Por Alejandra Dandan
Nadie se pone de acuerdo sobre
la definición. Son cirujas, pero no tanto. Son recolectores, pero
no basureros ortodoxos. La discusión se repite en un colectivo
que busca su primera parada: un puesto de basura apta para reciclar. La
tripulación es extraña: ex cirujas, recolectores de latas
o metales y cartoneros. Son parte de una cooperativa insólita que
ha nucleado los más pobres entre los pobres. Hasta aquí
eran sólo uno de los fenómenos emergentes de la crisis económica;
ahora, tal vez porque la crisis no es sólo emergente, son una comunidad
organizada. La cooperativa El Ceibo de Provisiones y Servicios tiene cincuenta
socios de villas y casas ocupadas. Ya cuentan con cuatro depósitos
distribuidos en el centro y un galpón donde reúnen desechos
útiles para la reventa. Página/12 subió a la combi
y recorrió con ellos ese territorio de desperdicios, de zanjas
y de cartones desde donde la ciudad se huele y se conoce sólo desechada.
Es difícil subirse en el colectivo de Valentín Herrera.
Lo recibió hace dos años, entre las piezas de un rezago
que saldó con un bono del plan canje. Arriba no hay asientos, sólo
una explanada libre donde entran pilas altísimas de cartones. En
un rato, Valentín estará cruzando avenida Córdoba
para alcanzar la puerta de dos supermercados antes de que lo hagan los
de Cliba. Quedan pocos minutos por delante y quedarse con los bolsones
de basura de los basureros legales es un desafío, pero
más que eso es la condición de supervivencia en la calle.
Para estos recolectores existe un supuesto como punto de partida: las
toneladas que levantan los licenciatarios del servicio terminan depositados
en el cinturón ecológico. Nadie selecciona esa basura para
reconvertirla. Por eso sostienen que su trabajo, además de darles
un ingreso, es un modo de economizar recursos naturales.
La basura tiene dueño, por eso nosotros pensamos que hay
que fomentar un cambio cultural, explica Cristina Lezcano, presidente
de la Cooperativa. De acuerdo a una ley que ahora repite Valentín
mientras conduce, está prohibido recoger y comercializar los desperdicios
de la vía pública: Una vez que la basura toca la calle
dice, la perdimos. Por eso somos ilegales.
Basureros alternativos
La cooperativa es en realidad un modo para atravesar la frontera hacia
el otro lado, para llegar de día y no escondidos, a saludar a los
dueños de las bolsas y de sus cartones. ¿Quieren que
nos pongamos uniformes para cirujear? se pregunta el guía.
¿O quieren quejarse porque les rompemos las bolsas? Bueno, van
a tener dónde hacerlo.
El problema para el piloto de este colectivo convertido en bunker de campaña
es tan profundo como la crisis: Se ven ellos mismos reflejados en
nosotros, tienen miedo, porque cada vez se parecen más a nosotros.
Desde hace dos meses, unas cincuenta personas, nucleadas en el movimiento
de ocupantes de casas tomadas de la AU3 de Palermo y otros de la Villa
31 de Retiro, la Boca, Villa Crespo y Soldati, entre otros barrios, decidieron
asociarse para presentar formalmente el Programa de Recicladores Alternativos
de Basura. En la Capital, de acuerdo al testeo que hicieron, hay 800 personas
trabajando entre la basura. Entre ellos están quienes lo hacen
con carros con rueda, con caballo o también de a pie. Estos datos
y el proyecto fueron a la Legislatura y, el miércoles pasado, a
la Defensoría de la Ciudad. En términos generales, los socios
están pidiendo un reordenamiento legislativo capaz de contemplar
esta actividad a la hora de renegociar las próximas concesiones
del servicio de recolección de residuos. Se evitarían
así explica Cristina Lezcano las carreras, las discusiones
pero mejoraría también la calidad de vida delos que vivimos
cirujeando.} La organización servirá, suponen, para
revertir la condición de marginalidad.
En el colectivo, en tanto, la marcha por esta ciudad nocturna avanza.
Ninguno sabe qué sucederá con este experimento, sin embargo
están seguros de que ahora que está de moda lo alternativo,
bueno dice Valentín nosotros somos alternativos con
todo esto. Esto sí, anticipa, por ahora nos van a faltar
los uniformes.
El ejército
Los buscadores de basura son casi un ejército. Valerio asegura
que hace diez años eran sólo ocho o nueve cartoneros en
la Capital. Por día cada uno solía juntar unos 1500 kilos
de cartones. Ahora con todos los que somos dice, si
haces 300 kilos, sos Gardel. Pero esos 300 kilos los consiguen únicamente
los que tienen algún tipo de movilidad, como un carro, y durante
tres o cuatro horas al día trabajan en la recolección y
el traslado. Durante ese mismo lapso, quienes no cuentan con estructura
y levantan o transportan los papeles a mano, nunca recogen más
de 80 o 90 kilos. Por cada kilo de papel, pueden recibir 0.08 o 0,09 centavos
y muchas veces ni siquiera lo consiguen. La mayor parte de los recolectores
trabaja para un depositario, que es una especie de capitalista
en el sector. Ellos suelen tener entre diez y veinte carros, cobran un
peso de alquiler por cada uno y en general, suelen quedarse con lo que
recogen sus recolectores.
Entre los que circulan a pie está Susana, que va recogiendo rezagos
de diario del día en el trabajo y entre sus vecinos. Ahora los
vende en la esquina de su casa, en Palermo. Pueden pagarle centavos por
esos kilos que carga atravesando la Capital pero esas monedas en la economía
doméstica pesan tanto como los kilos de diario. Cuando uno
no tiene plata dice ahora una moneda es un montón.
Sobre eso habla ahora Beatriz que consulta en el colectivo cómo
desarmar los motores de los turbos que encuentra en los volquetes. No
sé cómo limpiarlos, dice tratando de pescar un método
para sacar el cobre del motor. Por la pieza desarmada, pero limpia, pueden
pagarle tres pesos. Si no logra desarmarla y pulirla, ni siquiera se la
aceptan.
Lo que está cambiando es esencial. Para los recolectores alternativos
lo importante no es la cantidad de basura recogida, sino equilibrar una
ley de oferta y demanda que los canibaliza cuando enfrentan solos a los
compradores de sus deshechos. Ahora muchos terminan canjeando un kilo
de latas por cincuenta centavos pero, aseguran, que si las acopian durante
unas semanas y las venden en cantidad pueden conseguir precios mejores.
Reynolds te duplica el precio si podes venderle a 60 días,
va explicando Valerio que lleva el ranking de quienes mejor pagan.
La financiación a los mayoristas es el resultado de un estudio.
Detrás de cada elemento tirado, siempre hay alguna empresa potencialmente
interesada. Las hay para los metales, para latas; está Celulosa
Varadero dicen ellos que compra papeles y cartones, o Cattorini
que acepta botellas de vidrio. A ellos destinan esa producción
que se está amontonando ahora en el galpón apenas estrenado
de Colombres y Garay. Con ese punto de recepción, han montado otros
en Boedo, Villa Crespo y el corazón de la villa 31.
Y ahora nos falta la caja chica para bancar el día a día,
razona Cristina, que aunque entusiasmada con la idea está segura
de que ninguno de sus compañeros de calle está en condiciones
de esperar ni sesenta días ni un mes para recibir el pago. Por
eso ahora tramitan un crédito de 30 mil dólares en el Instituto
Nacional de Fondos Cooperativos. El dinero les permitirá tener
una caja chica para ir tomando los pagos a precio mayorista por la basura
recogida.
Félix, a la derecha, a la derecha le grita Valentín
a uno de sus compañeros: a la derecha, cartones.
El colectivo queda parado en la calle frente a una fábrica de computadoras.
Mientras Felix recoge cartones, Cristina cruza a la panadería y
vuelve con una bolsa repleta de panes del día. La cantidad parece
importante pero Valentín, de todos modos asegura que nada en la
recolección se parece a los tiempos de antes. No digo que
no teníamos una vida modesta dice pero yo compraba
el diario todos los días: no tenías que ser bacán
para eso.
Historias
de los que se hacen en la calle
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Valentin Herrera.
El hambre no
espera
El colectivo de Valentín está viejo. Lo sacó
de un rezago, lo pagó con un bono del plan canje y en el
frente sobre el vidrio pegó la oblea del incentivo docente.
La pegó más abajo del letrero donde escribió
te puedo enseñar a volar, pero no podés seguir
mi vuelo.
Valentín Herrera recoge basura de la calle. ¿Pero
a quién le gusta decir que hace esto?, pregunta Hace
veinte años, cuando su padre aún era empleado en Gas
del Estado y su familia se mudaba a la Villa 31 de Retiro, a él
se le ocurrió salir a resolver su propia economía.
Lo hizo entre la basura. Yo no robo, no tomo: hago esto. ¿A
quién le gusta pedir pan? Pero el hambre no espera,
les dice a los policías cuando lo paran por la calle porque,
le aseguran, su trabajo no es legal. Conoce la calle y esos códigos
que aprendió a descifrar. Tiene un recorrido fijo de lunes
a sábado y lo mantiene, porque abandonarlo, aquí en
la calle, significa perder la zona: Y si querés volver,
volvés atrás: a juntar lo que te dejan.
Fue lo primero que aprendió, en Once, cuando intentó
meter la trompa de su vieja Ford 56 en territorio de otro. Es la
zona del Gordo León, dice. Alguien que entendió al
pie de la letra que la basura es un negocio: este don León
ahora tiene seis Mercedes y peones levantando cartones en el mejor
lugar porteño, dicen en el gremio. Por eso un día
lo frenó a Valentín: Para vos advirtió
de la octava para allá, ¿clarito?. La octava
es la zona donde comienza el área liberada para los que recogen
basura en la calle. La séptima y el centro, en cambio, son
territorios vedados: la sobreproducción de basura fue agrupando
allí a los sectores más antiguos y poderosos. En la
calle las normas son tan terminantes como eficaces. Si está
juntado no se toca: esa clave la aprendió hace tiempo.
Fue uno de los primeros días de trabajo. Valentín
revisaba bolsas y se encontró en una esquina con una montaña
gigante de cartones. Estaban solos y arriba tenían una gorrita
que alguien se había olvidado, pensó. Tardó
muy poco en aprender que en la calle nadie olvida una gorra: los
cartones tenían dueño y la gorrita, era sólo
la señal del propietario.
Beatriz Busto.
Una lata es una
moneda
Beatriz Busto acaba de subir a bordo. El colectivo pasó
a buscarla por Acevedo, una de las casas ocupadas del tramo de la
ex autopista AU3. Sobre Beatriz, a upa viaja Guillermo, uno de sus
cinco hijos y aunque es muy alto, Vanina le gana. Es tan alta y
tan flaca que desde chica, Beatriz la mandó a estudiar danzas.
Ahora Vanina es una de las pocas alumnas de la Escuela Nacional
de Danzas. Está en tercer año y por suerte, esta vez,
la plata de las latas vendidas le alcanzó a Beatriz para
pagarle una parte, al menos, de los setenta pesos que le pedían
por zapatillas de punta.
Quién sabe si me da vergüenza explica la
mujer: el tema es que aprendí de chica, en la quema.
Es tan rara la palabra en la Capital, que Beatriz no puede pronunciarla
sin contar que era un terreno baldío lleno de basura, donde
sus papás las llevaban cuando tenía seis años
y vivían en Lomas de Zamora. Allá en el fondo,
a la quema dice buscábamos metales y huesos,
para las cerámicas ¿sabés? Se acuerda
que había que lavarlos y que el fabricante de lapiceras que
los quería le pagaba a su familia un poco más cuando
se los hervían para dejarlos limpitos. No, no eran
de perros dice: eran osobuco, son más plásticos
y le servían así.
Ahora tiene 50 años y desde hace dos, cuando se quedó
sin trabajo, volvió a trabajar con la basura, entre las latas.
Sí, por qué no dice-: es un orgullo para
mí. Sos tu barco y tu ancla al mismo tiempo.
Ha desarrollado dos especialidades: recolección de latas
y motores de ventilador. Y en estos campos, sus compañeros
la consideran experta. En invierno recorre entre cinco y seis kilómetros
por día porque, a lo mejor, tarda diez cuadras para juntar
un kilo de latas que son unas sesenta. En verano le bastan dos cuadras
para conseguir la misma cantidad, que después las cambia
por cincuenta centavos, cuando las vende sola o por un peso si consigue
aliarse con algunos más. Para mí una lata es
una moneda, no importa cuánto valga una moneda: Sus
latas fueron las que al final de un día pagaron las panty,
ésas de Vanina, las que lleva a la escuela.
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