior
largometraje se descomponga en París. Un trasnochado llamado
urgente a su creador, el dedicado padre de Angélica, terminará
con toda la tropa infantil Rugrats cruzando el océano. Papá
Pickles deberá arreglar a su dinosaurio, mientras los niños
pasearán por el inmenso parque de diversiones japonés creado
a imagen y semejanza de Reptar, un negocio para el disfrute infantil dirigido
por una protoCruella De Ville llamada Madame La Bouche, que paradojas
de paradojas odia a los niños. Pero sucede que la malvada
de turno necesita tener familia propia para poder ascender en la megaempresa
para la que trabaja, y Angélica será la encargada de apuntar
su ambición hacia el ingenuo padre de Carlitos, que desea una esposa
tanto como su hijo desea una madre. Y tanto como La Bouche necesita estar
cerca de los niños para demostrar la existencia de un inexistente
instinto materno.
Con los sentimientos maternales a flor de piel a pesar de tanto monstruo
desde Reptar a Labouche, Rugrats en París es una película
con mucho más valor como tal que el primer largometraje de la serie.
Tan divertida y simpática como sus pequeños protagonistas,
el film dirigido por Bergqvist y Demeyer no se olvida de ningún
tópico pegajoso y/o maloliente del más reciente cine infantil
a la hora de recorrer las aventuras a la altura de la rodilla de sus Rugrats.
En los casamientos habrá tortas, en el avión habrá
bolsas para el mareo, en los hoteles habrá bandejas con restos
de comida. Y en el parque de diversiones habrá incluso un mundo
pegajoso, como para que los pequeños y sus padres no
olviden la parte más sucia de su universo.
Con la necesidad de una madre para Carlitos en el centro de la historia,
lo mejor de este segundo opus Rugrats sigue siendo la encantadora y avasallante
personalidad de esos chicos capaces de todo, incluso de ir en busca de
la catedral de Norte Dame a bordo de un proto-Godzilla capaz dearrasar
con París. Pero más preocupado, por suerte, por rascarse
la cola si es que le pica. Y, conducido por Carlitos y compañía,
por buscar el amor de unos adultos que lejos de ser una pesadilla
para los infantes son tan amorosos como ellos.
PUNTOS
EL
ULTIMO CONTRATO, DEL SUECO KJELL SUNDVALL
En la mira de los asesinos
Por Luciano Monteagudo
El viernes 28 de febrero de
1986, poco antes de la medianoche, cuando salía del cine y se dirigía
tranquilamente a pie hacia su casa, acompañado sólo por
su esposa y sin custodios a la vista, el primer ministro sueco Olof Palme
fue asesinado de un balazo por la espalda. La noticia conmovió
al mundo, no sólo porque un magnicidio parecía impensable
en la pacífica y ordenada sociedad sueca sino también por
la dimensión de estadista de Palme. Socialista convencido y combativo,
Palme no sólo había situado a Suecia a la vanguardia de
Europa sino también hacía valer en distintos foros mundiales
sus puntos de vista, ya fueran sobre el apartheid en Sudáfrica
o sobre el eterno enfrentamiento entre la Unión Soviética
y los Estados Unidos (declarando zona no nuclear las aguas territoriales
de su país y provocando una feroz controversia en la OTAN).
De todas estas posturas da cuenta el film El último contrato, que
hace un buen uso de material de archivo, con fragmentos de los discursos
más encendidos de Palme, aquellos que irritaban a la ultraderecha
de Suecia y a los grupos neo nazis, que lo acusaban de inclinar la balanza
hacia el comunismo, por lo cual habían amenazado con matarlo. A
partir de esa base real, la película de Kjell Sundvall se dedica
a imaginar la compleja conspiración que pudo haber estado detrás
del asesinato de Palme, que como el de John Fitzgerald Kennedy nunca llegó
a quedar esclarecido, a pesar de años de investigación y
toneladas de testimonios e hipótesis.
Haciendo uso de una producción generosa para el standard del cine
escandinavo, que suele trabajar en un marco más acotado e intimista,
El último contrato tiene ambiciones cinematográficas, pero
al menos en la versión que llega ahora a Buenos Aires
parece más bien el extracto de una miniserie de televisión,
con una buena cantidad de cabos sueltos y abruptos saltos en el tiempo.
No ayuda tampoco el hecho de que el centro de la trama lo ocupe la melodramática
historia de un policía que, a sus varios problemas domésticos
(particularmente con su mujer, interpretada por Pernilla August, la esposa
de Bille y protagonista de Con las mejores intenciones) le sume la impotencia
de saberse involucrado en la trama del asesinato de Palme, sin poderlo
impedir.
Sin ser demasiado original, la historia del killer contratado por oscuras
fuerzas del establishment sueco (a las que el film no identifica, pero
asocia con el Pentágono) tiene al menos esa clase de suspenso paranoico
que films como El día del chacal y JFK contribuyeron a consolidar
en un subgénero aparte.
PUNTOS
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